Ruidos,
emisiones por quema en mecheros, camiones con grandes motores
encendidos día y noche, explosiones, intenso tráfico y, en algunas
ocasiones, derrames. Convivir con las petroleras es un tortura.
por
Martín Álvarez Mullally
Analía
Saldías tiene 20 años, nació en Calle Ciega 10, por entonces un
espacio rural rodeado de aire puro. Su barrio, es un humilde
conglomerado de casitas construidas en los denominados sobrantes de
chacras, en Allen, donde familias trabajadoras rurales se instalaron
hace más de cincuenta años. Su hijo de cinco meses está enfermo,
el cuerpo se le llenó de manchas y su aparición coincide con la
llegada de equipos de la petrolera YPF, instalados a escasos metros
de su casa. La familia Saldías junto al resto de les vecines del
barrio desde 2014 denuncian a la empresa y han presentado un amparo
colectivo que se encuentra en la justicia federal, en etapa de
investigación.
El
personal de salud que atendió al bebé de Analía no pudo determinar
qué enfermedades tiene, hace referencia a bacterias, le dice que
puede ser el agua, el aire, pero nadie nombra a las empresas
petroleras. En cambio, para ella, es el hollín y el humo de la quema
de gases que hacen los pozos. Cuenta que hay nenes que han sido
punzados en la médula ósea, las madres no comprenden para qué y
qué resultados obtienen de esos estudios. Las vecinas quieren que
les entreguen copias de la historia clínica, pero se las han negado.
Analía sentencia, “vivir acá es un infierno, y antes no lo era”.
El olor azufre es permanente cuando los equipos trabajan. Su hija de
dos años ha sido afectada, sufrió diarreas, fiebre, dolor de cabeza
y vómitos. La madre de Analía vive unos metros más cerca del pozo
y junto a su pareja han señalado la tortura que significa tener de
vecines a una torre de perforación y a un set de fractura. Aseguran
que todo tiembla, que no pueden dormir y estrés les afecta al
momento de tener que trabajar.