Travesía
a la Antártida. Acampamos en una isla en la Antártida donde no hay
registros de que alguien haya dormido allí antes. Como humana
típica, tuve dos pensamientos reactivos. “¡Ay! Estamos molestando
a los pingüinos”. Y el segundo: “¿Qué importancia tendría que
fuéramos los primeros?”, cuenta la periodista en su sexto relato
de la expedición a la Antártida.
por
Eliane Brum
A
bordo del Arctic Sunrise
Ha
sucedido algo que casi no sucede en la vida. Y es aún más difícil
que se repita. Acampamos en una isla en la Antártida donde no hay registros de que alguien haya dormido allí antes. El Esperanza, el barco de Greenpeace donde estoy escribiendo como invitada en este
momento, ha sido el primero en producir una carta de navegación en
esta ruta. Hay una buena razón para ello. Low Island, este es el
nombre de la isla, tiene un clima encabritado. Mucha neblina, vientos
que la barren de punta a punta, tormentas frecuentes y un humor que
puede cambiar en cualquier momento. Y cuando cambia, cambia. No pensé
que fuera posible que, en el siglo XXI, fuéramos los primeros en
acampar en alguna parte del planeta. Pero pasó: el 23 de enero de
2020.
No
tenía nada que decir, como “es un pequeño paso para un hombre,
pero un gran salto para la humanidad”, como dijo el astronauta
estadounidense Neil Armstrong cuando pisó la Luna por primera vez.
O, como el ruso Yuri Gagarin, cuando vio el planeta desde fuera: “La
Tierra es azul”. Como humana típica de este momento histórico,
tuve dos pensamientos reactivos. El primero fue: “¡Ay! Estamos molestando a los pingüinos”. Y el segundo: “¿Qué importancia
tendría que fuéramos los primeros humanos en acampar en algún
lugar?”.
Esta
segunda pregunta se la hice al actor sueco Gustaf Skarsgard, que nos
acompaña, y a uno de los científicos más adorables que he
conocido, el estadounidense Noah Strycker. Gustaf me aseguró que la
emoción de ser el primero no tenía nada que ver con el ego, sino
con la posibilidad de ser testigo, de expandir el conocimiento
humano. Cuando pisaba allí, no era él, sino la humanidad. A la vez,
señaló la paradoja de que nuestra experiencia está limitada por el
lenguaje. Algo similar a lo que vengo escribiendo aquí: que las
palabras son más pequeñas que la vida y que, por lo tanto, no
consigo contarles lo que vivo en esta expedición antártica, por más
que me esfuerce. Para contarles sobre una isla en la que por primera
vez un grupo de humanos, al que pertenezco, ha pasado la noche, tengo
el mismo vocabulario. ¿Cómo extrañar lo extraño con las mismas
palabras?
(Como
ya habrán notado, llevo a todas partes este conflicto que me habita.
Cuanto más desafiante es la experiencia, más grande se vuelve este
continente fuera del lenguaje dentro de mí. Y que en la Antártida
adquiere varias formas que me desbordan. A veces la de una ballena,
otras la de un iceberg azul, ahora la de esta isla también barrida
de todos los alfabetos conocidos).
Noah,
que se presenta como un birdnerd, algo así como un nerd de pájaros,
habla de la emoción de experimentar la posibilidad de hacer un
descubrimiento científico totalmente nuevo. Durante la cena en la
tienda, en la que comemos ese tipo de comida instantánea que hace
que un cuscús tenga el mismo sabor que un curry o unos espaguetis a
la boloñesa, los científicos rodean, solemnes, una piedra donde un
molusco o mejillón de la era jurásica se ha eternizado. ¿Quién
sería? ¿Qué pasaba cuando murió? ¿Qué Antártica era esa, la de
su tiempo? Las preguntas de la ciencia son siempre fascinantes,
aunque hoy los científicos viven en el ostracismo al que han sido
condenados por personas que prefieren creer que el mundo es tan plano
como su cerebro.
Lo
escucho, lo entiendo, pero sigo inquieta. Ningún humano había
acampado en esa isla, pero a los pingüinos barbijos que viven allí
les afecta por completo la acción humana. Esos pequeños seres que
andan bamboleándose repiten su maravillosa rutina de supervivencia
hace miles de años, y, ahora, ya no funciona. Todo indica -y esto es
exactamente lo que los científicos de esta expedición de Greenpeace
están estudiando- que la población de esta especie de pingüinos se
ha reducido a la mitad en las últimas décadas debido al cambio
climático. O más.
Piensen
que es como si, en poco tiempo, la población de su ciudad se
redujera a la mitad. Eso es lo que les hemos hecho a los pingüinos
barbijos. Este pingüicidio es obra nuestra. Miro las crías
adolescentes y, como cualquier adolescente, parecen desgarbadas con
su plumaje en proceso de muda, desmañadas por el tamaño de sus alas
y piernas. Pienso que las condenamos, que, a causa de nuestra
especie, muchas no se convertirán en adultos. No realizarán sus
rituales de apareamiento ni acariciarán a sus crías con el pico.
Nosotros solo llegamos ahora con nuestras botas estériles. Pero lo peor de lo
humano llegó mucho antes que nosotros. No hay ningún lugar en este
planeta que esté fuera del alcance de nuestra fuerza destructiva.
Estoy allí, frente a los pingüinos que me miran con curiosidad. No
lo saben, pero mi especie -y, por lo tanto, yo misma como
representante de lo mejor y lo peor- es responsable de que sus
estrategias de supervivencia ya no funcionen en un clima que cambia
rápidamente.
La
responsabilidad colectiva es justamente eso. Si somos beneficiarios
de lo mejor que ha producido la comunidad humana, aunque no hayamos
sido nosotros, individualmente, quienes hayamos inventado esto o
aquello, también somos colectivamente responsables de lo peor que ha
hecho, como el cambio climático, aunque no seamos culpables
individualmente. Esta es la diferencia fundamental entre la culpa y
la responsabilidad colectiva.
Noah
llama a mi intención sobre el revés de la pregunta. No es lo que
sentimos nosotros cuando pisamos la isla, sino lo que sintió el
pingüino. Le maravilla la idea de que es la primera vez que esos
pingüinos barbijos ven a un humano. Otros científicos que pasaron
rápidamente por allí lo hicieron hace muchas décadas, hace algunas
generaciones de pingüinos. Somos los extraterrestres que aparecen en
su planeta a bordo de nuestras naves que vienen por mar. Llevamos
ropa grande de color naranja, plantamos tiendas rojas, vamos todos
tapados, excepto una pequeña parte de la cara. Y, de vez en cuando,
de uno en uno, caminamos hacia una grieta que cavamos en la nieve,
nos quitamos una parte de ese atuendo, exponemos el trasero -imagino
que sea una región de la anatomía humana bastante extraña para un
pingüino- y hacemos caca.
Solo
menciono esto porque creo que el baño es extraordinario y necesitaba
encontrar una manera de hablar de él. Es donde hacemos número dos,
porque cae en una caja que se llevará de vuelta al barco, para no
contaminar la isla. Para orinar, tenemos que ir a la playa, para que
nuestro pipí desaparezca pronto, diluido en el océano. Créanme, no
es divertido en el frío antártico, especialmente para las mujeres.
No hay turistas ahora, y el mar es salvaje. Saltar de un bote a otro es
una aventura. Hay que tener una razón más poderosa para venir a una
región como esta. Los científicos de la expedición que viajan en
el Esperanza la tienen. Son contadores de pingüinos. Los cuentan
manualmente y con la ayuda de drones. Ahora todo se fotografía y se
pasa a los ordenadores para aumentar la precisión del estudio. Por
la noche, los ayudamos a contar los pingüinos que faltan. He hecho
muchas cosas extrañas en mi vida, pero creo que contar pingüinos en
una isla de la Antártida acaba de llegar a la cima de mi ranking
personal. Esto significa que la recolección de la primera flema del
día de los indígenas yanomamis en la selva amazónica, para
investigar la tuberculosis, ha pasado a un honorable segundo lugar.
Después de cenar, contamos 268 pingüinos juanito, la otra especie
que habita en la isla. Tres veces, para estar seguros de la exactitud
de la cuenta.
Somos
un grupo pionero curioso, solo posible en una época como la nuestra.
Tres activistas de Greenpeace, tres contadores de pingüinos, dos
periodistas, un guía polar, Édith Piaf y Floki. Una composición
muy diferente de las expediciones del siglo XIX y principios del XX.
Una parte de la conversación durante la cena aborda la dificultad de
explicar a las personas que queremos que el planeta se dirige al
apocalipsis climático y que tienen que hacer algo, además de
cambiar sus hábitos de inmediato. Nos quieren, pero no nos escuchan.
Confían en nosotros, pero nos ignoran. “¿Cómo podemos hacerlo?”,
pregunta una angustiada Marion Cotillard.
Estamos
sentados en círculo, como en las noches de cualquier campamento.
Noah cuenta la legendaria travesía de Ernest Shackleton para
salvarse tras la destrucción del Endurance, su barco, que encalló
en la Antártida en 1914 y terminaría aplastado entre dos bloques de
hielo. Las conquistas apoteósicas continúan fascinándonos incluso
a nosotros, humanos protegidos por todas las comodidades que la mejor
tecnología puede ofrecer, desde la ropa hasta la comida. Mientras
cuenta la historia que definió el heroísmo de la modernidad, como
se anuncia en el libro más famoso sobre la expedición (Endurance,
de Alfred Lansing), sale un zumbido de mi bolsillo.
Sí.
El equipo de tecnología de Greenpeace consumó la hazaña de probar
un nuevo sistema que permite tener acceso a internet incluso en una
isla nunca antes explorada. Miro por qué me buscan con tanta
insistencia, quizás el Papa quiera consultarme sobre algún dilema
antártico importante. Me quito los guantes compadeciéndome de mis
pobres dedos, desvío mi pensamiento de las dificultades de
Shackleton, pero, después de todo, tiene que ser el Papa. No soy
religiosa, pero me gusta Francisco. “No hay lejía ni detergente en
polvo”, me informa con tono irritado el mensaje de WhatsApp. Sí,
la persona al otro lado me está pidiendo que deje la Antártida,
pase por el supermercado y compre lejía y detergente en polvo. Le
contesto. “Estoy en la Antártida, rodeada de pingüinos”. La
otra persona no quiere ni saberlo, tiene un problema y solo yo puedo
resolverlo. Pongo mi teléfono en modo avión.
Estoy
completamente segura de que Shackleton no se enfrentó a esta
adversidad doméstica. Si yo tuviera alguna ilusión heroica, me la
habrían desinfectado con lejía lanzada por WhatsApp. En el siglo
XXI no existe el romanticismo. Estamos destinados a lo prosaico. Me
enfundo la gorra en la cabeza y miro a los pingüinos que me miran.
No quiero saber qué dicen de mí. Definitivamente, no parece bueno.
Traducción
de Meritxell Almarza
Fuente:
Eliane Brum, Acampando en otro planeta, 25 enero 2020, El País. Consultado 28 enero 2020.
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