Los restos del edificio de promoción industrial de la Prefectura de Hiroshima en septiembre de 1945, actualmente se lo conoce como el domo de la bomba atómica. Foto: AFP/ Getty Images. |
por
Rossen Vassilev Jr.
¿Fue
el presidente Harry Truman “un asesino”, tal como lo calificó
una vez la reconocida filósofa analítica británica Gertrude
Elizabeth Anscombe? En efecto, ¿fueron los bombardeos atómicos de
Hiroshima y Nagasaki un crimen de guerra y un crimen contra la
humanidad, como ella y otros eminentes académicos han afirmado
públicamente? La distinguida profesora de filosofía y ética en
Oxford y Cambridge, la doctora Anscombe, una de las filósofas más
dotadas del siglo XX, reconocida como la mejor filósofa de la
historia, calificó abiertamente al presidente Truman de “criminal
de guerra” por su decisión de arrasar con bombas atómicas las
ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki en agosto de 1945 (Rachels
& Rachels, 127). Según otro crítico académico, el difunto
historiador estadounidense Howard Zinn, al menos 140.000 personas
civiles japonesas fueron "convertidas en polvo y cenizas"
en Hiroshima. Más de 70.000 personas civiles murieron abrasadas en
Nagasaki y otras 130.000 residentes en ambas ciudades murieron de
enfermedades relacionadas con la radiación a lo largo de los
siguientes nueve años (Zinn, 23).
Las
dos razones más citadas de la controvertida decisión del presidente
Truman fueron la de acortar la guerra y la de salvar la vida de
“entre 250.000 y 500.000” soldados estadounidenses que
probablemente habrían muerto en combate si el ejército
estadounidense hubiera tenido que invadir las islas del Japón
imperial. Se afirma que Truman dijo: “No podía soportar esa idea y
ello llevó a la decisión de utilizar la bomba atómica” (Dallek,
26).
Pero
la doctora Gertrude Anscombe, que junto con su marido, el doctor
Peter Geach, profesor de lógica filosófica y ética, fueron los
principales defensores en el siglo XX de la doctrina de que las
normas morales son absolutas, no creyeron este argumento moralmente
cruel: “Pero, ¿qué haría usted si tuviera que elegir entre
hervir a un bebé o permitir que un desastre terrible ocurriera a mil
personas (o a un millón, si mil no es suficiente)? El que los
hombres elijan matar inocentes como medio de obtener sus fines
siempre es un asesinato” (Rachels & Rachels 128-129).
En
1956 la profesora Anscombe y otros destacados académicos de la
Universidad de Oxford protestaron abiertamente contra la decisión de
los administradores de la universidad de conceder a Truman un título
honorario para agradecer la ayuda estadounidense durante la guerra.
Incluso escribió un panfleto en el que explicaba que el expresidente
estadounidense era un “asesino” y un “criminal de guerra”
(Rachels & Rachels 128).
Para
muchas personas contemporáneas de Elizabeth Anscombe los bombardeos
atómicos de Hiroshima y Nagasaki violaron normas ético filosóficas
como “la vida humana es sagrada” y “matar es un crimen”,
además de “está mal utilizar a las personas como medio para
lograr los fines de otras personas”. El expresidente
[estadounidense] Herbert Hoover fue otra de las primeras personas
críticas que afirmó abiertamente que “me repugna el uso de la
bomba atómica con su asesinato indiscriminado de mujeres y niños”
(Alperovitz, The Decision, 635).
Incluso
el propio Jefe de Estado Mayor del presidente Truman, el Almirante
William D. Leahy, que fue laureado con cinco medallas (el oficial
militar estadounidense de mayor rango durante la guerra), declaró
abiertamente que desaprobaba enérgicamente los bombardeos atómicos:
“En mi opinión el uso de esta bárbara arma en Hiroshima y
Nagasaki no prestó ninguna ayuda material en nuestra guerra contra
Japón. Los japoneses ya estaban derrotados y estaban dispuestos a
rendirse debido a la eficacia del bloqueo marítimo y al éxito de
los bombardeos con armas convencionales. [...] Me parece que al ser
los primeros en utilizarla adoptamos unos principios éticos comunes
a los bárbaros de la Edad Media. [...] No se me enseñó a hacer la
guerra de esta manera y no se pueden ganar las guerras destruyendo a
mujeres y niños” (Claypool, 86-87, la cursiva es nuestra).
Por
otra parte, las personas que defienden al presidente Truman parecen
utilizar el casi utilitario “argumento del beneficio” para
justificar el brutal uso de un arma devastadora de destrucción
masiva que mató a cientos de miles de personas civiles inocentes en
ambas ciudades japonesas a pesar de que, contrariamente a lo afirmado
en muchas declaraciones públicas de Truman en aquel momento, no
hubiera tropas militares ni armamento pesado ni siquiera industrias
importantes relacionadas con la guerra en ninguna de las dos
ciudades. Debido a que el ejército japonés había reclutado a
prácticamente toda la población adulta masculina tanto de Hiroshima
como de Nagasaki, la mayoría de las víctimas de la muerte
abrasadora caída del cielo fueron mujeres, niños y hombres
ancianos. La excusa que el propio Truman dio muchas veces fue que
“arrojar las bombas detuvo la guerra, salvó millones de vidas”
(Alperovitz, Atomic Diplomacy. 10). Incluso se jactó de “haber
dormido como un bebé” la noche después de firmar la orden final
de utilizar las bombas atómicas contra Japón (Rachels &
Rachels, 127). Pero lo que Truman decía para justificarse está
lejos de ser la verdad y mucho menos toda la verdad.
Desatar
un Frankenstein nuclear
A
instancias de un colega físico nuclear, el exiliado húngaro
antinazi Leo Szilard, Albert Einstein escribió una carta al
presidente Franklin D. Roosevelt (FDR) el 2 de agosto de 1939 para
recomendarle que el Gobierno estadounidense empezara a trabajar en la
elaboración de un poderoso dispositivo atómico que fuera un
elemento de disuasión defensivo ante la posible adquisición y uso
de armamento nuclear por parte de la Alemania nazi (Ham, 103-104).
Pero para cuando finalmente despegó el top secret Proyecto Manhattan
a principios de 1942, obviamente el ejército estadounidense tenía
otros planes mucho más ofensivos respecto a los futuros objetivos de
las bombas atómicas estadounidenses. Mientras que los bombardeos
convencionales diarios (en los que se incluía el uso de napalm y
otras bombas incendiarias) habían reducido a escombros al menos
otras 67 ciudades japonesas, incluida la capital, Tokio, reservaron
deliberadamente Hiroshima y Nagasaki con el único propósito de
probar la capacidad destructora del nuevo dispositivo atómico
(Claypool 11).
Una
razón todavía más importante para utilizar la bomba era asustar a
Stalin, que había pasado rápidamente de ser “el viejo tío Joe”
durante la presidencia de FDR a convertirse en “la Amenaza Roja”
a ojos de Truman y sus principales asesores. El presidente Truman
había abandonado rápidamente la política de cooperación con Moscú
de FDR para sustituirla por una nueva política de confrontación
hostil con Stalin en la que el recién adquirido monopolio
estadounidense del armamento nuclear se iba a explotar como
herramienta agresiva de la diplomacia antisoviética de Washington
(lo que Truman denominó “diplomacia atómica”). Dos meses antes
de los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki ese mismo Leo Szilard se
había reunido en privado con el secretario de Estado de Truman,
James F. Byrnes, y había tratado infructuosamente de persuadirle de
que el arma nuclear no se debía utilizar para destruir objetivos
civiles indefensos, como las ciudades japonesas. Según el doctor
Szilard, “el señor Byrnes no argumentó que fuera necesario
utilizar la bomba contra las ciudades de Japón para ganar la guerra
[…] , el señor Byrnes consideraba que el hecho de que nosotros
tuviéramos y utilizáramos la bomba haría a Rusia más manejable en
Europa” (Alperovitz. Atomic Diplomacy 1, 290).
De
hecho, el Gobierno Truman había pospuesto la reunión en Potsdam de
los Tres Grandes [la Unión Soviética, Estados Unidos y Reino Unido]
hasta el 17 de julio de 1945, el día siguiente de la prueba Trinity,
con éxito, de la primera bomba atómica en el campo de pruebas de
Alamogordo, Nuevo México, con el fin de proporcionar a Truman una
fuerza diplomática extra en las negociaciones con Stalin
(Alperovitz, Atomic Diplomacy 6). En palabras del propio Truman, la
bomba atómica “iba a poner firmes a los rusos” y “a nosotros
en posición de dictar nuestros propios términos al final de la
guerra” (Alperovitz, Atomic Diplomacy 54, 63).
En
aquel momento al Gobierno Truman ya no le interesaba que el Ejército
Rojo liberara el norte de China (Manchuria) de la ocupación militar
japonesa (tal como habían acordado FDR, Churchill, y Stalin en la
Conferencia de Yalta celebrada en febrero de 1945) y mucho menos que
invadiera o capturara el propio Japón imperial. Todo lo contrario.
Deplorando públicamente los “motivos político diplomáticos más
que militares” que hay detrás de la decisión de Truman de atacar
Japón con armas nucleares, Albert Einstein se quejó de que “una
gran mayoría de los científicos se oponían al empleo repentino de
la bomba atómica. Sospecho que el asunto se precipitó debido al
deseo de acabar la guerra en el Pacífico de cualquier modo que no
fuera la participación de Rusia” (Alperovitz, The Decision, 444).
Winston Churchill dijo en privado a su ministro de Exteriores,
Anthony Eden, en la Conferencia de Potsdam: “Está muy claro que en
estos momentos Estados Unidos no quiere que Rusia participe en la
guerra contra Japón” (Claypool, 78).
Ni
siquiera la desesperada oferta de último minuto de Tokio (hecha
durante y después de la Conferencia de Potsdam) de rendirse a los
Aliados si estos prometían no perseguir al emperador de Japón que
era como un dios o quitarlo de su puesto pudo impedir esta mortífera
decisión, aun cuando Truman “había expresado su voluntad de
mantener al emperador en el trono” (Dallek, 25).
Por
consiguiente, salvar las vidas de los soldados estadounidenses no fue
precisamente uno de los argumentos más convincentes de Truman. A
principios de 1945 FDR y el general Dwight Eisenhower, Comandante
Supremo de las Fuerzas Aliadas en Europa, habían decidido dejar la
captura de Berlín a las tropas del mariscal soviético Georgi
Zhukov, que estaban endurecidas en el combate, para evitar que
hubiera muchas bajas estadounidenses. Después de declarar
oficialmente la guerra a Tokio el 8 de agosto de 1945 y tras haber
destruido a las fuerzas militares en Manchuria el Ejército Rojo de
Stalin se preparó para invadir y ocupar las islas que conformaban
Japón, lo que sin lugar a dudas habría salvado las vidas de miles
de soldados estadounidenses por quienes Truman parecía tan
preocupado. Pero después de la rendición incondicional de la
Alemania nazi en mayo de 1945, Truman había llegado a compartir el
famoso comentario revisionista de Churchill de que “hemos matado al
cerdo equivocado”.
Tampoco
está claro si Tokio acabó rindiéndose el 14 de agosto debido a los
dos ataques nucleares estadounidense perpetrados el 6 y 9 de agosto
respectivamente (después de los cuales prácticamente ya no quedaba
ninguna ciudad japonesa más por destruir ni ninguna bomba atómica
estadounidense más por arrojar) o debido a la amenaza de una
invasión y ocupación soviéticas después de que Moscú entrara en
guerra contra el Imperio de Japón. Unos días antes de la
declaración soviética de guerra el embajador japonés en Moscú
había enviado un cable al ministro de Exteriores Shigenori Togo en
Tokio diciéndole que la entrada de Moscú en la guerra supondría un
desastre total para Japón: “Si Rusia […] decidiera de pronto
aprovecharse de nuestra debilidad e intervenir en contra de nosotros
con la fuerza de las armas, estaríamos en una situación totalmente
desesperada. Está claro como el día que el Ejército Imperial en
Manchukuo [Manchuria] sería completamente incapaz de oponerse al
Ejército Rojo que acaba de obtener una gran victoria y es superior a
nosotros en todos los aspectos” (Barnes).
Usar
o no usar el arma nuclear
Más
tarde se citaron las palabras de Eisenhower en las que afirmaba que
estaba convencido de que no hubiera sido necesario utilizar la bomba
para obligar a Japón a rendirse: “En aquel momento Japón estaba
buscando alguna manera de rendirse con una pérdida mínima de
‘prestigio’ […] no era necesario atacarlos con esa cosa tan
atroz” (Alperovitz, Atomic Diplomacy 14).
Eisenhower
repitió en privado sus objeciones a su superior directo, el
Secretario de la Guerra de Truman, Henry L. Stimson: “Yo había
sido consciente de un sentimiento de depresión, de modo que le
expresé mis fuertes recelos, en primer lugar debido a que yo creía
que Japón ya estaba derrotado y que arrojar la bomba era
completamente innecesario, y segundo porque me parecía que nuestro
país debía evitar escandalizar a la opinión pública mundial al
utilizar esa bomba, cuyo uso, en mi opinión, ya no era obligatorio
para salvar vidas estadounidenses” (Alperovitz, Atomic Diplomacy
14).
El
almirante William F. Halsey, comandante de la Tercera Flota
estadounidense (que llevó a cabo la mayor parte de las operaciones
navales contra los japoneses en el Pacífico durante toda la guerra),
coincidía en que “no había una necesidad militar” de utilizar
la nueva arma, que se utilizó solo porque el Gobierno Truman tenía
un “juguete y quería probarlo. […] La primera bomba atómica fue
un experimento innecesario. […] Fue un error arrojarla”
(Alperovitz The Decision 445). En efecto, en aquel momento era
bastante “seguro” que un Japón totalmente devastado, que estaba
al borde de un colapso interno, se habría rendido en unas semanas,
si no días, sin los bombardeos atómicos de Hiroshima y Nagasaki o
incluso sin la declaración soviética de guerra a Tokio. Como
concluyó la investigación oficial U.S. Strategic Bombing Survey
[Estudio sobre el Bombardeo Estratégico Estadounidense] elaborado al
final de la guerra, “seguramente antes del 31 de diciembre de 1945
y con toda probabilidad antes del 1 de noviembre de 1945 Japón se
habría rendido incluso si no se hubieran arrojado las bombas
atómicas, incluso si Rusia no hubiera entrado en guerra e incluso si
no se hubiera planeado o contemplado una invasión” (Alperovitz,
Atomic Diplomacy 10-11).
El
General de División Curtis E. Lemay, comandante del 21 Comando de
Bombarderos de Estados Unidos, que había dirigido la campaña de
bombardeos masivos convencionales contra Japón durante la guerra y
arrojado las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki, declaró
públicamente: “Me parecía que no había necesidad de utilizarlas
[las armas atómicas]. Estábamos haciendo el trabajo con [bombas]
incendiarias. Estábamos haciendo mucho daño a Japón. […]
Seguimos adelante y arrojamos las bombas porque el presidente Truman
me dijo que lo hiciera. […] Es muy probable que todo lo que hizo la
bomba atómica fue ahorrar unos pocos días” (Alperovitz, The
Decision, 340).
Puede
que el bombardeo diario de ciudades alemanas y japonesas durante la
guerra, incluidos los bombardeos de Hamburgo, Dresde y Tokio, que
casi habían acabado con sus poblaciones civiles, hicieran que fuera
un poco más aceptable moralmente para Truman la fatídica decisión
de arrojar sobre Japón las dos bombas atómicas llamadas “Little
Boy” y “Fat Man”. El objetivo declarado de esos despiadados
ataques aéreos que abrasaron las ciudades era destruir la moral y la
voluntad de luchar de las poblaciones alemana y japonesa, y de ese
modo acortar la guerra. Pero muchos años después de la guerra el
doctor Howard Zinn (que había sido copiloto y bombardero de un B-17
que había volado en docenas de misiones de bombardeo contra la
Alemania nazi) reflexionó con tristeza: “Nadie parecía ser
consciente de la ironía de que una de las razones de la indignación
general contra las potencias fascistas era su historial de bombardeos
indiscriminados contra poblaciones civiles” (Zinn, 37). Pero, de
hecho, el Secretario de la Guerra, Henry Stimson, el almirante
William Leahy y el general Douglas MacArthur no estaban menos
afectados por lo que consideraban la barbarie de la campaña aérea
“terrorista” y Stimson temía en privado que Estados Unidos “se
labrara la reputación de cometer más atrocidades que Hitler” (Ham
63).
Era
evidente que Japón estaba derrotado y estaba dispuesto a rendirse
antes de que se utilizara la bomba, cuyo principal objetivo, si no el
único, era intimidar a la Unión Soviética. Pero había varias
alternativas viables, algunas de las cuales se discutieron antes de
los bombardeos atómicos. El Subsecretario de Marina, Ralph Bard,
estaba convencido de que “la guerra japonesa se había ganado
verdaderamente” y estaba tan preocupado por la posibilidad de usar
bombas atómicas contra personas civiles indefensas que consiguió
una reunión con el presidente en la que, sin éxito, insistió con
vehemencia “en que se advirtiera a los japoneses acerca de la
naturaleza del nuevo armamento” (Alperovitz Atomic Diplomacy 19).
El almirante Lewis L. Strauss, asesor especial del Secretario de
Marina, que había sustituido a Bard después de que este dimitiera
indignado, también creía que “la guerra estaba casi terminada.
Los japoneses estaban prácticamente dispuestos a capitular”. Esa
es la razón por la que el almirante Strauss insistía en que había
que hacer una demostración de la bomba de modo que no matara a gran
cantidad de personas civiles y propuso que “[…] un lugar adecuado
para llevar a cabo esta demostración sería un gran bosque de
árboles no lejos de Tokio” (Alperovitz Atomic Diplomacy 19). El
general George C. Marshall, Jefe del Estado Mayor del Ejército de
Estados Unidos, también se oponía a que se utilizara la bomba en
zonas civiles y argumentaba que, en vez de ello, “[…] esas armas
se podrían utilizar contra objetivos estrictamente militares como
una grandes instalaciones navales y después, en caso de que no se
obtuviera un resultado completo, […] deberíamos escoger varias
zonas industriales y se avisaría a la gente que las evacuara
diciendo a los japoneses que teníamos la intención de destruir esos
centros. […] Se debería hacer todo lo posible para que nuestras
advertencias sean claras. […] Con estos métodos de advertencia
debemos compensar el oprobio que podría producirse a consecuencia de
un empleo poco meditado de esa fuerza” (Alperovitz, Atomic
Diplomacy, 20).
El
general Marshall también insistió en que en vez de sorprender a los
rusos con el primer uso de la bomba atómica se debería invitar a
Moscú a enviar observadores a la prueba nuclear en Alamogordo. Así
mismo, muchos científicos que trabajaban en el Proyecto Manhattan
insistieron en que se organizara primero una demostración, incluida
una posible explosión nuclear en un mar cerca de la costa de Japón
para poder dejar claro a los japoneses el poder destructivo de la
bomba antes de emplearla contra ellos. Pero tal como ocurrió con las
opiniones disidentes dentro del ejército estadounidense, el Gobierno
Truman tampoco tuvo en cuenta seriamente la oposición de los
científicos nucleares (Alperovitz Atomic Diplomacy 20-21).
Conclusión
A
consecuencia de la inmoral decisión de Truman de utilizar bombas
nucleares contra los “japos” (una palabra peyorativa para
designar a los japoneses utilizada comúnmente en público en Estados
Unidos durante la guerra, incluido el propio presidente Truman),
muchas más de 200.000 personas civiles murieron abrasadas
instantáneamente y otras miles murieron después a consecuencia de
las radiaciones. J. Robert Oppenheimer, el científico que dirigía
el Proyecto Manhattan y “padre” de la bomba atómica
estadounidense, declaró que la decisión de Truman fue “un error
extremadamente grave” porque ahora “tenemos las manos manchadas
de sangre” (Claypool 17). Howard Zinn estaba de acuerdo con esta
opinión del doctor Oppenheimer y señaló que “gran parte del
argumento para defender los bombardeos atómicos se basa en una
actitud de represalia, como si los niños de Hiroshima hubieran
bombardeado Pearl Harbor. […] ¿Merecían morir niños
estadounidenses debido a la masacre de niños vietnamitas que
cometieron los estadounidenses en My Lai?” (Zinn 59).
El
controvertido general Curtis Lemay, que se había opuesto a ambas
explosiones nucleares, confesó más tarde al ex Secretario de
Defensa Robert McNamara (que había trabajado para Lemay durante la
guerra ayudando a seleccionar objetivos japoneses para los bombardeos
japoneses): “Si hubiéramos perdido la guerra todos habríamos sido
procesados como criminales de guerra” (Schanberg). Debido al uso
injustificable e innecesario de esas armas de destrucción masiva tan
inhumanas e indiscriminadas que se arrojaron sobre Hiroshima y
Nagasaki, la profesora Elizabeth Anscombe calificó al presidente
Truman de asesino y de criminal de guerra. Hasta el día de su muerte
la doctora Anscombe creyó que se debería haber llevado a juicio a
Truman por haber cometido uno de los peores crímenes de guerra y
contra la humanidad de la Segunda Guerra Mundial.
Rossen Vassilev Jr. es estudiante de último año de periodismo en la Universidad Ohio de Athens, Ohio.
Traducido del inglés para Rebelión por Beatriz Morales Bastos
Referencias:
Alperovitz, Gar, Atomic Diplomacy: Hisroshima and Potsdam. The Use of the Atomic Bomb and the American Confrontation with Soviet Power, London and Boulder, CO, Pluto Press. 1994.
—-. The Decision to Use the Atomic Bomb, New York, Vintage Books, 1996.
Barnes, Michael, “The Decision to Use the Atomic Bomb: Arguments Against”, Web, 14 de abril de 2019.
Claypool, Jane, Hisroshima and Nagasaki, New York and London, Franklin Watts, 1984.
Dallek, Robert, Harry S. Truman, New York, Times Books, 2008.
Ham, Paul, Hiroshima Nagasaki: The Real Story of the Atomic Bombings and Their Aftermath, New York, St. Martin’s Press, 2011.
Rachels, James, y Stuart Rachels, The Elements of Moral Philosophy (octava edición), McGraw-Hill Education, 2015.
Schanberg, Sydney, “Soul on Ice”, The American Prospect, 27 de octubre de 2003, consultado el 14 de abril de 2019.
Zinn, Howard, The Bomb, San Francisco, CA, City Lights Books, 2010. [Traducción al castellano, La bomba, Hondarribia, Hiru, 2014].
Fuente:
Rossen Vassilev Jr., ¿Fueron los bombardeos atómicos sobre Hiroshima y Nagasaki un crimen de guerra y un crimen contra la humanidad?, 13 julio 2019, Global Research.
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