En
el séptimo capítulo del diario de viaje, la periodista observa una
colonia de animales humanos adinerados en un estado de negación
total de la realidad.
por
Eliane Brum
A
bordo del Arctic Sunrise
Yo
sé que la humanidad está en un momento difícil. Ustedes saben que
la humanidad está en un momento difícil. Después de todo, no
tendríamos a Jair Bolsonaro y a Donald Trump en el poder, entre
otros especímenes perjudiciales para la supervivencia de la especie,
si la humanidad no estuviera en un momento muy confuso sobre sus
prioridades. Sin embargo, el sábado 25 de enero no tuve ninguna duda
de que el mundo tal y como lo conocemos terminará. Ese día no
observé pingüinos ni ballenas ni focas. La especie bajo mi
observación era el homo sapiens en un estado de negación absoluta.
Estábamos
listos para desembarcar del Arctic Sunrise y embarcar en un bote que
nos dejaría en Punta Hannah. Era por la mañana temprano e íbamos a
acompañar a los científicos de pingüinos en su estudio en esta
nueva isla. Y, entonces, Nacho, el argentino que es el segundo al
mando del barco, informó de que no sería posible. Tendríamos que
esperar hasta la tarde. Deténganse e intenten adivinar por qué.
¿Pronóstico
de tormenta? ¿Un pliegue en el espacio-tiempo? ¿El abominable
hombre de las nieves?
No,
amigos míos. Los más de cien turistas de un crucero querían estar
solos en la isla. Sí, amigos míos. La visión de los científicos
estudiando el impacto de la crisis climática en las colonias de
pingüinos destruiría la ilusión de la Antártida aislada, de la
aventura en un lugar al que nadie puede llegar, excepto si se tiene
mucho dinero, la fantasía de ser una especie de Shackleton o Scott
del siglo XXI.
La
discusión por radio entre los barcos de Greenpeace y el crucero
tenía lugar desde las seis y media de la mañana. El negocio ganó
el pulso. No es bueno hacer enemigos en aguas profundas. Esta es la
lógica dominante en nuestro mundo: el turismo es más importante que
la ciencia. Los seis científicos molestarían a los más de cien
turistas, y no al revés. A los seis científicos no les molestaba
convivir con más de cien turistas. Pero los cien turistas no querían
convivir con los seis científicos. La falsificación de la realidad
es la mejor realidad. Y también es la que está mejor pagada.
Así
es cómo funciona. Hay un acuerdo entre los cruceros para que, cuando
uno esté en una isla, los otros se pierdan de vista. Los turistas
pagan caro por la promesa de sentirse únicos: en este caso, unos
14.000 dólares por 14 días. Puede ser mucho más, dependiendo de la
ruta, el tipo de camarote, la cantidad de días. El producto es la
Antártida inalcanzable, excepto para unos pocos. "Solo yo estoy
aquí, llámenme Amundsen", puede ser el pie de la selfie. Pero
no. A la vuelta de la esquina, una cola de barcos espera su turno
para quedarse "aislado" en el continente helado.
Para
que pudieran tener esa "experiencia", seis científicos
tuvieron que interrumpir su estudio y esperar hasta la tarde, cuando
el clima empeoró y su permanencia en campo tuvo que reducirse. Los
científicos tuvieron que desembarcar en las rocas para llegar al
corazón de la isla porque, con las malas condiciones climáticas, el
bote era demasiado ligero para fondear en un lugar con mejor acceso.
"Qué extraño", comentó un perplejo Noah Stryker, el
birdnerd que les presenté en el capítulo anterior. "A los
turistas les solía gustar hablar con nosotros, creían que era otra
historia que contar cuando llegaran a casa". Le expliqué con
tristeza que, en un momento en que la verdad se ha convertido en una
elección personal, la ciencia y los científicos se están
convirtiendo en parias. Aunque para afirmar que la tierra es plana o
para pretender que están aislados, tanto los mercaderes de ilusiones
como los compradores de ilusiones necesitan lo mejor de la ciencia.
No
se trata de una anécdota. Es un desacontecimiento que revela el
cuadro general de los acontecimientos en cadena que nos llevan a la
dramática realidad que vivimos. También debido a esta inversión de
prioridades, hoy estamos experimentando un colapso climático. Y la
dificultad de cambiar nuestras prioridades hace que el objetivo de
limitar el sobrecalentamiento global a 1,5 grados sea cada vez más
distante, si no imposible.
Se
trata del "tierraplanismo", como denominamos el fenómeno
principal de negar la evidencia científica más consolidada, como la
propia forma del planeta. El creciente número de adeptos sugiere
que, cuando los humanos más necesitan lucidez, es precisamente
cuando entran en un estado de negación. Cualquiera que siga mis columnas de opinión sabe que una de mis hipótesis para la elección
de déspotas es el sentimiento de inseguridad sobre el futuro. Pero
no por la indeterminación del futuro. Justamente al contrario.
El
futuro, como lo conocíamos antes, era un territorio de
posibilidades. "En el futuro será mejor" o "en el
futuro lograremos este objetivo" o incluso "en el futuro
tendremos nuestra propia casa". Ahora no. La crisis climática
ha determinado el futuro. Será malo, desde el punto de vista del
impacto del cambio climático. Toda nuestra lucha por el futuro gira
en torno a tener un planeta peor o un planeta hostil. Y, créanme, la
diferencia es enorme. Tan enorme que todos deberíamos estar luchando
por eso en este preciso instante. Me parece que también por esta
razón, parte de la población mundial prefiere votar a negacionistas
del clima que prometen un retorno a un pasado que nunca existió.
Trump y Bolsonaro, como otros de sus colegas, son vendedores de
pasados. Pasados falsos.
No
tuve la oportunidad de entrevistar a los turistas del crucero que
pagan tan caro por la fantasía de estar aislados en la Antártida de
las leyendas. Nos querían fuera de su vista, como dijeron
explícitamente. Sin embargo, no creo que sean personas malas o
abiertamente anticiencia. Me parece más posible que sean los típicos
adultos mimados de esta época. Pagamos un producto y tenemos
"derecho" a recibirlo. "La verdad es la que yo voy a
contar", la prueba es el encuadre de la cámara del teléfono.
Etcétera. La verdad es autoverdad, como escribí al analizar la elección de Bolsonaro.
Aquí,
los cruceros también están literalmente vendiendo un pasado, el de
la Antártida inaccesible. En algunas ofertas de viajes por la
Antártida, los clientes potenciales no se llaman turistas, sino
"exploradores". Es curioso cuántos prefieren pagar más
por la fantasía. Muchos dejan la comodidad de sus hogares para
emprender un viaje real y pagado con dinero real, pero para alcanzar
una realidad falsificada. En la isla que los turistas ocupaban como
los únicos humanos, los pingüinos barbijos están experimentando
una reducción dramática de su población. Esta es la historia que
los científicos podrían contar. Pero esa historia no interesa.
¿Quién, después de todo, necesita hechos?
En
un planeta donde todo ya se ha convertido en imagen, donde nuestra
huella está en todas partes, acabo sintiendo compasión por esos
animales humanos que siguen comprando fantasías de exclusividad. Es
compasión mezclada con rabia, porque esta negación debilita la
lucha que deberíamos estar trabando por políticas públicas que
contengan el sobrecalentamiento global y se adapten al mundo que se
avecina. Sin embargo, antes de maldecir a los turistas antárticos,
que siempre es fácil y también cómodo, debemos mirar en nuestro
interior y descubrir que también nos resulta difícil abandonar los
viejos hábitos en nombre del bien común. Créanme, hay quienes ni
siquiera pueden reciclar su basura o reducir el consumo de carne.
Hoy,
los científicos se han convertido en la verdad incómoda. Por lo
tanto, deben sacarse de nuestra vista. Y no solo en la Antártida.
Traducción
de Meritxell Almarza
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