por
Agustín Piaz
Quema
de bosques y selvas, derrames de petróleo, derretimiento de hielos.
El futuro como distopía resuena cada vez con mayor intensidad pero
no es novedoso. Desde al menos tres décadas, hay una imagen que lo
sintetiza con potencia: centrales nucleares que fallan, causan miles
de muertes y producen impactos sociales y ambientales irreparables.
¿Por qué se asocia esta tecnología al riesgo? ¿Es viable
desarrollarla hoy en el país? ¿Quiénes y por qué la critican?
Agustín Piaz analiza los avances, tensiones y reclamos en un campo
con más de sesenta años de trayectoria en el país.
“Chernobyl,
Chernobyl, Chernobyl” se escucha mientras suenan sirenas de alarma
en los segundos finales de Jiiji. Habían pasado cinco meses del
accidente nuclear más resonante de la historia cuando Patricio Rey y
sus Redonditos de Ricota lanzó Oktubre, el disco que contiene la
canción que dio origen al autodenominado “pogo más grande del
mundo”. A pocos kilómetros de la ciudad ucraniana de Chernóbil
(por entonces parte de la Unión de Repúblicas Socialistas
Soviéticas), el 26 de abril de 1986 hubo una explosión en el núcleo
del reactor de la central nuclear Vladímir Ilich Lenin. De acuerdo
con el Comité Científico de las Naciones Unidas que estudia los
Efectos de la Radiación Atómica, la emisión de radioactividad no
controlada al ambiente causó en pocas semanas la muerte de -al
menos- treinta trabajadores e impactó en la salud de más de un
centenar de colaboradores que prestaron servicios en las áreas
afectadas. El accidente también se ha relacionado con casos de
cáncer de tiroides en niños y adolescentes, así como con múltiples
impactos sociales, económicos y psicológicos, tales como la
evacuación de las áreas contaminadas, el cese de actividades
productivas, o situaciones de estrés postraumático.
Tres
décadas más tarde, la miniserie Chernobyl, producida y distribuida
por la señal de pago HBO, logró en cinco capítulos dar otra vez
visibilidad al accidente y re impulsar debates en la esfera pública
sobre el desarrollo y la implementación de la tecnología nuclear en
el mundo. Argentina no fue la excepción. Desde entonces múltiples
artículos, ensayos y entrevistas con representantes de sectores pro
y anti nucleares emergieron en la esfera pública intentando explicar
por qué no (y en mucha menor medida por qué sí) podríamos padecer
“un Chernóbil en Argentina”. Pero más allá de Chernóbil, ¿qué
discusiones sobre la tecnología nuclear hay hoy en un país que
cuenta con más de seis décadas de trayectoria en el sector?
La
producción de energía en Argentina depende en mayor medida de la
generación térmica (predominan el gas natural y el petróleo) y la
generación hidráulica. Según la Compañía Administradora del
Mercado Mayorista Eléctrico SA, CAMMESA, estas fuentes representaron
respectivamente en julio de 2019 el 64 % y 25 % de la energía
producida en el país. El sector nuclear aporta un 6 % y las fuentes
renovables como la eólica o solar generan el 5 % restante.
Los
sectores promotores del desarrollo nuclear -entre ellos, la Comisión Nacional de Energía Atómica- quieren dar un nuevo
impulso a la producción de nucleoelectricidad en el país.
Argumentan que se debe diversificar la matriz energética y reducir
la dependencia de hidrocarburos. Desde el ambientalismo también se
reclama la diversificación de la matriz, pero prima la opción por
energías consideradas renovables en detrimento de la nuclear. Estas
discusiones alcanzaron la esfera pública e incluso –aunque de
manera tangencial- la campaña electoral de los principales
candidatos presidenciales: mientras que sectores del oficialismo se
encolumnan tras la promoción de energías renovables (principalmente
vinculadas a la compra de tecnología extranjera llave en mano), en
las filas del Frente de Todos se contempla re-impulsar el apoyo al
sector nuclear.
Argentina
es uno de los líderes regionales, junto con Brasil y México, en
materia de desarrollo e implementación de esta tecnología. Tiene
tres centrales nucleares de potencia, tres centros de investigación
y desarrollo en materia nuclear, y múltiples instalaciones que
forman parte del proceso productivo de la nucleoelectricidad. Toda la
actividad del sector se realiza bajo la órbita de la Comisión
Nacional de Energía Atómica (CNEA) y de la Autoridad Regulatoria
Nuclear (ARN). A pesar de la desinversión y el estancamiento del
área, en la actualidad se está desarrollando un reactor de baja
potencia de diseño nacional y se prevé la construcción de nuevas
centrales. Históricamente, Argentina apostó por esta tecnología y
ha alcanzado un considerable know how en cuestiones vinculadas al
átomo. Por esto, se presenta como “un país nuclear”.
Tras
la desaceleración del sector durante la década del noventa, el
re-lanzamiento del Plan Nuclear Argentino en 2006 impulsó de nuevo
al desarrollo de esta tecnología. Pero, así como ha ocurrido en el
resto del mundo, en el país estas iniciativas enfrentaron múltiples
cuestionamientos. Distintas voces hicieron foco en el riesgo
ambiental y en los posibles impactos en la salud y el ambiente que
genera el proceso productivo de la nucleoelectricidad, y se opusieron
a los proyectos y actividades de extracción y purificación del
uranio (vinculadas con la minería a cielo abierto y el procesamiento
de este material), la producción de electricidad (es decir, la
operación de las centrales) y el manejo y la disposición de
residuos radiactivos.
***
Los
cuestionamientos a la producción de nucleoelectricidad se originaron
a mediados del siglo pasado y alcanzaron picos de visibilidad durante
los años setenta y ochenta. Coincidieron, por un lado, con la crisis
del petróleo, la expansión del sector nuclear en el mundo y el
accidente en la central de Three Mile Island en 1979, en Estados
Unidos; y con el accidente en la central de Chernóbil en 1986, por
otro.
A
comienzos del nuevo milenio la tecnología nuclear recuperó
protagonismo y emergió como una alternativa para la producción
energética y la mitigación del cambio climático porque, a
diferencia de la quema de combustibles, no contribuye con el efecto
invernadero. Pero el accidente en las centrales japonesas de
Fukushima Daiichi en 2011 reimpulsó el debate por la opción nuclear
y el riesgo ambiental que puede implicar.
Para
los sectores que promueven la tecnología nuclear, la producción de
nucleoelectricidad es “limpia, segura y barata”. Argumentan que,
en términos probabilísticos, las chances de un accidente nuclear
son prácticamente nulas. Para los movimientos antinucleares, en
cambio, esta tecnología es “contaminante, riesgosa y cara”. Las
principales críticas tienen que ver con los impactos ambientales
atribuidos a la minería de uranio y, especialmente, al tratamiento y
disposición final de residuos radioactivos (que aún no cuentan con
una solución definitiva en ningún lugar del planeta). Sostienen que
“Chernobyl pasó, Fukushima pasó”. Y señalan que cuando piensan
a la tecnología nuclear como riesgosa no contemplan sólo la
actividad específica de producción de nucleoelectricidad, sino
también otras etapas de este proceso.
Entre
todos los argumentos y discusiones, la disputa central se establece
en torno al peligro ambiental. ¿Cómo se construyó la percepción
de la tecnología nuclear como altamente riesgosa? La literatura
especializada señala dos dimensiones. Primero, las características
particulares y distintivas propias de esta tecnología, como la
posibilidad de provocar accidentes catastróficos con consecuencias
irreversibles y por períodos de tiempo que se pueden extender hasta
los 240 mil años- es decir, la eternidad-. Luego, razones culturales
que se encuentran vinculadas a la historia del desarrollo nuclear y a
sus representaciones sociales (por ejemplo, las bombas atómicas,
imaginería de la devastación, el hongo nuclear tras la explosiones,
entre otras).
Como
se viene señalado en la literatura desde los años ochenta, la
cuestión de la aceptabilidad del riesgo (y los procesos de
construcción de una tecnología como riesgosa) resulta de
construcciones colectivas y de posicionamientos que confrontan. Visto
así, los conceptos que forman parte de la polémica pública por el
desarrollo nuclear están en permanente disputa. Por eso, se trata
menos de buscar acuerdos sobre las conceptualizaciones del riesgo
nuclear que de establecer si, como sociedad, estamos dispuestos a
aceptar o no los riesgos indisociables que conlleva su desarrollo e
implementación. La participación ciudadana es clave para alcanzar
consensos que puedan sostenerse en el tiempo.
***
En
Argentina la resistencia al desarrollo nuclear comenzó durante la
década del ochenta y adquirió visibilidad pública hacia finales de
1986, cuando vecinos de la localidad chubutense de Gastre impulsaron
una serie de protestas contra los proyectos de construcción de un
repositorio final de residuos radioactivos.
Durante
la década del noventa organizaciones ambientalistas y vecinos de las
zonas afectadas reclamaron por la remediación de pasivos ambientales
vinculados con la minería de uranio en provincias como Córdoba y
Mendoza. Y también hubo protestas en contra de proyectos de
re-activación de procesos extractivos en La Rioja, Río Negro y
Chubut. A principios de 2000 la Red Nacional de Acción Ecologista y
la ONG internacional Greenpeace cuestionaron el tratamiento de
residuos radiactivos en el Centro Atómico Ezeiza, el posible ingreso
al país de combustible gastado o -según actores resistentes-
desechos radiactivos, y la producción de dióxido de uranio en
Córdoba, llevada a cabo en un predio que hoy está próximo a un
barrio residencial.
En
los últimos años se discutió por la extensión de vida de la
central nuclear Embalse, por los avances en los proyectos de
construcción del CAREM (acrónimo de Central Argentina de Elementos
Modulares), por la localización de una Nueva Planta productora de
dióxido de Uranio (NPU) en Formosa, y por el emplazamiento de una
central de potencia en Río Negro. Este último proyecto adquirió
una notable visibilidad pública en 2017 e impulsó la decisión del
entonces gobernador Weretilneck de “no autorizar la construcción
de una central nuclear en el territorio provincial”. Y también
contribuyó con la reciente creación del Movimiento Antinuclear de
la República Argentina (MARA), una coalición de históricos –y
más recientes- actores vinculados al ambientalismo y la lucha
antinuclear con base territorial en diversos puntos del país.
La
tecnología nuclear ha sido una de las más cuestionadas y resistidas
en el mundo. Pero a pesar de su desarrollo y de las protestas de
magnitud, en el país la resistencia antinuclear no alcanzó la
visibilidad ni los niveles de participación pública que sí
tuvieron otras protestas contra emprendimientos
científico-tecnológicos asociados a potenciales impactos negativos
en el ambiente. A diferencia de las actividades mineras, la
instalación de industrias con potencial contaminante o el cultivo de
soja transgénica, el desarrollo nuclear no se asoció con procesos
extractivos, narrativas del saqueo o empresas representantes de
capitales e intereses extranjeros. Por el contrario, se vinculó con
procesos de desarrollo nacional de ciencia y tecnología, y se
configuró como una opción para avanzar hacia la soberanía
tecnológica y energética.
***
Argentina
trabaja en la construcción del reactor CAREM, un prototipo de 25 Mw
en la ciudad de Lima, a unos 100 km de la Ciudad Autónoma de Buenos
Aires, donde funcionan Atucha I y Atucha II. Es una de las grandes
apuestas de la CNEA para la producción de energía. En paralelo,
busca avanzar en los proyectos de construcción de al menos una nueva
central de potencia, resultante de los acuerdos -iniciados durante la
presidencia de Cristina Fernández de Kirchner y ratificados durante
el gobierno de Mauricio Macri- con la República de China.
El
modelo previsto para la potencial cuarta central nuclear del país
sería el Hualong One. Este reactor utiliza uranio enriquecido como
elemento combustible. Por esta novedad, las negociaciones generaron
múltiples críticas. Incluso hacia el interior del sector nuclear
hay quienes señalan que el país optó históricamente por reactores
que utilizan uranio natural, y que por lo tanto ha desarrollado know
how y capacidades específicas para fabricar el combustible nuclear y
operar este tipo de centrales. Según estas voces disidentes, un
cambio de tecnología no sólo obligaría a comprar uranio
enriquecido en el exterior, sino que apartaría al país de una larga
tradición basada en un posicionamiento considerado como
tecnopolítico: uranio natural y agua pesada para alcanzar la
autonomía tecnológica en materia nuclear y reducir la dependencia
de voluntades extranjeras.
Otros
cuestionamientos de los sectores que promueven esta tecnología
apuntan a las actuales políticas en materia nuclear. Éstas incluyen
reducciones presupuestarias (del orden de un 50 % en dólares,
acompañadas además de una menor participación en el Presupuesto
General Nacional), paralización de proyectos vinculados con la
producción de agua pesada, la construcción de la NPU y reducciones
en el salario real de los trabajadores, según un comunicado
publicado conjuntamente por el Institute for Global Security y el
Centro de Economía Política Argentina.
En
un escenario incierto para el sector nuclear argentino, los
movimientos antinucleares también reclaman ser escuchados. Entre
otras propuestas, sostienen que el país debería abandonar la
producción de núcleo-electricidad, una actividad riesgosa e
innecesaria. Argumentan, además, que empresas como INVAP o la misma
CNEA podrían impulsar y fortalecer investigaciones en estas áreas,
tal como lo comenzó a hacer el Comisariado para la Energía Atómica
y las Energías Alternativas de Francia. Y de igual forma exigen la
apertura de espacios institucionales (alternativos a las Audiencias
Públicas) para el diálogo y la participación ciudadana ante los
proyectos de construcción de nuevas centrales de potencia.
Semejantes decisiones deberían resultar de consensos colectivos. Más
aún cuando se trata de cuestiones vinculadas al átomo.
En
Argentina, las resistencias y los procesos de discusión por la
producción de núcleo-electricidad fueron en aumento desde los años
ochenta hasta la actualidad. Esas posiciones contrapuestas, que
conforman una polémica inherentemente política, ganaron espacios de
importancia en la esfera pública. Aunque esta dimensión antagónica
no debería ser entendida como un problema. Más bien, podría ser
considerada como una condición necesaria y fundamental para el
ejercicio de la democracia.
Agustín
Piaz
Doctor
en Ciencias Sociales
Agustín
Gabriel Piaz es Doctor en Ciencias Sociales por la Universidad de
Buenos Aires (UBA), Magíster en Sociología de la Cultura y el
Análisis Cultural y Licenciado en Comunicación Audiovisual por la
Universidad Nacional de San Martín (UNSAM). Es profesor adjunto de
la Escuela de Humanidades (EHU)-UNSAM en la Licenciatura en Estudios
de la Comunicación y la Licenciatura en Comunicación Audiovisual, y
de la Facultad de Arquitectura, Diseño y Urbanismo (UBA), en la
carrera de Diseño de Imagen y Sonido. Actualmente se desempeña como
investigador y becario posdoctoral (CONICET) en el Centro de Estudios
de Historia de la Ciencia y la Técnica José Babini (EHU-UNSAM).
Entre sus líneas de trabajo se destacan los estudios sobre
controversias y procesos discusión de la Ciencia y la Tecnología
que se desarrollan en la esfera pública, especialmente aquellos que
versan sobre acciones de resistencia a tecnologías vinculadas con la
producción de energía y la cuestión ambiental.
Sebastián
Angresano
Diseñador
Gráfico & Ilustrador
Sebastián
Angresano es Diseñador Gráfico recibido en la facultad de
Arquitectura Diseño y Urbanismo (FADU -UBA), donde ejerció durante
varios años como docente auxiliar en Diseño 2, cátedra Gabriele.
Actualmente es editor de arte en Anfibia. Rol que lo impulsa en su
crecimiento como diseñador y le permite conocer nuevas herramientas
y puntos de vista. Cofundador de Bico Estudio (Diseño y Comunicación
Visual).
Instagram
Fuente:
Agustín Piaz, Esta (no) es otra nota sobre Chernóbil, septiembre 2019, Revista Anfibia.
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