La
periodista Laura Villadiego presenta el libro "Los monocultivos
que conquistaron el mundo" (Akal) en la tienda de Oxfam-Valencia.
por
Enric Llopis
“La
diversidad de los cultivos en los campos de los agricultores ha
disminuido y las amenazas están aumentando”, concluye la FAO; y
subraya que, de las 6.000 especies de plantas cultivadas para la
obtención de alimentos, no alcanzan a 200 las que contribuyen -de
manera importante- a la producción alimentaria mundial; asimismo el
24 % de las cerca de 4.000 especies silvestres alimentarias (plantas,
peces y mamíferos) se están reduciendo, según el documento El
estado de la biodiversidad para la alimentación y la agricultura en
el mundo (2019).
El
organismo de Naciones Unidas también informa de que 820 millones de
personas sufren hambre y malnutrición en el planeta, mientras que
2.000 millones padecen inseguridad alimentaria (cerca del 14 % de los
alimentos se pierden después de la cosecha hasta que llegan al
comercio minorista). “El problema del hambre no tiene que ver con
la producción, sino con la distribución y el acceso a los
alimentos”, apunta la periodista Nazaret Castro, autora de La
dictadura de los supermercados (Akal, 2017).
Otro
punto significativo es la acción de los mercados sobre las
denominadas commodities: “Mediante sus actividades de trading los
bancos son los principales especuladores en los mercados de
contratación directa y a término de materias primas y productos
agrícolas”, escribió el investigador Eric Toussaint (CADTM,
2014). También el relator de Naciones Unidas sobre el derecho a la
alimentación en 2010, Olivier de Schutter, atribuyó en buena medida
el incremento y la volatilidad de los precios de los alimentos
durante la crisis mundial de 2007-2008 a “la aparición de una
burbuja especulativa”; en concreto, a “la entrada de grandes y
poderosos fondos de cobertura, fondos de pensiones y bancos de
inversiones en el mercado de derivados financieros basados en
productos alimentarios”.
A
algunos de estos aspectos se hizo referencia durante la presentación,
en la tienda de Oxfam Intermón en Valencia, de Los monocultivos que
conquistaron el mundo. Impactos socioambientales de la caña de
azúcar, la soja y la palma aceitera (Akal, 2019); en el acto
participó la periodista Laura Villadiego, coautora del libro junto a
las también periodistas Nazaret Castro y Aurora Moreno; el ensayo es
resultado de una investigación de siete años.
Las
tres investigadoras forman parte de Carro de combate, colectivo
surgido en 2012 y que ha publicado libros como Amarga dulzura, una
historia sobre el origen del azúcar (2013); Carro de combate.
Consumir es un acto político (2014) o la Agenda 2020 de consumo
responsable; en el último Informe de combate analizan el incremento
acelerado de la demanda de aguacate -por ejemplo en Estados Unidos se
triplicó durante el periodo 2010-2017-, en parte al promocionarse
como un “superalimento con cualidades nutricionales supuestamente
excepcionales”; el informe detalla los impactos socioambientales
del monocultivo de este fruto, por ejemplo en la provincia chilena de
Petorca (desvío de ríos, y pozos ilegales).
Brasil
es el principal productor (y también exportador) mundial de caña de
azúcar (que representa cerca del 86 % de los cultivos de azúcar),
seguido de India; son los dos grandes productores del planeta; además
de azúcar, y etanol para el uso como combustible, permite generar
electricidad (con el excedente de bagazo), tejidos o los denominados
bioplásticos; requiere un uso intensivo de agua (OCDE/FAO, 2019), y
“es probablemente el cultivo que ha supuesto una mayor pérdida de
biodiversidad en el mundo, debido a las inmensas plantaciones”,
afirman las autoras de Los monocultivos que conquistaron el mundo
(en noviembre de 2019 el presidente brasileño, Jair Bolsonaro,
revocó mediante decreto la Zonificación Agroecológica de la Caña
de Azúcar, lo que reduce la protección ambiental para la producción
e incrementa los riesgos sobre el Amazonas, el Gran Pantanal, en el
estado de Matto Grosso del Sur, y las áreas protegidas de la sabana
de El Cerrado, denunció WWF).
En
Guatemala, el negocio azucarero se reparte -en forma de oligopolio-
entre 12 grandes ingenios y siete familias, un cartel presuntamente
relacionado, asimismo, con prácticas de evasión fiscal
(investigación de El Faro y eldiario.es, abril 2017). Sobre
Tailandia -tercer productor mundial de caña y segundo exportador
mundial de azúcar-, diferentes medios difundieron en febrero de 2019
un reportaje del corresponsal de la Agencia Efe, Noel Caballero,
titulado “Polución y diabetes por la adicción de Tailandia al
azúcar”; las fuentes médicas consultadas en el artículo cifraban
en cerca de 200.000 los nuevos casos de diabetes anuales en
Tailandia, mientras “la quema de los cañaverales ahoga al país”.
El
ensayo publicado por Akal dedica un capítulo a lo que Aurora Moreno,
Nazaret Castro y Laura Villadiego califican como “el nuevo oro
rojo”. Indonesia y Malasia son los dos principales proveedores de
aceite de Palma (OCDE/FAO, 2019), de manera que cerca del 85 % de la
producción mundial -que aumentó desde 15,2 millones de toneladas en
1995 a 62,6 millones en 2015 (European Palm Oil Alliance)- se
concentra en ambos países. En septiembre de 2018, activistas de
Greenpeace ocuparon una refinería que procesa aceite de palma en la
isla indonesia de Sulawesi, perteneciente a Wilmar International;
señalaron a esta compañía como la principal distribuidora de
aceite de palma del planeta, y “proveedora de marcas como Colgate,
Mondelez, Nestlé y Unilever”.
Una
semana antes de la acción, Greenpeace denunció en un informe (La
cuenta atrás. Ahora o nunca: es la hora de reformar la industria del
aceite de palma) que 25 empresas productoras deforestaron 130.000
hectáreas de bosque tropical, desde finales de 2015, en Papúa Nueva
Guinea y Papúa indonesia; la investigación añadía que una docena
de grandes marcas, como General Mills, Hershey, Kellogg’s, Kraft
Heinz, L’Oreal o PepsiCo, “se han abastecido de al menos 20 de
estos productores”. Ejemplo de los efectos que tiene la destrucción
del hábitat por la industria es, según los ecologistas, la
eliminación en 16 años de la mitad de la población de orangutanes
en la isla de Borneo. El texto de las tres periodistas se hace eco
del informe, y amplía el foco a otros países.
Por
ejemplo Colombia, donde destacan que las plantaciones más extensas
de palma se ubican en zonas que han sufrido especialmente la
violencia paramilitar, como Magdalena Medio, Nariño, Chocó o Montes
de María; Colombia es líder de América Latina en producción de
aceite de palma, y pasó de 158.000 hectáreas sembradas en 2000 a
517.000 en 2017 (SISPA-Fedepalma); algunas consecuencias de los
macroproyectos fueron “la pérdida de biodiversidad, la
contaminación de las aguas y la desaparición de modos de vida
tradicionales”, apuntan Laura Villadiego, Nazaret Castro y Aurora
Moreno.
También
abordan la expansión de este monocultivo en África; en septiembre
de 2019, la Alianza contra las Plantaciones Industriales en África
Occidental y Central contabilizaba 49 concesiones para grandes
plantaciones de palma aceitera en 2.740.000 hectáreas, ubicadas
principalmente en Liberia, Congo-Brazzaville, Sierra Leona, Nigeria,
Camerún, la República Democrática del Congo, Gabón y Costa de
Marfil; las tres multinacionales con más superficie concesionada son
SOCFIN, de Luxemburgo; Wilmar y Olam, las dos de Singapur. La “fuerte
resistencia” de las comunidades contra el acaparamiento de tierras
fue uno de los factores más importantes para frenar, en los últimos
cinco años, el avance de las macroplantaciones, explica el informe
de la Alianza.
Brasil
y Estados Unidos son los dos mayores productores y exportadores de
soja del planeta, y China el principal importador (OCDE/FAO, 2019).
Por otra parte, Argentina es el primer exportador mundial de harina
de soja. El Servicio Internacional para la Adquisición de
Aplicaciones Agro-biotecnológicas (ISAAA) señala, en el informe de
2019 (con datos del año anterior), que desde 1996 la superficie de
cultivos genéticamente modificados aumentó en 113 veces; los cinco
mayores países en siembra de cultivos transgénicos -Estados Unidos,
Brasil, Argentina, Canadá e India- concentran el 91 % del área
total mundial (en cultivos de estas características, de los que la
mitad corresponde a la soja, seguido del maíz y el algodón).
La
organización GRAIN, de apoyo a los pequeños campesinos y la
biodiversidad alimentaria, caracterizó a ISAAA como “agente de
propaganda de las grandes corporaciones biotecnológicas”, y
respondió al informe anual de esta entidad, en 2017, con una
veintena de argumentos. Entre otros, que la imposición de la soja
transgénica significó “la creación de un desierto verde de más
de 54 millones de hectáreas en Brasil, Argentina, Paraguay y el sur
de Bolivia. Asimismo, con la adopción de la soja genéticamente
modificada, el uso en América Latina del glifosato (herbicida que
comercializó por primera vez la multinacional Monsanto en los años
70 del siglo XX) “creció a más de 550 millones de litros anuales,
con dramáticas consecuencias sanitarias en todos los territorios”
(la OMS calificó en 2015 este agroquímico como “probablemente
cancerígeno para los seres humanos”).
Otro
punto es la construcción de un oligopolio empresarial. La directora
para América Latina del grupo ETC por la diversidad cultural y
ecológica, Silvia Ribeiro, destaca que cuatro corporaciones
controlan las semillas transgénicas a escala global: Bayer (que
adquirió Monsanto), ChemChina-Syngenta, la estadounidense Corteva
Agriscience (fusión de las empresas Dow y DuPont) y BASF; así como
el 75 % de los agrotóxicos (“México, la devastación transgénica
y la resistencia”, en desInformémonos, agosto 2019). “Los
pueblos indígenas son los grandes perdedores del modelo sojero”,
rematan las investigadoras de Carro de Combate. Por ejemplo el pueblo
guaraní, en Paraguay, al que pertenecen “la mayor parte de los
desaparecidos, ejecutados y cientos de miles de desplazados por el
avance de este monocultivo”.
Fuente:
Enric Llopis, “Los pueblos indígenas son los grandes perdedores del modelo sojero”, 6 marzo 2020, Rebelión.
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