FC Stroitel Pripyat |
Andriy Shevchenko, que tuvo que huir de su ciudad por la catástrofe nuclear, representa la cara de una tragedia.
por Rafa
Cabeleira
Existe
un estadio en el mundo donde los árboles han crecido libres en
ausencia del hombre, convertidos en protagonistas estáticos de un
partido de fútbol que jamás llegó a disputarse. El 26 de abril de
1986, cinco días antes de su inauguración oficial como nueva casa
del FC Stroitel Pripyat, el reactor número 4 de la planta nuclear de
Chernóbyl hacía explosión y aplazaba para siempre las aspiraciones
del estadio Avanhard, por entonces la menor de las preocupaciones
para una población que estaba a punto de perderlo todo. Aquella
estructura de hormigón sin historia es hoy uno de los principales
reclamos turísticos de la zona, y sus árboles futbolistas ejercen
como testigos directos de esa belleza confusa, desoladora, que suele
dejar tras de sí cualquier tragedia.
Como
tantas veces ha sucedido en la historia del fútbol, el principal
motor de crecimiento del Stroitel terminó por convertirse en su
tumba. El club, como la ciudad, se alimentaba de la prosperidad
relativa que emanaba de la central nuclear y los futbolistas que
decidían enrolarse en sus filas se beneficiaban de los contratos de
trabajo suscritos por los dirigentes de Chernóbyl, una mera
formalidad que no les impedía comportarse como auténticos
profesionales: entrenar y jugar, sin mayores obligaciones laborales.
Todo esto lo propiciaba Vasili Kizima Trofimovich, jefe de
construcción en la central y único presidente en la corta historia
del Stroitel. Por sus manos, además de las decisiones más
importantes en materia de ingeniería civil y diseño arquitectónico
de Pripyat, pasaron también las ambiciones deportivas de un club que
ya contaba, entre otras cosas, con su propia academia de fútbol
formativo cuando la explosión del reactor iluminó la noche con su
terrorífico aliento. El nuevo estadio debía ser la piedra
definitiva que sostuviera el ascenso del equipo local a la élite del
fútbol soviético pero todo quedó en suspensión, como las
partículas asesinas que invadieron el aire de la región.
A
231 kilómetros de Chernobyl se encuentra el pueblo de
Dvirkivshchyna, donde un niño de nueve años escala la fachada de
una casa para recuperar la pelota que ha terminado en el tejado. Se
llama Andriy Shevchenko y, para su sorpresa, descubre que la cubierta
está llena de balones perdidos, olvidados, así que decide
llevárselos a casa. Su padre, mecánico militar, regresa ese día
con un dispositivo para medir la radiación y al someter los cueros
al escrutinio de la máquina comprueban que los índices de
radioactividad son muy altos. La familia decide abandonar
Dvirkivshchyna y refugiarse en Kiev, donde las pruebas médicas
descartan la presencia de las temidas partículas en el cuerpo del
muchacho. Con el tiempo, Shevchenko regresará a su pueblo natal y
comenzará una carrera meteórica que lo convertirá en el mejor
futbolista ucraniano de todos los tiempos y Balón de Oro de 2004.
Su
figura representa la cara de una moneda que la catástrofe de
Chernóbyl lanzó al aire y en la que el estadio Avanhard y el FC
Stroitel Pripyat - en términos futbolísticos- se llevaron la cruz.
Hoy solo juegan allí unos árboles que, como si del mismísimo Camp
Nou se tratara, alzan la mirada y apenas ven algo más que turistas:
“Será el sino de los tiempos”, pensarán, como si a lo más
desabrido del fútbol moderno se pudiera llegar por diferentes
caminos.
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