por
Leandro Vesco
"Me
siento protegido en la soledad", confiesa Pedro Meier, de 63
años, el único y último habitante de Quiñihual, un pueblo mínimo,
en la zona serrana del Distrito de Coronel Suárez, a 560 kilómetros
de la ciudad de Buenos Aires. No figura en los mapas. Tampoco lo
referencian carteles en la ruta. Atiende un viejo almacén de ramos
generales que tiene 130 años. "Veo por televisión todo lo que
está pasando, hay miedo en el campo, nadie quiere ir al pueblo",
dice.
"Los
caminos rurales están todos bloqueados y mucha gente no puede
salir", afirma. El almacén es el punto de encuentro de los
puesteros, monumento vivo de un tiempo que se resiste a ir. Todas las
tardes, al caer el día, era común que un pequeño grupo de no más
diez personas se juntaran. "Ahora, hay días que pasan una o
hasta dos personas", dice.
El
servicio que presta el almacén es insustituible. Muy bien
conservado, es el único lugar que tienen los solitarios que viven
allí para abastecerse. Pan, fideos, arroz, yerba, leche, alpargatas,
vino y caña son los elementos que se ven en las centenarias
estanterías. Su vecino más cercano está a cinco kilómetros. No se
ven como antes. "Sabemos que estamos cerca y que estamos bien,
pero no nos vemos", retrata esta nueva realidad.
Quiñihual
-se llama así por un antiguo cacique que moraba por la zona- llegó
a tener más de 500 habitantes en la segunda mitad del siglo XX. "El
ferrocarril nos daba vida, había bolseros que trabajaban todo el
día", recuerda Pedro. Los cereales eran embolsados manualmente.
Empleaba a mucha mano de obra. "A veces tenían que dormir al
aire libre, no alcanzaban las casas", afirma.
"En
1992, se cerró el ramal, y todo comenzó a desaparecer",
recuerda. Bolseros, tren y habitantes se fueron. "Duele que todo
se haya producido tan rápido", confiesa Pedro.
De
las casas de los habitantes queda poco y nada. La soja se lo llevó
todo. Hasta los cimientos fueron devorados para su siembra. La
estación de tren, una escuela, un club (los tres abandonados) y el
almacén de Pedro son los testimonios vivos de un pasado que aquí no
quiere irse y que la pandemia ha modificado en parte. "Se
extrañan los asados, todos estamos esperando el día que podamos
volver a hacerlos", se esperanza. Los fines de semana, una
cofradía de amigos se juntaban en el almacén para compartir la
soledad, algún costillar y unas copas de vino.
El
pueblo, o lo que fue de él, está a 30 km de Coronel Pringles y 50
km de Coronel Suárez, ambos distritos están en Fase 5, en la nueva
normalidad. Para llegar hasta esta etapa, la cuarentena y el
confinamiento fueron severos. El tránsito por los caminos rurales,
vías por las cuales los lugareños iban hasta las ciudades
cabeceras, se bloquearon, disminuyendo el tráfico. "Solamente
quedamos los que vivimos en el campo", afirma Pedro. En su
pueblo, quedó él solo.
"Todo
se cortó, no pasa nadie", asegura. "Amagamos con darnos la
mano, pero sabemos que no podemos", afirma cuando ve pasar a
algún conocido. "Cuando pase la pandemia, vamos a quedar con
miedo un tiempo más", sostiene Pedro.
Un
pedazo de campo
La
vida de Pedro es sencilla pero laboriosa. Tiene un pedazo de campo,
vacas, chanchos y aves de corral. Todo lo hace solo: los salames que
ofrece en las picadas son hechos por él. "El trabajo rural no
ha cambiado por la pandemia. Acá estoy libre de horarios",
reconoce. "Los animales tienen que comer, hay que cuidar la
siembra, con o sin virus, la vida rural sigue normal", afirma.
Por la tarde, está atento en el almacén, por si alguien pasa. Sabe
que vende artículos esenciales. Él vive a un costado. No hay luz en
el pueblo. Un viejo generador abastece de electricidad su casa. Por
la noche la oscuridad es total.
"Yo
creo que mucha comunicación no es buena, genera problemas",
reflexiona Pedro. Con muy poca señal telefónica, su celular es un
elemento que pierde concepto y utilidad. "Lo dejo en la cocina y
cuando me acuerdo veo si alguien me llamó", acuerda. "Estoy
libre de teléfono", completa. Tiene dos hijos y a veces le
dicen que se vaya al pueblo (por Coronel Suárez). En su vida en
Quiñihual tiene un único escudero: su perro doberman Moncho. Su
mujer lo visita desde Pigüé, a 100 kilómetros. La mayor parte del
tiempo vive solo. "Esta vida, para mí, no tiene precio",
reafirma.
La
presencia -y la resistencia- de Pedro en Quiñihual es comentada en
la zona. En tiempos normales lo vienen a visitar aventureros,
ciclistas y viajeros de los caminos rurales. "A veces me llaman
para decirme si pueden venir, pero ahora hay que cuidarse",
sostiene.
La
vida rural es deseada por muchos en tiempos de pandemia. La
repoblación de estos pueblos olvidados, donde sobra tierra, es un
tema recurrente. "Vienen a ver si pueden venirse a vivir",
confiesa Pedro desde su desolado mostrador. "Sería bueno que el
Estado ayude a las familias a venir al campo, acá hay trabajo",
dice, aunque reconoce que no es para cualquiera. "Hay que
tenerle amor a esta vida", agrega. La falta de internet y de
señal telefónica son los principales problemas.
Pero
el temor al contagio igualmente está presente en sus pensamientos.
"Veo las noticias todos los días, muertos hubo siempre, ahora
estamos muy pendientes a eso", dice. Las restricciones y los
permisos urbanos lo asombran. "Acá yo no tengo horarios
-repite-, la vida en Quiñihual es de libre circulación",
remata.
Fuente:
Leandro Vesco, "Protegido en la soledad". Cómo vive la pandemia el último habitante de un pueblo bonaerense, 2 julio 2020, La Nación.
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