martes, 5 de mayo de 2020

Testimonios y el ocaso de un régimen


Chernóbil: a 34 años de la catástrofe nuclear, (segunda parte, primera parte haciendo clic aquí).

por María Cristina Garcia

Si escribo y público, deseo la crítica, y una amiga me hizo oportunos e inteligentes comentarios sobre el artículo publicado el martes. Entonces recordé las enseñanzas de mi maestra de Periodismo Narrativo, Leila Guerriero. Ella nos hacía muchas preguntas. Elijo algunas: ¿se entiende el contexto?, ¿está la información necesaria?, ¿es un texto eficaz?, ¿tiene los datos duros necesarios?, ¿es un texto con mirada interesante o prejuiciosa?.

Deseo que el lector encuentre las respuestas a continuación.

Atravesé el pudor para escribir en 1992, después de conversar y disentir con total sinceridad con el director de este diario, Antonio Maciel. Gracias Don Antonio. Veintiocho años después ¿por qué sigo escribiendo?... y la respuesta también llegó de Leila: el periodismo narrativo es “un oficio modesto, hecho por seres lo suficientemente humildes como para saber que nunca podrán entender el mundo, lo suficientemente tozudos como para insistir en sus intentos y lo suficientemente soberbios como para creer que esos intentos les interesarán a todos”.

Retomando y acordando con la frase de Camus que -elije ponerse al servicio de quienes padecen la historia-, mostraré algunos relatos de los padecientes de Chernóbil. Ellos guardan la memoria de lo sucedido, después de 34 años.

Es el testimonio de Bogdab Vasik y Andrei Fulchensky:

Un detalle de lo duro que fue hacer frente al desastre de Chernóbil es que los soldados allí desplazados soñaban con volver a la guerra. "Lo más difícil de trabajar en la zona de exclusión era pasar por aquellos lugares vacíos", cuenta Vasik.

"Recuerdo las ventanas y las puertas abiertas de par en par. Vi gatos y perros sin pelo, confundidos, corriendo salvajes por una tierra muerta. Era una película de terror, porque en la guerra yo había estado y puedo con ello. Hay tiros, lucha... Ok. Pero ahí en Chernóbil no había nada, la ropa tendida en las casas se volvió amarilla, y todo estaba vacío, sin alma".

Su compañero Andrei Fulchenski, veterano de la guerra de Afganistán, pasó tres meses sobrevolando el reactor: "A ese lugar fuimos 600.000 liquidadores y quedamos vivos 105.000". Bogdan Vasik era conductor: "Los vehículos que usamos se quedaron ahí, porque estaban contaminados 12 veces por encima de la norma".

Ninguno de nosotros ha visto la nueva serie Chernobyl: ‘No necesitamos que nadie nos lo cuente’”.

Ellos no están contaminados por la cultura audiovisual. Lo vivieron.

Tras la explosión del reactor un cúmulo de circunstancias hizo que se contaminara con radiactividad un territorio que comprende algunas zonas muy pobladas en lo que hoy es Bielorrusia, Ucrania y Rusia. Pero para que los efectos de este desastroso evento no fuesen mayores hubo que “hacer cuentas con las vidas”. Es el término con el que sus asesores le dijeron al ministro de Energía, Anatoli Maiorets, que para preservar la salud de miles, cientos perderían la suya.

Sentados en una mesa, usando una calculadora solar que tenían que acercar a la bombilla subidos a una silla, apuntaron sobre un papel unas sumas y restas crueles pero necesarias: "Recoger el combustible y el grafito en aquel punto, tres vidas. Cerrar estás válvulas de allá, una vida", recordaría en sus memorias Grigori Medvedev, ingeniero nuclear desplazado a la zona.

Más de medio millón de personas fueron movilizadas a través del aparato del Partido Comunista, organismos estatales y, sobre todo, del ejército soviético y sus reservistas. Algunos fueron reclutados en sus puestos de trabajo, sin tiempo para despedirse de sus familias.

Esos días, por los accesos a Pripyat y Chernóbil se vieron las dos caras de la Unión Soviética de entonces: cerdos, vacas y demás ganado se cruzaban en su evacuación con grúas y vehículos militares rumbo al foco de la radiación.

La URSS repitió el patrón de comportamiento que exhibió al verse sorprendida por la invasión nazi en 1941: ineptitud para prevenir el desastre y gran capacidad para movilizar los recursos necesarios para afrontar los efectos de la tragedia. Hoy los liquidadores se quejan de la falta de ayudas sociales.

El mundo está fascinado con la nueva serie de HBO, y ellos sienten que el Gobierno se ha olvidado de ellos. Esa serie que visibilizó Chernóbil tres décadas más tarde… hoy entretiene al mundo. Lo escribo y me avergüenzo.

Sigue el relato Andrei:

"A la zona de exclusión llegó gente de todo el país. El diario oficial Pravda publicó relatos heroicos de liquidadores, hablando de valores soviéticos como la ‘amistad de los pueblos’: vecinos de Leningrado sirviendo de cortafuegos para sus camaradas en Kiev”.

La carne de esas zonas contaminadas fue troceada y mezclada con la de otros sitios no contaminados y repartida por todo el país salvo a Moscú, donde residía la élite soviética y sus familias: aquella fraternidad tenía sus límites.

Y sobre todo llegaba tarde. Chernóbil fue producto de muchas cosas: el secretismo y la compartimentación de la información que operaban en los años 30, resultaban obsoletos en medio de la complejidad científica de los 80.

A Mijail Gorbachov le habían dicho que un reactor como el de Chernóbil "podría estar instalado en medio de la Plaza Roja sin riesgo".

Desde primera hora se aplicó el manual, pero lo sucedido estaba ya fuera del manual. “Ahí nos encontrábamos con los mismos carteles de Peligro, radiación en cada esquina”, recuerda Bogdan, de 66 años, procedente de Ucrania. “De mi ciudad fuimos a Chernóbil 1837, quedamos 300, todos los demás han muerto".

El cáncer que padecen hoy muchos de ellos es similar al que en aquel difícil 1986 le fue detectado a la URSS: para los soviéticos fue el fin de lo que llamaban la presunción de inocencia del sistema, la biopsia política que certificó que sin cambios la supervivencia del régimen era imposible.

El accidente nuclear en Chernóbil, del que este mes se cumplen veinte años fue tal vez -incluso más que la Perestroika iniciada por mi Gobierno- la verdadera causa del colapso de la Unión Soviética. De hecho, la catástrofe de Chernóbil fue un punto de inflexión histórica que marcó una era anterior y una posterior al desastre”. Esto escribía Mijail Gorbachov en un artículo publicado por El País en abril de 2006.

En su biografía del líder soviético editada por Debate, William Taubman realiza un inventario de las críticas del presidente de la URSS que van desde el volumen de verduras a la venta hasta el reclutamiento militar, pasando por las denuncias anónimas, la burocracia, lo añosos que eran los ministros y los funcionarios del Partido, la filosofía, o la propia gobernabilidad (“Hace tiempo que erramos el tiro. Tan sólo creemos que gobernamos. Es sólo una apariencia”).

También sobre la vida diaria de los ciudadanos soviéticos el presidente hizo autocrítica y crítica del propio sistema. Tras un viaje al este del país, Gorbachov reflexionaba: “La gente me atacaba en las calles y en las fábricas, sobre todo mujeres; simplemente, me dieron mi merecido. Las industrias de defensa están en plena forma, pero la gente debe esperar entre diez y quince años para recibir una vivienda. Una ciudad próxima a un lago no cuenta con agua potable. No hay ropa para los niños, y jamás han visto un helado. Ni siquiera hay manzanas disponibles”.

Aunque ya desde principios de 1986 los discursos de Gorbachov habían empezado a transmitir una inquietud creciente y advertencias terribles sobre los riesgos para la supervivencia del socialismo soviético, incluso sobre la contaminación: “Nuestro índice de contaminación es tal que, si tuviéramos que revelar las cifras, terminarían crucificándonos y diciéndonos: ‘¡Mirad lo que el socialismo le está haciendo a la naturaleza!’”.

Ante semejante tragedia, no hubo posibilidad de catarsis, y sucedía lo que hoy también escuchamos ante la pandemia del coronavirus 19: en lugar de las habituales frases de consuelo, el médico le dice a una mujer acerca de su marido moribundo: ¡no se acerque a él! ¡no puede besarlo! ¡Prohibido acariciarlo! …su marido ya no es un ser querido, sino un elemento que hay que desactivar.

Un mundo, una zona se instaló, donde se vio alterado incluso el amor y la muerte. Como sostuvo el pensador italiano del siglo pasado, Benedetto Croce, el pasado es conocimiento para entender el presente. Ello justifica saber la verdad sobre Chernóbil, o acercarnos a ella.

Escribe Svetlana: “la literatura cedió su lugar ante la realidad. Ahora ya no podemos creer, como los personajes de Chejov, que dentro de cien años el mundo sería maravilloso.¡ La vida será maravillosa! Hemos perdido este futuro. En estos cien años ha pasado el gulag de Stalin, Auschwitz… Chernóbil…el 11 de setiembre de Nueva York… es inconcebible como se ha dispuesto esta sucesión de hechos, como han sucedido en la vida de una generación”.

En 1971 John Lennon grababa en un estudio en Londres Imagina, la canción que reflejó las utopías de mi generación:
Imagina toda la gente, viviendo la vida en Paz. Usted, puede decir que soy un soñador, pero no soy el único,
Espero que algún día te nos unas y el mundo será como uno.
Imagina no posesiones, me pregunto si puedes.
No hay necesidad de codicia o hambre
Una fraternidad de hombres.
Puedes decir que soy un soñador, pero no soy el único.
En estos tiempos de pandemia, a veces digo -la esperanza es insensata-. Pero la esperanza está en el tiempo y arraigada en la memoria. En la niñez. En el paraíso perdido.

Hoy elijo la esperanza de alguien que no renuncia a soñar.

Fuentes:
María Cristina Garcia, Testimonios y el ocaso de un régimen, 3 mayo 2020, La Voz del Pueblo.
Ilustración: Sebastián Angresano.

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