sábado, 20 de julio de 2019

Chernobyl: cuánto de verdad y cuánto de ficción hay en la serie del momento



Reflexiones alrededor de la producción que vino a llenar la ausencia de imágenes sobre el peor accidente nuclear de la historia.

por Nicolás Pichersky

El dosímetro de radiación crepitando como soundtrack de terror, el tacto sobre una falsa nieve -polvo radiactivo- con la que juegan los niños, el color rojo en carne viva por el síndrome de radiación aguda adherido al blanco fluorescente de los huesos que sobresalen, el gusto metálico del grafito en la boca de los bomberos. Chernobyl, ese fenómeno de streaming que desbarrancó en atención y feed de redes sociales a Games of Thrones, es una experiencia de los sentidos, un paraíso (o infierno) de imágenes literarias.

De allí surge la pregunta fundamental, ya no por los sentidos o estímulos de las serie, sino por el sentido, por el significado y su narrativa: ¿cómo recrear y reproducir aquello que prácticamente no existió en el lenguaje? Porque si la tragedia de Chernóbil tuvo lugar, su representación fue casi nula: la censura y la propaganda soviética -dos caras de una misma moneda que harían del homo sovieticus un mártir y un buchón, o como ilumina Salvador Benesdra al comienzo de La traducción, “la izquierda víctima y la izquierda verduga”- no permitieron ningún relato, canción o película sobre el desastre.

¿Una serie catástrofe?

En la magnífica nota de Masha Gessen, para The New Yorker, “What HBO’s `Chernobyl` Got Right, and What It Got Terribly Wrong”, esta “sovietóloga” experta y rusa de nacimiento se pregunta justamente qué está bien y qué está mal en la serie. Su exposición es inteligentísima: Chernobyl, la serie, se erige como una narrativa fundacional (antes de ella el público general sólo reconocía Voces de Chernóbil, de Svetlana Aleksiévich, la brutal crónica en la que se basa la serie). Y esto es bueno. Pero a partir de ahora, desde un imposible grado cero del discurso chernobilesco (los grados cero del lenguaje son siempre ilusorios), dicha ausencia de la narrativa de la tragedia no se simboliza y ocupa con la palabra escrita, sino a través de la TV. Y esto es malo, nos dice Gessen.

Así la autora elabora un boomerang de pros (la excelente puesta en escena de la época con las ropas y los objetos adecuados, la luz “que parece sacada directamente de los 80 y 90 de Bielorrusia y Ucrania”, el sistema jurídico moscovita como un fantoche en el que el juez se reverencia ante el fiscal). Y también de contras: la serie, fundamentalmente, no tiene en cuenta a la burocracia política y los matices entre las profundas diferencias de relación de poder (de clase, al fin) dentro del sistema soviético. Nótese la inteligencia de la propuesta: casi una objeción marxista en uno de los principales medios de la nación más anticomunista, sobre un desastre que terminó sepultando el sistema socialista del Este.

Gessen acusa con fundamento que, debido a estas falencias, el relato cae en el “cine catástrofe”. Si la serie finaliza con las agónicas palabras del científico Legasov (“cuál es el costo de las mentiras”), lo que viene a decir Gessen es que en el caso de Chernobyl difícilmente se llegue a la verdad a través de fantasías, atajos o malas traducciones audiovisuales. Y, sin embargo, a pesar de su lúcido análisis, uno podría discrepar cuando argumenta que la serie falla en culpabilizar a los jerarcas de la planta (por ambicionar un rápido ascenso), en vez de hacerlo hacia todo el sistema soviético. Esa es justamente la brillante lección moral y filosófica de Hanna Arendt que hoy es preciso recordar: no es a los sistemas políticos a lo que debe ponerse en el banquillo de acusados sino a hombres de carne y hueso que, pudiendo haber obrado de una forma, lo hicieron de otra.

Otras críticas también abordaron la puesta en escena y las licencias que se toma el relato. El personaje ficcional de Ulana Khomyuk (interpretada por Emily Watson), que representa a un colectivo de científicos censurados, no tiene mucho sentido según el análisis del experto de Chernóbil, Adam Higginbotham. Como dijo a la cadena CBS: “Muchísimos científicos sabían en su momento de los problemas de este reactor, los problemas que en definitiva condujeron al desastre atómico”. Y con respecto a la reconstrucción histórica, fue el mismo Higginbotham quien en su reseña para The New York Times señaló que el famoso “Puente de la muerte” debido al cual terminaron muriendo sus espectadores por la exposición radiactiva, no es más que un mito urbano. The Moscow Times criticó con acidez y realismo ciertos errores menores en la reconstrucción arquitectónica, pero sobre todo el verosímil de la escena en la que el diputado Boris Shcherbina amenza con arrojar de un helicóptero a Valery Legasov. “Esto sucedió en 1986, no en 1936”, señalaron.

En este sentido, el crítico del New York Times Mike Hale también reprochó “esa tendencia inflacionaria de Hollywood a mostrar cosas que nunca pasaron y convertir las licencia ficcionales en maniobras y melodrama”. Puede que sea cierto, pero la crítica norteamericana, con la misma ferocidad que ensalza productos banales propios, muchas veces por algún síndrome culposo, también sepulta a sus más grandes hitos de la cultura popular: melodrama también son las obras de Ingmar Bergman, de Almodóvar y gemas (estadounidenses) de Douglas Sirk o Todd Haynes.

Chernóbil en la literatura local

Hoy la mitología Chernóbil alumbra también un camino casual, un “accidente” impensado en la literatura argentina, donde lo puramente ficcional influye más que el rigor histórico. Juan José Saer dedicó uno de sus últimos cuentos a la catástrofe. En “Lo invisible”, narra el desastre como una pintura abstracta de Malévich: “negro sobre negro”, “un mundo neutro y blanco”, “un polvo gris y anónimo del tiempo abolido”, en una región en la que solo los ancianos vencerán, porque no temen quedarse en “la zona”. En su crónica de viajes Sombras rusas, Liliana Villanueva convierte una tragedia nacional en una catástrofe conyugal. Y en la obra más abarcadora sobre el tema, la novela Cuaderno de Pripyat, de Carlos Ríos, un hombre común, al igual que El Eternauta, de Oesterheld (otra referencia local en la que también se lucha contra partículas mortales) protagoniza un desgarro en el espacio-tiempo.

Incluso antes y durante el estreno de la serie, su expansión continúa. En su extraordinario cuento “El día inútil”, publicado este año, Julián López así relata una hastiada tarde porteña de domingo: “Se fisuró la central nuclear de cada cuarto de cada casa de cada manzana. Ya es Chernóbil en las casas de Floresta, todo está irradiado de melancolía”. Y en su nueva novela, Degenerado, la escritora Ariana Harwicz, recrea en la psiquis de su irreprimible narrador (¿o sus narradores?) un Chernóbil mental, un manicomio, un sarcófago y una pesadilla estalinista.

A miles de kilómetros de Ucrania, la desgracia de Chernóbil llegó como un estímulo poderoso (una fisión nuclear transformada en ficción, en no-ficción y en ciencia ficción) a la TV global y vuelve a iluminar pequeñas pero ricas partículas de su estallido en la literatura argentina. Marcas, señales, signos y formas de contar una realidad velada que, como dijo Isaac Asimov, “hace 40 años hubiera sido por lejos ciencia ficción y hoy es una sobria y aleccionadora realidad”. “Hombres-cajas negras” se llamó a los silenciosos liquidadores y testigos de la catástrofe por llevar inscriptas en su piel las marcas del desastre nuclear y que casi nunca pudieron hablar. O como escribió T. S. Eliot premonitoriamente al final de su poema “Los hombres huecos”: “Así es como el mundo acaba, no con una explosión, sino con un gemido”.

Fuentes:
Nicolás Pichersky, Chernobyl: cuánto de verdad y cuánto de ficción hay en la serie del momento, 19 julio 2019, Clarín. Consultado 20 julio 2019.
La obra de arte que ilustra esta entrada es "Chernobyl I", de Roberta Griffin.

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