por
Leandro Vesco
Para
llegar a La Chiquita, una aldea marítima al sur de la provincia de
Buenos Aires de apenas cuatro habitantes estables, sostenida por
médanos vivos que amenaza con devorar las pocas casas que se le
animan a la soledad, hay que cruzar salitrales, campos secos y
caminos polvorientos donde es común ver avestruces, zorros, garzas
brujas y caranchos. La desolación es total. Las aguas del río
Colorado riegan a través de canales estas tierras secas y
salitrosas. El camino hasta llegar al mar se extiende 70 kilómetros,
el viaje es cansador, los caminos están en buen estado, pero sin la
ayuda de un baqueano, las chances de alcanzar al pequeño poblado
disminuyen. "Para conocer el paraíso, primero hay que conocer
el polvo", dice Alcides Stach, uno de los pioneros en construir
allí una casa.
"Es
una gran responsabilidad encender y apagar la luz de todo un pueblo",
cuenta el empleado municipal Raúl Stip, de 54 años, quien tiene ese
trabajo todos los días. También es el encargado de potabilizar el
agua que llega desde un molino a 9 kilómetros. La Chiquita no tiene
servicio de electricidad, el último poste queda a 24 km. Las pocas
casas, no más de 20, que forman esta localidad mínima, se abastecen
con energía solar, la mayoría por generador. "Tenemos ocho
focos en el pueblo, son a balastro, queremos cambiarlos a Led",
afirma Raúl. Vive con su esposa, Marcela García, en una casita
prefabricada rodeada de flores que cuida con esmero. "El
problema está ahí", otea y fija su mirada en el cordón de
médanos que está a pocos metros de la casa. "Están vivos,
avanzan", afirma.
La
Chiquita está en el kilómetro 780 de la ruta nacional 3, la columna
vertebral de asfalto que une a la Patagonia con el norte del país,
en el Partido de Villarino. Nació por el deseo de un grupo de
soñadores, vecinos de las localidades de Hilario Ascasubi y Mayor
Buratovich, con Jorge Etchecopar a la cabeza, de poder tener una
salida al mar. "Querían verlo y disfrutarlo", acota
Alcides. En 1980 comenzaron las gestiones con el dueño de una
estancia cuyas tierras incluían a la futura aldea marítima. El
arreglo fue que el estanciero cedía 129 hectáreas de costa con la
condición de que este camino que se abría tenía que estar
alambrado y que en el futuro pueblo, debían forestar y ofrecer
servicios. "Tuvieron que vender leña para poder comprar
alambre", cuenta Carina Rabanedo, esposa de Andrés, también
pionera. Fue una odisea, la de cortar camino en esa tierra curtida y
dura. "Tardaron dos años en llegar al mar", afirma.
En
1995, uno de los que sentía el llamado de las olas, Oscar González,
se animó y construyó la primera casa. Si hoy es un lugar agreste,
en aquellos años debió domar los médanos y la incansable presencia
del viento. "Durante muchos años, él fue el único habitante",
afirma Alcides. Pasaron los años, y La Chiquita no ha cambiado
mucho. La Sociedad de Fomento, que fue la responsable de llevar
adelante el camino, hoy continúa siendo quien se encarga de los
proyectos para mejorar la calidad de vida de una villa -así es como
la llaman- que está en formación. "Lo que más necesitamos es
la luz", resume Carina. "El gobierno de María Eugenia
Vidal se había interesado en el proyecto de poner un parque solar,
ahora no sabemos qué va a pasar", se resigna.
"Somos
los protectores de la playa", afirma Raúl. Las ocho lámparas
del pueblo dependen del trabajo de él. Se encienden a las 20 y a las
24 se apagan. Luego, las estrellas son la luz que iluminan las
huellas. El generador, una vieja máquina que está dentro de una
casilla, se cuida como oro. "Solamente yo lo toco", aclara.
Gasta casi tres litros de gas oil por hora. Cada quince días el
delegado municipal de Hilario Ascasubi (La Chiquita depende de esta
localidad) le trae combustible.
La
pareja vive al lado del camping, que se formó en los primeros años
para poder darles a los visitantes un lugar donde pernoctar. "Yo
acá no tengo horarios", cuenta Raúl. Además de ser quien
prende el generador también es el encargado de la planta
potabilizadora. "Hago agua potable", expresa con orgullo.
Recién en 2013 llegó la planta. En La Chiquita las casas tienen
agua de red clorada. Para buscar potable, tienen que ir hasta la
planta y llenar bidones.
"Dependemos
del viento", aclara Raúl, al referirse al molino que abastece
de agua. "La cuidamos como si fuera un tesoro -afirma- a todos
los que vienen al camping, les decimos, es una ducha por día".
Primero llena un tanque de 50.000 litros para tener como reserva y
luego envía a la red agua clorada, que no es para consumo humano,
pero si sirve para la higiene y la cocina.
"La
vida acá es impagable, tener el mar tan cerca, ver cómo cambia de
color, terminás teniendo una relación familiar", confiesa
Marcela. Una vez por semana van para Hilario Ascasubi para buscar
provisiones. "Acá tenemos hurones, liebres, zorros, peludos y
víboras", enumera. "A veces vienen cazadores, hacemos lo
posible para que no maten a las perdices coloradas. En el camping
prohíbo gomeras y aires comprimidos", destaca Raúl. Muchas
veces vienen niños de las escuelas del campo, el Distrito de
Villarino es uno de los más grandes de la provincia. "Muchos
niños nunca han visto el mar, se enloquecen cuando lo ven",
cuenta Marcela. "Recuerdo uno, que me dijo asombrado: ¡tanta
agua junta!", recuerda emocionada.
Durante
el día las actividades se centran en el mantenimiento del generador,
la planta potabilizadora y regar las plantas. Los tamariscos tratan
de detener los médanos vivos, pero no son suficientes. Marcela ha
logrado hacer un jardín encantador. Tiene salicornias y gasañas,
muy coloridas. Dentro de su casa existe un elemento tan importante
como el agua: el único teléfono fijo de La Chiquita y de muchos
kilómetros a la redonda. "Nos llaman para ver cómo está el
camino y el clima", cuenta Raúl. El camino para llegar se
vuelve inestable cuando llueve. Tienen además una pequeña central
meteorológica, que les provee de datos imprescindibles para los
pescadores que se embarcan. "Siempre me hago tiempo para caminar
por la orilla del mar, te carga energía", se sincera Marcela.
En el pequeño poblado no hay señal telefónica. Hace poco en el
camping comenzaron a recibir Internet por medio de una antena de
Arsat. Es una señal libre que tiene cien metros de alcance.
Vivir
en un lugar tan agreste supone condicionamientos. Raúl y Marcela,
tienen una pantalla solar que les permite tener y almacenar
electricidad, pero la heladera es a gas. Cada diez días deben buscar
una garrafa, tiene un costo de $400. Los cuatro habitantes estables
se ven todos los días. Uno de ellos, Alejandro Egea, es
discapacitado y tiene una proveeduría abierta durante todo el año,
también ofrece un servicio de pesca embarcada en una embarcación
modificada. Luego está Claudio Manzi, quien también se embarca y da
hospedaje. Los pescadores son personas de una naturaleza solitaria y
durante los fines de semana se acercan hasta estas costas.
La
Chiquita tiene 20 kilómetros de playa, solitaria, sin presencia
humana. "En la Luna tiene que haber más pisadas de hombres que
acá", advierte Carina. "Los atardeceres parecen salidos de
un sueño", agrega Alcides. Ellos tienen dos casas una alquilan,
la otra la usan para disfrutar de este paraíso desolado. "Hace
unos días llegó un pingüino emperador mientras caminábamos por la
playa", cuenta. Ambos forman parte de la Comisión de Fomento y
tienen dos sueños: poder frenar a los médanos y tener luz
eléctrica. "Ahora el sol nos la provee pero la inversión
inicial es inmensa, pusimos cuatro paneles fotovoltaicos que nos
demandaron $80.000", asegura Alcides, aunque defiende su
decisión: "Tenemos la playa más solitaria de la provincia para
nosotros".
Cuando
cae el sol en este confín inexplorado bonaerense, una luz se ve al
norte, es el solitario faro Rincón, en la isla Verde, donde tres
torreros conviven con sus sombras. En La Chiquita, el rugido de las
olas es abrumador, la marea cambia y con ella, baja la temperatura.
Raúl sale de su casa y a paso lento se dirige a la casilla donde
descansa el generador. Es el dueño de la luz. A las 20 en punto lo
enciende. La máquina lo obedece pero primero tose, gotea algo de
aceite, vibra y lanza algunas explosiones. "Acá disfrutamos
cuando se apaga el motor, sentís que podes agarrar las estrellas con
las manos", concluye Marcela.
Fuente:
Leandro Vesco, La solitaria aldea marítima de cuatro habitantes amenazada por el avance de los médanos, 29 noviembre 2019, La Nación. Consultado 9 marzo 2020.
No hay comentarios:
Publicar un comentario