por
Adrian Mac Liman
La
reciente propuesta de Donald Trump de adquirir el territorio autónomo
de Groenlandia fue acogida con innegable sorpresa, cuando no, con
hilaridad por la prensa internacional. Sin embargo, el planteamiento
del multimillonario disfrazado de político era sumamente sencillo;
se limitaba a dos vocablos: “quiero” “compro”. Cuál no fue
su sorpresa al comprobar que el Gobierno de Dinamarca, responsable de
la defensa y política exterior de su antigua colonia -Groenlandia-
desestimaba la oferta. “Groenlandia no está en venta”,
contestaron las autoridades de Copenhague.
Visiblemente
molesto por la “irreverente respuesta” de los daneses, Trump
canceló su viaje oficial al minúsculo país europeo que osó
plantarle cara.
Huelga
decir que para el actual inquilino de la Casa Blanca el asunto no
está zanjado; a Norteamérica no se le humilla…
En
realidad, no se trata de una humillación: ya en 1945, el entonces
Presidente de los Estados Unidos, Harry Truman, planteó a los
daneses la compra el territorio árctico a cambio de cien millones de
dólares, pagaderos en lingotes de oro. La “poco interesante”
oferta fue descartada por el Gobierno de Copenhague.
Conviene
recordar que desde el inicio de la Segunda Guerra Mundial,
Groenlandia albergaba numerosas instalaciones militares
estadounidenses. Un acuerdo de cooperación estratégica bilateral
firmado en 1941 y renovado en la década de los 50 otorga a los
norteamericanos el derecho de construir 33 bases militares y
estaciones de radar en Groenlandia. Se trata de un convenio muy
ventajoso para el Pentágono, que contempla la gratuidad del uso de
las instalaciones militares. Sin embargo, esta cláusula no acaba de
convencer a las autoridades autonómicas de la isla, resentidas por
la decisión de Washington de rescindir, a partir de 2014, el
contrato de mantenimiento de la mayor base aérea de Groenlandia,
firmado con la empresa estatal de servicios.
La
Base Thule, situada a 1,500 kilómetros del Polo Norte, construida
por los norteamericanos en la década de 1940 y ampliada en los años
50, cuenta con una pista de aterrizaje de 3.000 metros de largo y
recibe anualmente alrededor de 2.600 vuelos militares y comerciales.
En su apogeo, a principio de la década de los 60, cuando su personal
ascendía a diez mil hombres, fue una de las instalaciones más
importantes, que albergaba bombarderos estratégicos estadounidenses.
Actualmente, Thule forma parte de la red de vigilancia electrónica
NORAD, un sistema de detección de posibles disparos de cohetes
intercontinentales rusos.
Las
relaciones estratégicas con Dinamarca fueron entorpecidas por un
grave incidente registrado en 2016, cuando a raíz del calentamiento
climático, la descongelación de la capa de hielo dejó al
descubierto la existencia de una base ultrasecreta, Camp Century,
construida entre 1959-1960, concebida para el lanzamiento de misiles
balísticos en caso de conflicto nuclear con Moscú.
Ubicada
a 200 kilómetros al este de la base de Thule, la estación
subterránea estaba dotada con un reactor nuclear y compuesta por una
amplia red de túneles subterráneos que formaban una pequeña ciudad
capaz de acoger a más de 200 personas. Al sureste de Camp Century se
hallaba una base más pequeña, Camp Fistclench, donde se analizaban
los combustibles atómicos.
Un
informe confidencial del Ejército de los Estados Unidos, hecho
público cuatro años después del incidente de Camp Century,
señalaba que el movimiento de las capas de hielo afectó la
seguridad de los depósitos subterráneos de armas nucleares,
retiradas precipitadamente por el personal militar. El Pentágono
renunció definitivamente al proyecto a partir de 1964. En 1967, Camp
Century fue desmantelado. Sin embargo, en las capas profundas de
hielo árctico permanecieron los desechos nucleares procedentes de
los experimentos de laboratorio, alrededor de 200.000 litros de
combustible, así como una cantidad impresionante de aguas
residuales; un enorme vertedero de desechos químicos y nucleares.
Existe un gran peligro de contaminación, ya que los residuos de
uranio y plutonio comienzan a emerger con el constante derretimiento
de la capa de hielo que cubre las abandonadas instalaciones de Camp
Century.
Los
daneses tampoco parecer dispuestos a olvidar el aparatoso incidente
del 21 de enero de 1968, cuando un bombardero B-52 que transportaba 4
bombas de hidrogeno se estrelló a once kilómetros de la base de
Thule. El impacto provocó la explosión de 132.500 litros de
combustible, dañó la protección de los artefactos nucleares y
expulsó en el atmosfera fragmentos de plutonio, uranio y tritio. Los
restos de las bombas y la carcasa del avión ardieron durante 20
minutos, contaminando un área entre 300-600 kilómetros cuadrados.
Más
de 700 militares intervinieron en la limpieza del área; la
operación tuvo un coste de 9,4 millones de dólares. Los equipos
trabajaron durante dos meses, transportando 10.500 toneladas de
nieve, hielo y escombros contaminados al cementerio nuclear de Oak
Ridge.
Pero
la pesadilla sigue. Los equipos de rescate no encontraron una bomba
termonuclear -la cuarta- que no explotó en 1968. En el verano de
2000, un submarino de la Marina de los Estados Unidos detectó en el
fondo del mar un objeto que se asemeja a esa bomba. Desde entonces,
en Dinamarca aparecieron docenas de trabajos sobre los efectos
nocivos de la contaminación atómica.
El
año pasado, Dinamarca y la provincia autónoma de Groenlandia
firmaron un acuerdo relativo a la limpieza del área donde se
hallaban las instalaciones militares abandonadas por el Ejército
norteamericano después de la Segunda Guerra Mundial, un operativo
evaluado en alrededor de 29 millones de dólares. Pero el protocolo
no alude a las instalaciones estadounidenses aún en funcionamiento.
Cabe
suponer que el interés de Donald Trump por Groenlandia, un
territorio del tamaño de Francia, poco tiene que ver con el carácter
meramente estratégico de la isla. De hecho, hasta la fecha las
inversiones estadounidenses en la isla han sido muy limitadas. Más
generosos han sido los competidores directos de Norteamérica. Nos ha
llamado la atención la presencia del capital chino. Las empresas del
gigante asiático comenzaron a invertir cantidades considerables de
dinero en los proyectos gubernamentales y privados en Groenlandia,
deseando establecer una cabeza de puente estratégica para la “vía
árctica” de la nueva Ruta de la Seda.
Se
habla cada vez más de las importantísimas de petróleo, gas
natural, diamantes, uranio, plomo, carbón, zinc, mineral de hierro o
cobre del territorio árctico. Pero hay más: se cree que la arena de
los glaciares derretidos podría ser el futuro sustento económico de
la isla, ya que este tipo de material es ideal para la construcción.
Se trata de un mercado estimado actualmente en cien mil millones de
dólares, pero cuyo valor podría quintuplicarse de aquí a finales
de siglo. Un buen negocio para los boyantes proyectos inmobiliarios
de la Trump Organization.
Fuente:
Adrian Mac Liman, Groenlandia: de vertedero nuclear a boyante negocio inmobiliario, 2 septiembre 2019, Periodistas en español. Consultado 3 septiembre 2019.
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