martes, 23 de enero de 2024

Don Pablo y su vida en Villa Epecuén: la muerte del último habitante de un pueblo que se hundió y emergió en ruinas

Crédito: Kaloian Santos.

Pablo Novak era lo último que quedaba con vida en Epecuén, el pueblo bonaerense que el 10 de diciembre de 1985 desapareció de la superficie luego de quedar sumergido por el desborde de una laguna. El único habitante del lugar murió a los 93 años. Su testimonio, sus recuerdos, sus últimos días con vida y el deseo que su familia se encargará de cumplir.

Por Milton Del Moral

En Villa Epecuén vivían más de mil quinientas personas. Había un balneario, un castillo, un matadero, una escuela, una iglesia, una comisaría, cinco mil plazas hoteleras estables, 250 establecimientos de distinta categoría. Era una villa turística fundada en el verano de 1921, emplazada en un punto equis del ancho suroeste de la provincia de Buenos Aires, bordeada por una laguna salada que convocaba la fascinación de la industria farmacéutica, de los fabricantes de vidrio, de los hombres y mujeres que buscaban consuelo en sus articulaciones gracias a la alta salinidad del lago. Hablaban de un remanso de aguas milagrosas. En un verano de 1970, recibió 25 mil turistas. Era un oasis, un pueblo esplendoroso, elegido por las familias patricias, valorado por la aristocracia.

Así como creció, se ahogó. No sobrevivió a su propia proyección. La construcción de un canal, la visión de regularizar el caudal de las lagunas para neutralizar las sequías, las obras de ingenierías que faltaron, el planeamiento urbanístico ineficiente, la desidia, la codicia, los descuidos, el desdén de las construcciones, la carencia de prevención edilicia, el terraplén de cinco metros de altura, la amenaza meteorológica, la sudestada, el desborde natural, la primera filtración, el ruido del agua invadiendo, la inundación, el éxodo. La mañana del 10 de diciembre de 1985 toda Villa Epecuén quedó sepultada por el lago que lo había criado y servido. El plan de evacuación se extendió quince días. El proceso demoró años. Los habitantes sobrevivieron; sus viviendas, sus pertenencias no. En 1993 el nivel del agua alcanzó una profundidad de diez metros. El pueblo yacía sumergido.

Epecuén no dejó nunca de ser turística, ni viva ni muerta. Cuando la marea la convirtió en una reversión de la mitológica Atlantis, los curiosos paseaban en bote sobre sus calles. A la par, flotaban los ataúdes que se habían desprendido de los nichos y las bóvedas de mármol. Los años pasaron, el agua retrocedió, la tragedia se evaporó y el esqueleto de la ciudad emergió. La marea regurgitó una urbe en ruinas. La sal había carcomido los hierros de las edificaciones. Las calles acumulaban escombros. Los techos eran los pisos. Las paredes, despedazadas. Los árboles, desvestidos. La tonalidad gris, dominante. Solo pedazos sin orden ni patrón, y esa cruel belleza del desastre. Nada era como había sido.

Solo una persona se mantuvo inexpugnable. Pablo Novak había previsto lo que iba a pasar, por eso no le dolió volver. Nació el 25 de enero de 1930. Hermano de doce hermanos, hijo del ladrillero del pueblo. El aluvión urbanístico se nutrió de su trabajo. “Cuando tenía cinco años, mi papá habló con el arquitecto italiano que hizo la iglesia de Epecuén, quien le dijo: ‘acá en 1918 se inundó todo; los ciclos se cumplen, cada cien años vuelve el agua’”, dijo en una entrevista en Página/12. Él ya la estaba esperando. Por eso -jura- nunca quiso construir allí, a pesar de la insistencia de su esposa. El proveedor de los ladrillos del 70% de los cimientos de Epecuén no hizo su casa en Epecuén. Alquilaba el hotel San Martín en verano. No perdió nada en la inundación. Vio a los residentes llorar abrazados a los restos. “Pero a mí no me pone triste volver al pueblo y no lloro”, adujo.

Murió la noche del domingo 21 de enero de 2024. Le faltaban cuatro días para cumplir 94 años. Era papá de diez hijos, abuelo de veinticinco nietos y bisabuelo de nueve bisnietos. Era el hombre que vivía solo en un pueblo antes iluminado y próspero: el habitante único. Decía -presumido- que había apenas cuatro habitantes del mundo que vivían solos en pueblos. Era conocido en todo el mundo. 21 millones de reproducciones lo acreditan en el video del youtuber mexicano Luisito Comunica, que se adentra en su historia y en la de la otrora villa balnearia. Otros 16 millones lo vieron pedaleando por la ciudadela olvidada en un video producido por Red Bull. Los que no lo conocieron en un documental de la BBC, tal vez lo hayan visto confundirse en las entrañas de Epecuén en grabaciones dobladas al ruso, al italiano, al alemán, al inglés, al francés, al chino, al japonés. “Todos vienen a verme con traductor; me han hecho películas de todos lados”, celebró, orgulloso.

El anuncio de su muerte lo difundió el intendente de Adolfo Alsina, Javier Andrés. “Hoy es un día para decir adiós, aunque no sé si a las leyendas se las despide. Don Pablo Novak, así: sonriente, entusiasta, siempre dispuesto a largas charlas y relatos de anécdotas quiero recordarte. Así, recorriendo Epecuén en tu bicicleta, leyendo el diario en una esquina de las ruinas, compartiendo como guía tus experiencias con los turistas y los periodistas de todos lados que preguntaban por ‘el último habitante de Epecuén’. Así todos vamos a recordarte. Hoy es un día para decir ¡Gracias Don Pablo! Descansa, que nosotros cuidaremos tu legado aunque nunca será lo mismo”, escribió.

Vivía en una chacra próxima a la villa, cuando se dedicaba a sus labores agropecuarias y a fabricar ladrillos. Cursó el colegio en el único establecimiento educativo del pueblo. Creció, trabajo, se enamoró. Bailaba todos los días en La Tierrita, la pista de baile del pueblo. Había dos obras de teatro por semana y música en la calle todas las tardes. Las confiterías se llenaban en verano. La agenda cultural era prolífica y la dinámica social, intensa. Eran pocos pero inquietos. Decía con honor que era una especie de mini Mar del Plata. Recordaba haber degustado un whisky intacto hallado en los sótanos de la ciudad, que en esa primavera de 1985 se había abastecido para la temporada estival; haberse llevado unas cortinas (saladas y sucias) de una tienda; haber recuperado platos de loza con sal impregnada, haber reciclado pantalones y camisas que encontró flotando.

La inundación apenas mojó las costas de su casa. Su familia huyó a Carhué, a siete kilómetros de allí. Él no. Eligió seguir viviendo en su lugar. La melancolía no lo embargó. A él le gustaba su pueblo, aunque estuviera bajo el agua. En la orilla de su chacra encallaban los cajones que se habían liberado del cementerio. Él les avisaba a los familiares y a los bomberos para que los recogieran. Primero los veía desde la montura del caballo. Después se animó a bajar para verlos de cerca. En la entrevista publicada en Página/12 el primero de octubre del año pasado, hizo gala de su simpatía: “Había un cajón de zinc todo soldado que llegaba, después se iba, faltaba una semana o dos y volvía, y se quedaba contra una planta. Yo decía ‘¿quién será?’. Por lo cargoso, será una novia, o alguno que le debo plata’. Hasta que vino una marea fuerte y lo sacó fuera del agua y los chanchos del vecino rompieron el cajón con los colmillos y se comieron al muerto. A lo último, les dije a mis hijas: “¿quieren ver unos finados?”. Y fuimos nomás en un bote al cementerio; vimos una viejita que estaba arrugadita, y otro que estaba colgado de un alambre de las rodillas y tenía una cicatriz en el cuerpo bien rosadito. ¡Una mañana me acerqué a la laguna y había como cuarenta cajones! Se salía en lancha a enlazarlos y los traían flotando en trencito”.

En 2011, cuando el lago retrocedió y desnudó los restos de una ciudad sumergida, volvió a mezclarse en la superficie de su pueblo. Aparecía a caballo o en bicicleta, con su perro Chozno, su mate amargo y su diario en la mano, se sentaba en los escombros que antes habían sido algo. Descansaba, leía o recordaba. Se volvió una pieza más del paisaje. Los turistas lo fueron encontrando. Lo veían como un guardián de la nostalgia o un custodio de la memoria. A él le gustaba contar historias de los tiempos dorados. Iba para que le preguntaran. Pino Solanas filmó ahí la película El Viaje en 1992. En la película, precisa, no actuó pero lo vio. Se contuvo de participar. “Después, con todos los otros, sí”, dijo. Periodistas, productores, cineastas, turistas, curiosos. A todos les hablaba de su vida y de la desgracia de Epecuén.

Se quebró la cadera luego de una caída mientras circulaba en bicicleta por las calles del pueblo. Pasó la rehabilitación y la cuarentena por el coronavirus en un geriátrico de Carhué. Hizo huelga de hambre y presionó al intendente para que le consiguiera una bicicleta para que pudiera huir. Con las tres vacunas aplicadas y la venia de su familia, volvió a su lugar en el mundo. Extrañaba el silencio de las noches y el canto de los pájaros del amanecer. “Eso sí, me prohibieron andar en bici. Ahora, camino por las ruinas y me acuerdo de las personas que vivían en cada una de las casas”, contó en una nota publicada en Infobae en noviembre de 2022. En esa nota, contó secretos de su vitalidad. Dijo que no tomaba el mate con agua: “Derrito miel y le agrego un chorrito de caña. Lo tomo todo el invierno para templar el espíritu”, enseñó.

Se medicaba con una pastilla por un tema gástrico y otra para el fortalecimiento óseo. Ya había atravesado nueve décadas de vida. Leía los diarios, las revistas y los libros que le alcanzaban sus hijos, escuchaba radio a pilas, no veía televisión porque le parecía una pérdida de tiempo, se cocinaba guisos con verduras, condimentos y carnes, extrañaba a su perro Chozno, a quién eligió no reemplazar por otra mascota, y a su esposa, que murió en Carhué en agosto del año pasado. Usaba una cocina a garrafa y en 2022 había estrenado luz artificial gracias a paneles solares instalados por el municipio.

Le gustaba ser la voz de ese época de bonanza, el testigo vivo del viejo balneario aristocrático al que iban los señores y las señoras para revitalizar sus articulaciones por las propiedades de la laguna salada. Se sentía alguien valioso. Usaba bastón para caminar. Se le rompió hace un mes, mientras caminaba contándole sus aventuras a un grupo de turistas. Sufrió, de nuevo, una fractura de cadera. La operación fue exitosa. Regresó al mismo geriátrico del que había querido escapar en la pandemia. En la primera semana del año, sufrió un accidente cerebro vascular por deshidratación que lo privó del habla. Recibió el alta médica. Pero no podía hablar. Ya no era el mismo.

El viernes empezó a decaer. El domingo a la noche murió. Fue velado el lunes en Carhué. Sus restos serán cremados para cumplir con su deseo: que sus cenizas sean esparcidas entre los restos de su pueblo. “Si me toca morir, quiero que sea acá”, había pedido. No hacía falta explicar dónde era “acá”. Siempre vivió en el mismo lugar. Lo que es confuso, a esta altura, es si Pablo Novak fue “el último habitante de Epecuén” o si, en verdad, Epecuén era “el pueblo de Don Pablo”.


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Fuente:

Milton Del Moral, Don Pablo y su vida en Villa Epecuén: la muerte del último habitante de un pueblo que se hundió y emergió en ruinas, 23 enero 2024, Infobae.

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