Viaje a los pueblos fumigados, de Fernando “Pino” Solanas. El director de La hora de los hornos pone su mirada sobre el modelo agroexportador que envenena la tierra y los alimentos.
por Ezequiel
Boetti
Pasan los años y
Fernando “Pino” Solanas sigue siendo uno de los pocos directores
interesados en radiografiar los problemas estructurales de la
Argentina casi en vivo y en directo, manteniendo la creencia de que
el cine aún tiene la potencia de modificar el estado de las cosas.
Didácticos y expositivos pero nunca pueriles, transparentes y
honestos en su punto de vista, sus documentales son despertadores que
persiguen el objetivo de visibilizar las consecuencias sociales de
situaciones que, ya sea por aval directo o lisa y llana omisión,
tienen al Estado como máximo responsable, llamando de paso a la
acción de la ciudadanía para combatirlas. Así ocurría con el
neoliberalismo en Memorias del saqueo (2003), el 2001 en La dignidad
de los nadies, el desguace crónico del sistema ferroviario en La
próxima estación y la explotación minera y petrolífera en las dos
Tierra sublevada y La guerra del fracking. Y así ocurre con la
contaminación de alimentos cultivados en grandes pools de siembra en
Viaje a los pueblos fumigados.
El mismo Solanas
reconoce el hilo que cose su obra de los últimos quince años. Al
comienzo del film, su clásica voz en off explica que en uno de esos
rodajes conoció a una mujer que hurgaba en los bosques salteños
desforestados para llevarse troncos que luego revendía. Aquel
desmonte era propulsado por la expansión del modelo agroexportador
que sostiene la Argentina desde hace unos cuantos siglos, y que en lo
que va del milenio le sumó la automatización y una peligrosa
tendencia al uso de semillas modificadas genéticamente para resistir
herbicidas. “Mirá, Pino: toda esta soja se sembró en menos de una
hora desde un celular”, dice un ex miembro de la Federación
Agraria de Santa Fe, mientras señala un mar de hojas verdes que se
prolonga hasta más allá del horizonte y que Solanas capta con uno
de sus habituales planos generales. Aquellas tierras solían tener
varios dueños que aunaban fuerzas para cultivar durazno; hoy forman
parte del núcleo duro del negocio del campo. Un negocio que, como se
sabe, genera más daños que dividendos, más concentración y
desocupados que derrame y empleo, pocos ganadores y muchos
perdedores.
De esa punta del
carretel tira Solanas para emprender un viaje que lo llevará de
Salta hasta Mar del Plata y de allí a Entre Ríos, Santa Fe,
Córdoba, Salta, Misiones, Chaco y el norte de la Provincia de Buenos
Aires, siempre con la cámara y el micrófono apuntando a esa
polifonía de voces que él llama “el pueblo”. Ese pueblo son los
desplazados por las topadoras y palas mecánicas, la mano de obra
barata que manipula herbicidas tóxicos sin protección, las docentes
de escuelas alrededor de campos envenenados por aviones que fumigan
durante los recreos, los grupos académicos que quieren investigar y
no los dejan e incluso cualquier hijo de vecino que pasa por una
verdulería. Solanas entrevista a diversos especialistas que
coinciden en el diagnóstico y alumbran posibles soluciones
centradas, como siempre en el director de Las horas de los hornos, en
el colectivismo en general y en la aplicación de sistemas de cultivo
a menor escala en particular. Qué tan viable es ese modelo en un
mundo que piensa el alimento como producto en lugar de como derecho
es un problema que el film soslaya, envolviendo las posibilidades de
revertir la situación con un papel celofán color utopía.
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Fuente:
Ezequiel Boetti, Memorias del saqueo sojero-agrotóxico, 04/05/18, Página/12. Consultado 05/05/18.
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