Reflexiones alrededor de la producción que vino a llenar la ausencia de imágenes sobre el peor accidente nuclear de la historia.
por
Nicolás Pichersky
El
dosímetro de radiación crepitando como soundtrack de terror, el
tacto sobre una falsa nieve -polvo radiactivo- con la que juegan los
niños, el color rojo en carne viva por el síndrome de radiación
aguda adherido al blanco fluorescente de los huesos que sobresalen,
el gusto metálico del grafito en la boca de los bomberos. Chernobyl,
ese fenómeno de streaming que desbarrancó en atención y feed de
redes sociales a Games of Thrones, es una experiencia de los
sentidos, un paraíso (o infierno) de imágenes literarias.
De
allí surge la pregunta fundamental, ya no por los sentidos o
estímulos de las serie, sino por el sentido, por el significado y su
narrativa: ¿cómo recrear y reproducir aquello que prácticamente no
existió en el lenguaje? Porque si la tragedia de Chernóbil tuvo
lugar, su representación fue casi nula: la censura y la propaganda
soviética -dos caras de una misma moneda que harían del homo
sovieticus un mártir y un buchón, o como ilumina Salvador Benesdra
al comienzo de La traducción, “la izquierda víctima y la
izquierda verduga”- no permitieron ningún relato, canción o
película sobre el desastre.
¿Una
serie catástrofe?
En
la magnífica nota de Masha Gessen, para The New Yorker, “What HBO’s `Chernobyl` Got Right, and What It Got Terribly Wrong”,
esta “sovietóloga” experta y rusa de nacimiento se pregunta
justamente qué está bien y qué está mal en la serie. Su
exposición es inteligentísima: Chernobyl, la serie, se erige como
una narrativa fundacional (antes de ella el público general sólo
reconocía Voces de Chernóbil, de Svetlana Aleksiévich, la brutal
crónica en la que se basa la serie). Y esto es bueno. Pero a partir
de ahora, desde un imposible grado cero del discurso chernobilesco
(los grados cero del lenguaje son siempre ilusorios), dicha ausencia
de la narrativa de la tragedia no se simboliza y ocupa con la palabra
escrita, sino a través de la TV. Y esto es malo, nos dice Gessen.
Así
la autora elabora un boomerang de pros (la excelente puesta en escena
de la época con las ropas y los objetos adecuados, la luz “que
parece sacada directamente de los 80 y 90 de Bielorrusia y Ucrania”,
el sistema jurídico moscovita como un fantoche en el que el juez se
reverencia ante el fiscal). Y también de contras: la serie,
fundamentalmente, no tiene en cuenta a la burocracia política y los
matices entre las profundas diferencias de relación de poder (de
clase, al fin) dentro del sistema soviético. Nótese la inteligencia
de la propuesta: casi una objeción marxista en uno de los
principales medios de la nación más anticomunista, sobre un
desastre que terminó sepultando el sistema socialista del Este.
Gessen
acusa con fundamento que, debido a estas falencias, el relato cae en
el “cine catástrofe”. Si la serie finaliza con las agónicas
palabras del científico Legasov (“cuál es el costo de las
mentiras”), lo que viene a decir Gessen es que en el caso de
Chernobyl difícilmente se llegue a la verdad a través de fantasías,
atajos o malas traducciones audiovisuales. Y, sin embargo, a pesar de
su lúcido análisis, uno podría discrepar cuando argumenta que la
serie falla en culpabilizar a los jerarcas de la planta (por
ambicionar un rápido ascenso), en vez de hacerlo hacia todo el
sistema soviético. Esa es justamente la brillante lección moral y
filosófica de Hanna Arendt que hoy es preciso recordar: no es a los
sistemas políticos a lo que debe ponerse en el banquillo de acusados
sino a hombres de carne y hueso que, pudiendo haber obrado de una
forma, lo hicieron de otra.
Otras
críticas también abordaron la puesta en escena y las licencias que
se toma el relato. El personaje ficcional de Ulana Khomyuk
(interpretada por Emily Watson), que representa a un colectivo de
científicos censurados, no tiene mucho sentido según el análisis
del experto de Chernóbil, Adam Higginbotham. Como dijo a la cadena
CBS: “Muchísimos científicos sabían en su momento de los
problemas de este reactor, los problemas que en definitiva condujeron
al desastre atómico”. Y con respecto a la reconstrucción
histórica, fue el mismo Higginbotham quien en su reseña para The
New York Times señaló que el famoso “Puente de la muerte”
debido al cual terminaron muriendo sus espectadores por la exposición
radiactiva, no es más que un mito urbano. The Moscow Times criticó
con acidez y realismo ciertos errores menores en la reconstrucción
arquitectónica, pero sobre todo el verosímil de la escena en la que
el diputado Boris Shcherbina amenza con arrojar de un helicóptero a
Valery Legasov. “Esto sucedió en 1986, no en 1936”, señalaron.
En
este sentido, el crítico del New York Times Mike Hale también
reprochó “esa tendencia inflacionaria de Hollywood a mostrar cosas
que nunca pasaron y convertir las licencia ficcionales en maniobras y
melodrama”. Puede que sea cierto, pero la crítica norteamericana,
con la misma ferocidad que ensalza productos banales propios, muchas
veces por algún síndrome culposo, también sepulta a sus más
grandes hitos de la cultura popular: melodrama también son las obras
de Ingmar Bergman, de Almodóvar y gemas (estadounidenses) de Douglas
Sirk o Todd Haynes.
Chernóbil
en la literatura local
Hoy
la mitología Chernóbil alumbra también un camino casual, un
“accidente” impensado en la literatura argentina, donde lo
puramente ficcional influye más que el rigor histórico. Juan José
Saer dedicó uno de sus últimos cuentos a la catástrofe. En “Lo
invisible”, narra el desastre como una pintura abstracta de
Malévich: “negro sobre negro”, “un mundo neutro y blanco”,
“un polvo gris y anónimo del tiempo abolido”, en una región en
la que solo los ancianos vencerán, porque no temen quedarse en “la
zona”. En su crónica de viajes Sombras rusas, Liliana Villanueva
convierte una tragedia nacional en una catástrofe conyugal. Y en la
obra más abarcadora sobre el tema, la novela Cuaderno de Pripyat, de
Carlos Ríos, un hombre común, al igual que El Eternauta, de
Oesterheld (otra referencia local en la que también se lucha contra
partículas mortales) protagoniza un desgarro en el espacio-tiempo.
Incluso
antes y durante el estreno de la serie, su expansión continúa. En
su extraordinario cuento “El día inútil”, publicado este año,
Julián López así relata una hastiada tarde porteña de domingo:
“Se fisuró la central nuclear de cada cuarto de cada casa de cada
manzana. Ya es Chernóbil en las casas de Floresta, todo está
irradiado de melancolía”. Y en su nueva novela, Degenerado, la
escritora Ariana Harwicz, recrea en la psiquis de su irreprimible
narrador (¿o sus narradores?) un Chernóbil mental, un manicomio, un
sarcófago y una pesadilla estalinista.
A
miles de kilómetros de Ucrania, la desgracia de Chernóbil llegó
como un estímulo poderoso (una fisión nuclear transformada en
ficción, en no-ficción y en ciencia ficción) a la TV global y
vuelve a iluminar pequeñas pero ricas partículas de su estallido en
la literatura argentina. Marcas, señales, signos y formas de contar
una realidad velada que, como dijo Isaac Asimov, “hace 40 años
hubiera sido por lejos ciencia ficción y hoy es una sobria y
aleccionadora realidad”. “Hombres-cajas negras” se llamó a los
silenciosos liquidadores y testigos de la catástrofe por llevar
inscriptas en su piel las marcas del desastre nuclear y que casi
nunca pudieron hablar. O como escribió T. S. Eliot premonitoriamente
al final de su poema “Los hombres huecos”: “Así es como el
mundo acaba, no con una explosión, sino con un gemido”.
Fuentes:
Nicolás Pichersky, Chernobyl: cuánto de verdad y cuánto de ficción hay en la serie del momento, 19 julio 2019, Clarín. Consultado 20 julio 2019.
La obra de arte que ilustra esta entrada es "Chernobyl I", de Roberta Griffin.
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