Raúl Martínez era el cura de la parroquia que aquel 6 de enero de 1992 se di cuenta de lo que se venía. Las campanadas hicieron que la tragedia fuera aun mayor. Cómo recuerda lo sucedido hace 30 años.
por Mariana Otero
En San Carlos Minas todos recuerdan las campanadas de la parroquia Inmaculada Concepción que hizo repicar el joven sacerdote Raúl Martínez, a las 9 de la mañana de aquel 6 de enero de 1992. Sirvió de sistema de alerta ante un evento extraordinario.
Martínez, hoy excura, tiene el aluvión marcado a fuego en su memoria. Tenía 32 años. “El día previo, nos acostamos tarde porque el pueblo se reunía en la confitería frente a la plaza. Nos corrió el agua, eran las 3 de la mañana. Fuimos a descansar y a la espera de Reyes, que en los pueblos es una celebración que se vive como un acontecimiento”, cuenta Martínez, quien vive en Córdoba.
El párroco se había despertado a las 6 para ir con su amigo “Tío Lito” a buscar el auto a un taller en Villa de Soto. Pero como la lluvia era tan intensa, desistieron. “Estaba despierto y me fui a la casa de mi amigo, tomamos unos mates y salimos con una Renoleta R6 a recorrer hacia el puente, camino a Salsacate, para ver cómo venían el arroyo y el río”, relata.
El arroyo Noguinet traía un poco más de agua que lo habitual. Recuerda que condujeron hasta el balneario donde la Policía ya evacuaba familias. El cura y su amigo se sumaron a la tarea. Luego Martínez se subió al vehículo policial, rumbo a la salida del pueblo. “Muy cerca del puente, la camioneta gira de una manera tan brusca que pensé que nos dábamos vuelta. El chofer ya divisaba un frente de agua que subía del costado del balneario”, explica.
Llovía bastante, con viento, y el ruido de la tormenta, apunta el excura, era atronador. Luego el cauce del arroyo llegaría a tener nueve metros de ancho, de lado a lado.
“Le pedíamos a la gente que se subiera a los techos”, relata, mientras da pantallazos de imágenes desordenadas en el tiempo: la gente en las azoteas mirando sin entender, empapada y llorando, y a Rogelia, una vecina a la que el agua le arrancó de las manos a sus hijos.
Martínez cuenta que al llegar a la comisaría, frente a la plaza Pío Angulo, corrió a la parroquia para tocar las campanas. “Lo único que atiné fue a tratar de alertar a la comunidad. En un pueblo chico, a las 9 de la mañana, que es la hora aproximada que recordamos que llegó el agua, la gente dormía. ¿Quién iba a llamar para una misa? Era imposible”, explica.
La alerta funcionó y los vecinos comenzaron a treparse como podían a las terrazas. “Lamentablemente hubo un sector y familias casi enteras a las que el agua arrasó hasta del techo. Hubo una franja que atravesó el pueblo causando el mayor desastre”, rememora.
El sacerdote narra que llegó hasta su casa semiinundada, sacó la máquina fotográfica para documentar lo que ocurría y apuró el paso rumbo a la iglesia.
En la parroquia se había congregado un puñado de mujeres con niños y vecinos. El agua entraba por un costado de la sacristía y la corriente cerraba las pesadas puertas de madera del templo que, entre todos, intentaban mantener abiertas para evitar el colapso. Ataron los bancos, que ya flotaban, a la pila bautismal para que no entorpecieran la salida.
“Ahí estábamos esperando a que pase. No vi que arrastrara personas, pero sí animales y cosas, como heladeras e, inclusive, el auto donde habíamos andado con ‘Tío Lito’. La Renoleta iba como un barco de papel en el agua”, relata.
Cuando el agua comenzó a bajar, se desconocía quiénes habían sido arrastrados por el aluvión. Se corría la voz de presuntos desaparecidos a medida que la gente salía del “bajo” hacia arriba (ya que el pueblo tiene un desnivel de hasta 40 grados desde el balneario hasta la plaza). Martínez dice que parecía “una lista de nunca acabar”. Después de que bajó el agua, fue el momento de la organización. El templo se transformó en centro improvisado de atención. Lo primero fue extraer el barro de la iglesia, que había ocupado hasta 1,50 metros. Los vecinos y el cura iniciaron la limpieza con palos y maderas.
“Es lo que permitió después que funcionara como refugio los primeros días”, para la atención de la salud, la organización de donaciones y para el acopio de agua y de mercadería, apunta el exsacerdote.
Se conformó un consejo de emergencia que funcionaba en la parroquia porque el resto de las instituciones estaban tapadas en lodo. Se reunían en la sacristía.
“Nos dividimos en pequeños grupos. Éramos tres; rescatamos cuatro cuerpos”, cuenta. Entre ellos, una pareja de ancianos que fueron encontrados junto a un árbol, con la casa destruida hasta los cimientos.
El problema fue encontrar un lugar para colocar los cuerpos, y se acondicionó un aula de la escuela que se salvó del agua, ubicada detrás de la iglesia. El hospital estaba inutilizable.
En los primeros dos días, recuperaron 17 cuerpos.
Luego, con la llegada de expertos y mediante rastrillajes, se encontró al resto de los fallecidos. Cuatro nunca aparecieron y algunos fueron hallados en la desembocadura del dique Pichanas, a 20 kilómetros. El pueblo había quedado aislado hasta que el Ejército construyó puentes aéreos.
“La gente andaba como zombi. ¡Era tal el impacto! Cuando se empezó a poner en boca lo que sucedió con las personas, con los desaparecidos, la gente entró en shock. Los veías deambular, era gente sin mucha conciencia, sumida en el dolor. Algunos perdieron a su familia completa”, detalla Martínez.
Colgar los hábitos
Después del desastre y las disputas políticas del momento por el manejo de la crisis a nivel provincial (gobierno de Eduardo Angeloz) y nacional (Carlos Menem), Martínez permaneció un año más en San Carlos Minas.
“Fue un año de mucho trabajo y de estrés a nivel político; con Angeloz era prácticamente una guerra y uno quedó al medio. Nunca tuve ideología partidaria ni la quiero tener, simplemente en el momento de emergencia uno tuvo que actuar con los recursos que tenía”, dice Martínez.
Entonces, decidió viajar a Colombia, donde permaneció siete meses. Al regreso, en 1994, dejó los hábitos, pero años después pidió la reincorporación al ministerio eclesiástico. El trámite duró varios años y en 2012 ingresó en la diócesis de Deán Funes. En 2016 abandonó definitivamente el sacerdocio.
Hoy, desde hace más de dos años está en pareja, dirige la Fundación Corazón de Rosa (lleva el nombre de su madre), que brinda ayuda y acompañamiento a familias en situación vulnerable y colabora con una cooperativa de reciclaje en Cruz del Eje.
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Fuente:
Mariana Otero, Las campanas de la iglesia que alertaron del aluvión a los pobladores, 6 enero 2022, La Voz del Interior.
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