La
alerta por contaminación en Nueva Delhi pone de relieve la
desigualdad entre los 20 millones de afectados. Los más pudientes
tienen purificadores de aire y mejores máscaras.
por
Ángel Martínez
“Después
de tres días obligados a estar en casa, sientes que estás en una
cárcel. Es un infierno para un niño pequeño”, cuenta Poojita
Shekhar Singh, tras dejar a su hijo de tres años en una escuela de
Noida, distrito a las afueras de Nueva Delhi. Aunque pertenece a otro
Estado, este barrio industrial también quedó paralizado por la nube tóxica que se cernió sobre la capital de India el pasado fin de
semana, obligando a millones de personas a encerrarse a cal y canto
para evitar respirar el aire del exterior.
“Delhi
se ha convertido en una cámara de gas, [...]debemos protegernos”,
tuiteó el propio alcalde de la ciudad, Arvind Kejriwal, el viernes 1
de noviembre. Dos días después, la concentración de partículas
finas (PM2,5), dañinas para los pulmones, alcanzaba los 600
microgramos por metro cúbico, multiplicando por 24 el nivel
recomendado por la Organización Mundial de la Salud. Para mitigar
una emergencia de salud pública que pone en riesgo a unos 20
millones de habitantes, las autoridades repartieron cinco millones de
mascarillas, desviaron decenas de vuelos, limitaron aún más la
circulación de vehículos y paralizaron las actividades industriales
con combustibles y la construcción. Los expertos, sin embargo,
critican la falta de ejecución de unas medidas que nunca acaban de
cumplirse.
En
los hogares, las familias también procuraron aislarse de la nube
tóxica, pero las barreras al aire dependen mucho del nivel
adquisitivo. “Tenemos purificadores en todas las habitaciones y
llevamos a Dushyant a un colegio caro que también tiene. Pero no
todo el mundo se puede permitir ese lujo. La mayoría de niños
respiran aire tóxico casi las 24 horas del día”, dice Shekhar
Singh, apuntando a Nueva Delhi, clareada ya por el viento bajo de los
últimos días, aunque una sombra parduzca aún delinea edificios y
templos.
El
aire es algo más ligero, pero parece transportar sábulo, una arena
gruesa, a primera hora de la mañana, cuando Mona entra a trabajar.
“No tenemos purificadores en casa ni usamos ningún remedio
especial por estas fechas. Hay otros problemas que atender”, dice
esta empleada del hogar, que asegura que no necesita protección
contra el humo tóxico a pesar de que su padre murió de asma hace
unas semanas. Sus escasos 125 euros mensuales trabajando en tres
domicilios no son suficientes para costear un purificador de aire,
algo más caro que los ingresos que suma con su marido: 250 euros al
mes. “Pero mis hijos sí usan máscaras desde hace dos años. Se
las regala una trabajadora social. Ellos las usan una semana, luego
juegan con ellas y las acaban perdiendo”.
“Lo
más efectivo son los purificadores y, si hay que salir de casa, la
máscara Vogmask N-99, que además dura tres meses, pero entiendo que
no son asequibles. En último caso, las N-95”, explica el
solicitado pediatra Nitin Verma, que lleva atendiendo pacientes en su
clínica de Nueva Delhi desde hace 30 años. No solo la gama más
alta de mascarillas está fuera del alcance de la mayor parte de la
población de la capital. Si la mejor cuesta más de 38 euros, la más
barata se puede encontrar por 1,5 euros; pero apenas es efectiva
durante una semana. Así eran las que repartieron las autoridades al
comienzo de la crisis entre la población más vulnerable. “La
gente tiene que usar algún modelo”, dice el doctor Verma, “el
peligro no es solo para la salud de ancianos y niños, los fetos de
menos de tres meses también tienen riesgo de malformaciones”.
“El
fin de semana ha sido agotador. Hubo unos 200 ingresos por
infecciones respiratorias y hemos atendido a más de 50 pacientes
diarios con dificultades para inhalar”, cuenta también entre toses
Zara Hasim, médico de urgencias del Hospital Apollo, en el corazón
de Nueva Delhi, donde se administró oxígeno, hidrocortisona y
diferentes nebulizadores sin parar a ancianos y, sobre todo, a
menores. “En estas condiciones, solo las mejores máscaras protegen
algo. La única solución es no salir de casa”, resume Zara.
Pero
ni en casa están a salvo algunos residentes de la capital. No lejos
del hospital, centenares de familias viven en chamizos a orillas del
río Yamuna, inerte por los vertidos que lo contaminan. Como ellas,
ajenas a las medidas contra la polución y sin recursos para
protegerse, otras 350.000 familias habitan 750 barrios de chabolas de
la capital, según el Gobierno. Cerca de dos millones de personas
expuestas por completo al aire tóxico de la ciudad cada invierno.
[…] “Ya no uso la mascarilla porque no hay necesidad y se ríen
de mí”, dice Ankit, que se la acaba poniendo a regañadientes tras
hablar con este periodista. Como él, centenares de infantes
abandonan las aulas del colegio cercano al río fétido con sus
máscaras en las mochilas el primer día de clases después del grave
episodio de contaminación.
La
paralización de los trabajos de construcción decretada por el
Tribunal Supremo durará unos días más, hasta mediados de noviembre
(el polvo de las obras es uno de los grandes contaminantes, junto a
las emisiones del transporte y la quema de deshechos agrícolas). “La
mayoría de los obreros entienden las medidas, pero dicen que siempre
salen perdiendo ellos”, explica Priyanka Yadav, arquitecta. Sin
trabajo desde que se anunció el veto, muchos aprovechan estas fechas
para visitar a sus familias en sus lugares de nacimiento. El Tribunal
Verde Nacional, encargado de velar por los temas medioambientales,
sugirió el pasado martes añadir un estipendio para indemnizar a los
empleados de la construcción por las pérdidas de estos días. Pero
los obreros prefieren trabajar a escondidas ya que el jornal
propuesto equivaldría a su salario oficial y no compensaría las
horas extras diarias, pagadas en negro, que trabajan.
Los
únicos que siguen con meticulosa obediencia la recomendación de
usar mascarillas son los funcionarios y las fuerzas de seguridad de
Nueva Delhi. Entre ellos, 5.000 grupos de voluntarios desplegados por
la ciudad para concienciar sobre el veto a la circulación de
vehículos con matrículas acabadas en números pares o impares en
días alternativos. En un cruce cercano al metro Chhattapur, al sur
de la capital, el grupo liderado por Saurabh Shrivastava frena a un
coche para informar al conductor de que hoy los impares pueden ser
multados con 50 euros. “Conducía una mujer”, se excusa Saurabh,
echándose a un lado -la norma excluye a ancianos y mujeres, para que
no viajen en el inseguro transporte público-. Minutos más tarde,
sin embargo, detiene a otro utilitario con matrícula acabada en
nueve, pero también le deja seguir tras una breve amonestación
verbal. “Era una emergencia”, justifica de nuevo.
En
Pekín el aire se limpia a golpe de decreto
Macarena
Vidal Lyi, Pekín
Vender
purificadores en China ya no es el negocio que era. En 2018 los
aparatos para limpiar el aire generaron un 28% menos de ingresos que
en 2017. Este año, la caída será, según calcula la Asociación
para la Protección del Medioambiente en Shanghái, de otro 10%. La
“culpa”, los cielos notablemente más azules.
Empieza
a quedar lejos la pesadilla del invierno de 2013, cuando la
contaminación por partículas finas PM2,5 pulverizó todos los
récords: una concentración de 973 microgramos por metro cuadrado.
Casi 40 veces los límites que la OMS considera aceptables para la
salud. Las imágenes de un Pekín convertido en escenario
involuntario de Blade Runner en lo que se apodó el “Airpocalipsis”
dieron la vuelta al mundo: peatones enmascarillados y edificios
tragados por lo que los medios estatales definían eufemísticamente
como “niebla”.
Los
estudios sobre los efectos de aquella contaminación casi masticable
se multiplicaron, denunciando los costes para la salud y la economía:
un millón de vidas anuales en enfermedades respiratorias y pérdidas
de 35.000 millones de dólares (unos 32.000 millones de euros), según
la Universidad China de Hong Kong. Antes de ser tajantemente
censurado, el documental Bajo la cúpula puso en evidencia ante 200
millones de internautas las consecuencias de la desidia
medioambiental.
La
mala imagen frente al mundo hizo que el Gobierno, que hasta entonces
se había puesto de perfil, diera un puñetazo sobre la mesa. En
2014, el primer ministro, Li Keqiang, declaraba “la guerra a la
contaminación”. Las órdenes de hacer algo, lo que fuera, llegaban
de lo más alto, incluido el presidente, Xi Jinping.
Y
como cada vez que se recibe una orden de las más altas esferas,
llegó un aluvión de medidas a todos los niveles, nacional,
provincial y local. El mismo 2013, el Plan para el Control y la
Prevención de la Polución reconocía el carbón como elemento
contaminante y proponía abandonarlo e incentivar las energías
“limpias”. Probablemente haya sido la medida más decisiva de
todas.
Cierres
de fábricas, nuevos estándares para los vehículos, draconianos
planes invernales para las calefacciones... Todo reforzado con una
fuerte subida de multas y de las inspecciones para asegurar el
cumplimiento.
Algunas
medidas fueron de dudosa utilidad, como la prohibición en la capital
de encender barbacoas en las calles: el antaño ubicuo olor a pincho
de cordero de las callejuelas pekinesas ya solo se percibe en los
restaurantes especializados. Otras, como la sustitución de calderas
de carbón por gas natural, fueron obedecidas tan aceleradamente que
en algunos pueblos del extrarradio hicieron el cambio antes de que
llegara un suministro de gas suficiente. Los vecinos tuvieron que
recurrir a braseros de toda la vida para no morir de frío.
Uno
de los principios del pensamiento de Xi, consagrado en la
Constitución del Partido Comunista desde 2017, es la “civilización
ecológica”. Y las consignas impuestas han comenzado a dar
resultados: en 2018, China vivía su año menos contaminado en
tiempos recientes y 20 ciudades más que el año anterior cumplían
los estándares nacionales de limpieza del aire.
Pero
es un avance lento, con dos pasos adelante y uno atrás. La polución
en la provincia de Hebei (una estrella de las mejoras) aumentó este
año. Ni Pekín tiene los cielos azules garantizados: en el desfile
del 1 de octubre, que conmemoraba el 70º aniversario de la República
Popular volvió a verse la antigua “niebla”.
Fuente:
Ángel Martínez, Nueva Delhi : vivir en una ciudad en la que se respira veneno, 10 noviembre 2019, El País. Consultado 13 noviembre 2019.
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