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Muy buenas, quería compartir con ustedes un excelente texto de Mark O'Connell del The New York Times, replicado por La Nación en Argentina. Se llama “Circula plástico por nuestro cuerpo y no sabemos todavía cómo nos afecta”, y dice:
“Hay plástico en nuestro cuerpo; está en nuestros pulmones, en nuestros intestinos y en la sangre que fluye a través de nosotros. No podemos verlo, ni podemos sentirlo, pero está ahí. Está en el agua que bebemos y en los alimentos que comemos, incluso en el aire que respiramos. No sabemos, todavía, cómo nos afecta, porque hace muy poco que somos conscientes de su presencia. Pero desde que nos enteramos, esta se convirtió en una fuente de profunda y variopinta ansiedad cultural.
Tal vez no sea nada; quizá esté bien. Puede que este revoltijo de fragmentos –trozos de botellas de agua, neumáticos, envases de poliestireno, microesferas de cosméticos– nos recorra y no nos haga ningún daño en particular. Pero, aunque así fuese, seguiría estando el efecto psicológico de que haya plástico en nuestra carne. A este conocimiento adquirido le atribuimos un cierto y vago carácter apocalíptico; nos da la sensación de que es una venganza divina solapada, astuta y poéticamente apropiada. Quizá este haya sido siempre nuestro destino: alcanzar la comunión final con nuestra propia basura.
La palabra que utilizamos cuando hablamos de esta inquietante presencia en nuestro interior es “microplásticos”. Es una amplia categoría, en la que cabe cualquier pieza de plástico de menos de 5 milímetros de longitud. Este material, aun siendo muy pequeño, es casi siempre visible a simple vista. Pero también está lo que no se puede ver, más preocupante: los nanoplásticos, que son una fracción minúscula del tamaño de los microplásticos. Pueden atravesar las membranas entre las células, y se detectó su acumulación en el cerebro de los peces.
Hace tiempo que sabemos que causan daños a los peces. En un estudio publicado en 2018, se demostró que los peces expuestos a los microplásticos tenían niveles más bajos de crecimiento y reproducción; también se observó que sus descendientes, aun cuando no habían estado expuestos, también se reproducían menos, lo que hace pensar que los efectos de la contaminación afectan a varias generaciones. El mes pasado, The Journal of Hazardous Materials publicó un estudio sobre los efectos de la ingesta de plástico en las aves marinas. Los investigadores presentaron indicios sobre una nueva enfermedad fibrótica a la que denominan “plasticosis”. Decían que las cicatrices en el tracto intestinal causadas por la ingestión de plásticos hacían a las aves más vulnerables a infecciones y parásitos, y también perjudicaba su capacidad para digerir los alimentos y absorber ciertas vitaminas.
Lo que hace más preocupante esta información no es, por supuesto, el bienestar de los peces o las aves marinas. Si a la civilización humana nos preocuparan los peces y las aves marinas, no estaríamos vertiendo cada año unos 11 millones de toneladas de plástico a los océanos, para empezar. Lo verdaderamente perturbador es la posibilidad de que se estén produciendo procesos similares en nuestro cuerpo, que los microplásticos puedan acortar nuestra vida y volvernos, al mismo tiempo, más bobos y menos fértiles. Por decirlo con las palabras de los autores del informe sobre la plasticosis, su investigación “suscita preocupación por otras especies afectadas por la ingesta de plásticos”, una categoría que incluye a nuestra especie.
Uno de los elementos más inquietantes de esta situación con los microplásticos es su omnipresencia extrañamente democrática. A diferencia de, por ejemplo, los efectos del cambio climático, no importa quién seas ni dónde vivas, también te afecta. Puedes vivir en un recinto seguro en el lugar más remoto, a salvo de los incendios forestales y del aumento del nivel del mar, y exponerte a los microplásticos durante un chaparrón. Los científicos encontraron microplásticos cerca de la cumbre del Everest y en la fosa de las Marianas, a casi 11.000 metros bajo la superficie del Pacífico.
En este contexto, la mayoría de los cambios que hacemos para tratar de protegernos de la ingesta de plásticos parecen bastante cosméticos. Puedes, por ejemplo, dejar de darle agua a tu hija en una taza de plástico, y que con ello sientas que estás haciendo algo para reducir su nivel de exposición, pero solo hasta que empiezas a pensar en todas esas tuberías de PVC por las que el agua tuvo que pasar para llegar hasta ella.
En un estudio realizado el año pasado, en el que un grupo de investigadores italianos analizó la leche materna de 34 madres primerizas sanas, los microplásticos estaban presentes en el 75% de las muestras. Es una ironía particularmente cruel, dadas la relación que establecemos entre la leche materna y la pureza y lo natural, y la intranquilidad de los padres respecto de calentar la leche en polvo en mamaderas de plástico. Esta investigación se produjo a raíz de la revelación, en 2020, de que se habían encontrado microplásticos en placentas humanas.
Al fin y al cabo, el sentido del plástico es que es prácticamente inmortal. Desde el momento en que se convirtió en un componente de los productos de consumo masivo, entre la primera y la segunda guerras mundiales, su éxito como material siempre fue indisociable de la facilidad con que se puede fabricar y de su suma durabilidad. Lo que le confiere utilidad es precisamente lo mismo que lo convierte en un problema. Y seguimos fabricando más, año tras año, década tras década. Pensemos en este dato: de todo el plástico fabricado desde que comenzó la producción a nivel industrial, más de la mitad se produjo desde el año 2000. Podemos desecharlo, podemos engañarnos y pensar que estamos “reciclándolo”, pero no se irá para siempre. Volverá a aparecer en los alimentos que comemos y en el agua que bebemos. Perseguirá a la leche que los bebés maman de los pechos de sus madres. Como un recuerdo reprimido, se mantiene ahí, inalterable por el tiempo.
Al teclear estas palabras, estoy pulsando con las yemas de los dedos las teclas de plástico de mi ordenador portátil; la silla en la que estoy sentado está acolchada con una especie de polímero de imitación de cuero; incluso la suave música de fondo que estoy escuchando mientras escribo llega directamente a mis cócleas a través de unos auriculares de plástico con Bluetooth. Puede que estas cosas no sean una fuente inmediata y grave de microplásticos, pero algún tiempo después de haber agotado su utilidad, quizá los consumamos en minúsculos fragmentos a través del suministro de agua. En el mar, casi todas estas partículas provienen de los polímeros de la pintura, mientras que en tierra la mayor proporción corresponde al polvo de los neumáticos y diminutas fibras de plástico de cosas como las alfombras y la ropa.
En 2019, un estudio encargado por la World Wide Fund for Nature reveló que una persona promedio puede estar consumiendo hasta 5 gramos de plástico semanales, lo que equivale, como dicen los autores del informe, a una tarjeta de crédito entera. La elección de la tarjeta de crédito como imagen tenía su porqué: la idea de que nos estamos comiendo nuestro propio poder adquisitivo, de que podríamos estar contaminándonos con nuestro pertinaz consumismo, nuestra mayor esperanza podría ser un salto evolutivo que nos permita vivir en el desastre que hemos causado.
Y, si bien la preocupación por los microplásticos es obviamente compatible con los discursos generales del ecologismo y el anticonsumismo, aparece en otros ámbitos, como los trabajos sobre el alarmante efecto de los ftalatos, una sustancia química utilizada para aumentar la durabilidad de los plásticos, en el torrente sanguíneo humano: los bebés nacían con una menor distancia entre el pene y el ano.
Esto es una barbaridad, porque está cambiando el perfil hormonal y los sistemas reproductores de los seres humanos, y nos está haciendo más débiles, nos está haciendo menos masculinos”. Así como el cambio climático y la contaminación son tradicionalmente preocupaciones de la izquierda, los efectos demográficos del descenso de la natalidad son un motivo de inquietud para los conservadores. En otras palabras: sea cual sea la hipótesis apocalíptica que prefieras, ahí estarán los microplásticos.
Y es que los microplásticos se instalaron también en el torrente sanguíneo cultural. Su prevalencia en el espíritu de la época se puede explicar en parte por nuestra incertidumbre sobre qué significa, desde el punto de vista patológico, que estemos cada vez más llenos de plástico. Esta ambigüedad también nos permite atribuir toda clase de malestares, tanto culturales como personales, a esta nueva información sobre nosotros mismos. Todo este asunto tiene una extraña resonancia alegórica. Nos sentimos psíquicamente desfigurados, corrompidos en nuestra alma, por una dieta constante de basura figurativa del tecnocapitalismo: por las inacabables pantallas de TikToks inanes y de grabaciones descerebradas. La idea de que unos microscópicos trozos de basura atraviesen la barrera hematoencefálica parece una forma apropiada y oportuna de entrar en los anales del imaginario apocalíptico.
No sabemos cómo nos afectan estos plásticos y, por tanto, los diversos malestares que podemos atribuirle de forma plausible son infinitos. Quizá sean los microplásticos lo que te provoca depresión. Quizá sean los microplásticos lo que te causa un resfriado. Quizá sean los microplásticos los que impiden que tú y tu pareja puedan concebir, o lo que te provoca la pereza y la apatía, o el deterioro precoz de tu memoria. Quizá fueron los microplásticos los que te provocaron el cáncer de estómago o el tumor cerebral.
Llegará el momento, tarde o temprano, en el que sabremos cómo nos afectan los microplásticos, pero hasta entonces el tema seguirá siendo muy ambiguo y, por tanto, muy sugerente.
Todo este asunto de los microplásticos está tocado por una pesadillesca lucidez, porque lo entendemos como un síntoma de una enfermedad más grave. El inimaginable daño que le hemos causado al planeta está afectando, de esta surrealista y espeluznante manera, a nuestro cuerpo. Cuando miramos los cuerpos en descomposición de esas aves llenas de basura, sabemos que no miramos solo lo que le estamos haciendo al mundo, sino también lo que nuestro mundo dañado nos está haciendo a nosotros”.
Contenido
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Silvana Buján es Argentina, licenciada en Ciencias de la Comunicación Social y periodista científico y ambiental, ejerciendo desde hace más de dos décadas de manera ininterrumpida a través de radios y medios gráficos del país y del exterior.
Es activista ecologista y participa, dirige o coordina organizaciones no gubernamentales y redes temáticas. Es conferencista y consultora en temas de ambiente y desarrollo. Ha obtenido tres veces el 1º Premio a la Divulgación Científica de la Universidad de Buenos Aires (2009, 2012, 2014) y el 2º Premio en 2010; el 1º Premio Latinoamericano y del Caribe del Agua CATHALAC-UNESCO 2009; Ocho Premios Martin Fierro por sus trabajos en radio y 21 nominaciones. Ha sido Premio Nacional de Periodismo en el año 2007, 1º Premio del Congreso Tabaco o Salud 2010, 1º Premio de Periodismo en Salud de la Asociación Médica Argentina 2010 Distinción honorífica Colegio de Ingenieros DII por su labor en difusión ambiental, 2013.
Lleva adelante desde 1998 ECOS ciclo de periodismo científico abocado al ambiente y las culturas. Y CALIDAD EN VIDA, de periodismo médico, cultura y salud. Dirige BIOS, ONG miembro de la Red Nacional de Acción Ecologista y la Coalición Ciudadana Antiincineración. Es miembro del Comité Consultivo de GAIA internacional. Es miembro de la Red Argentina de Periodismo Científico y la Red Latinoamericana de Periodismo Ambiental. Vive en Mar del Plata.
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