Icebergs
con forma de catedral pasan junto a nosotros. Tienen curvas que
matarían a Oscar Niemeyer de envidia
por
Eliane Brum
Cuando
la avistamos por primera vez, todavía está lejos. Nuestro bote se
acerca con cuidado. Todo lo que esperamos es ver algo de ella. El
salto, las aletas, la cola. Tiene 12 metros de largo. Por lo menos.
Posiblemente algunos más. Es una ballena jorobada, esas que parece
que tengan alas. Estamos en la bahía Paraíso. Por primera vez, no
puedo imaginar un nombre mejor. A mi alrededor, hay montañas de
hielo y nieve en diferentes tonos de blanco y azul. Icebergs con
forma de catedral pasan junto a nosotros. Tienen curvas que matarían
a Oscar Niemeyer de envidia. En algunos, viajan pingüinos. En otros,
leopardos marinos hacen su siesta de la tarde. De vez en cuando,
docenas de pingüinos nadan juntos, haciendo saltitos sincronizados,
indiferentes a la conmovedora belleza que crean con solo moverse.
Cuando sale el sol, el agua azul del mar se convierte en plata
fundida. Y brilla. Como no hay noche en el verano antártico, las
estrellas se mudan al mar.
Y
entonces la vemos. La esperábamos. Pero ninguno de nosotros
esperaría tanto. En toda una vida, nunca hubiera esperado tanto.
La
ballena rodea el bote pequeño, que ahora está parado en el mar.
Somos solo cinco a bordo. Y todos nos ponemos de pie, con solemne
expectativa. La ballena nos rodea. Y entonces, de repente, sin que
nada pueda prepararnos para ese momento, emerge inmensamente inmensa
del agua y abre su inmensa boca tan cerca que casi podemos tocarla.
Tan cerca de nosotros que podemos oler su aliento de krill y pescado.
La boca de la ballena.
Y
ahora dicho al revés: la boca de la ballena, tan cerca que si
quisiera podría saltar a su interior.
Tres
de nosotros llevan cámaras y fotografían o graban. Ninguno consigue
un buen ángulo. Las fotos en este capítulo de mi diario son de Tom
Foreman, el fabuloso guía británico especializado en los polos de
la Tierra, que ha sido el que mejor ha capturado el momento. Tendría
que haber alguien por encima de nosotros para cubrir la escena
entera.
¿Cómo
fotografiar lo que ha sucedido dentro de nosotros, de mí, después
de esto? Nos mirábamos y sabíamos que, para siempre, ese momento
nos uniría. Dos ingleses, una escocesa, una alemana y una brasileña.
Quizás algún día, cuando seamos muy viejos, nos reuniremos en
algún lugar del mundo para recordar el momento en que estuvimos casi
dentro de la boca de una ballena jorobada. La gente verá a esos
cinco viejos contándose historias y esbozarán una sonrisa burleta.
Solo viejos contando historias que nunca les han ocurrido.
Regresamos
al Arctic Sunrise y lo contamos y lo contamos sin parar. “He
entendido cómo Jonás fue a parar dentro de la boca de la ballena”,
bromea la alemana Carola Rackete, refiriéndose a la historia
bíblica. La tercera en la línea de comando del Arctic Sunrise, es
parca en sonrisas y palabras, pero nunca en fuerza y solidaridad. El
año pasado, se convirtió en una leyenda cuando atracó un barco con
53 inmigrantes de Libia en la isla italiana de Lampedusa, en contra
de los deseos del derechista Matteo Salvini. Los había rescatado de
un bote a la deriva. Fue arrestada y luego absuelta, porque la jueza
dijo que, como capitana, había hecho exactamente lo que debía para
proteger la vida de sus pasajeros. Cada uno en el Arctic Sunrise
tiene una gran historia. Es casi un barco de batalla por todas las
buenas causas del mundo.
Después
de haber pasado algunas horas en el océano Antártico, ya no
esperábamos encontrar ninguna ballena. Sería excesivo, ya habíamos
tenido demasiado paraíso. La científica Kirsten Thompson, una
escocesa con intensos ojos azules y una sonrisa permanente, insistió.
“Ayer me fui a dormir con colas de ballena dando vueltas en mi
cerebro”, dijo. “Puedo sentir en los huesos que vamos a encontrar
algo”. Ella lo sabía. Pero ni siquiera Kirsten, que se pasa días
escuchando la lengua de las ballenas con un hidrófono sumergido en
el océano, podía imaginarse que esta vez podría ver la garganta de
una jorobada.
Me
senté a la mesa de la cocina, detrás de una columna, con una taza
de té entre las manos casi congeladas. Mi hipotermia estaba en el
alma, y se quedó hasta altas horas de la noche. Acoger esta
experiencia requirió todo el calor que tenía almacenado. Ninguna
ropa especial podría protegerme no del invencible verano del que
hablaba Albert Camus. No. No es eso. Dentro de mí, la boca de la
ballena en el verano antártico implantó una especie de invierno.
Siento que para siempre habrá dentro de mí un espacio interno en el
que no nacerá nada, pero será todo vivo y azul. Es el espacio de la
boca de la ballena.
Quienes
siguen este diario saben que me estaba preparando para el momento en
que la ballena se metiera dentro de mí. Temía que no cupiera. Ahora
estoy condenada a vivir profundamente agradecida por albergar dentro
de mí seres que no caben. Quizás, cuando ustedes me encuentren,
verán una forma extraña, no humana, avanzando más allá de mi
cuerpo. Son las aletas en forma de alas de esa ballena jorobada.
El
sueco Gustaf Skarsgard, el Floki de la serie Vikingos, comentó el
domingo, cuando observábamos cómo algunas ballenas mostraban la
cola en el océano: “Las ballenas tienen algo”. Sí. Estoy
intentando entender qué es. He llegado a la conclusión de que nos
lanzan a otro tiempo. A otro tempo. Si tratáramos de convertir el
salto de la ballena en una partitura, no tendríamos las notas. O
quizás las tendríamos, pero no podríamos reproducir el tiempo en
que se tocan. Es algo no humano, que proviene de otro lenguaje y otra
cultura. Y lo sentimos en nuestras entrañas, aunque no sepamos
explicarlo.
La
ballena jorobada se levanta, eleva el dorso, abre las aletas y salta.
Está cazando. Es un vuelo en cámara lenta, pero a la vez rompe el
compás. Quisiera acordarme más de mis clases de música para
explicarlo mejor. Mi canto favorito en la Amazonia, donde vivo, es el
de los monos guaribá. Es extraordinario. Pero siento que ellos y
nosotros formamos parte del mismo mundo, pertenecemos a las mismas
notas. Las ballenas, no. Su escala musical es diferente. Cantan, y su
canto es intrincado, complejo. Pero este canto aún no lo he
escuchado. Me refiero al tiempo del salto y al sonido que hace.
Ella
salta, vuela, y el universo parece que se desplaza. La ballena está
aquí y no está. Sabemos que está, porque la vemos, pero, a la vez,
es imposible que esté, porque el tiempo y el sonido son imposibles.
Y, entonces, nos condenamos al silencio. Porque, antes de sumergirse
en la oscuridad del océano profundo, dios estuvo entre nosotros.
(Ahora
dejo de escribir para limpiar nueve cuartos de baño. La vida es así.
De la garganta de la ballena a la cloaca de la humanidad).
Traducción
de Meritxell Almarza
Fuente:
Eliane Brum, Casi dentro de la boca de la ballena, 21 enero 2020, El País. Consultado 24 enero 2020.
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