por Fernando Jorge Soto Roland
Ruinas del Boulevard Atlántico Hotel |
"Somos una enciclopedia de fatalidades"
Cioran, Adiós de la Filosofía , pág. 99
Los lugares abandonados son receptáculos de una libertad muy particular. Ajenos a todo control, y al margen de las leyes vigentes, parecen querer resistir todo intento de sometimiento humano. Espacios de anarquía que sólo se apartan del caos por intervención de la imaginación de quienes los recorren. Únicamente de ese modo, los ambientes adquieren el sentido y la función original que tuvieron cuando estaban poblados y la vida ordenada despejaba los peligros inherentes que le atribuimos a los “desperdicios”.
Hay edificios y pueblos abandonados que nos remiten a un modo de ver el mundo que podríamos calificar de budista. La impermanencia de las cosas, la debacle del deseo y la lección de saber dejar que todo se vaya (o quede atrás) son, quizá, las lecciones filosóficas más profundas que se puedan encontrar en esos sitios.
Lugares sombríos, marginales, incontrolados. Sometidos a las fuerzas de la naturaleza y desprovistos de cualquier control racional, los sitios abandonados abonan nuestro temor natural a la oscuridad y a lo sobrenatural. En ellos todo parece posible, especialmente de noche, cuando los sonidos y las sombras adquieren características más extrañas que durante las horas diurnas. No es de extrañar, entonces, que sean los escenarios más propicios para el miedo.
Lugares sombríos, marginales, incontrolados. Sometidos a las fuerzas de la naturaleza y desprovistos de cualquier control racional, los sitios abandonados abonan nuestro temor natural a la oscuridad y a lo sobrenatural. En ellos todo parece posible, especialmente de noche, cuando los sonidos y las sombras adquieren características más extrañas que durante las horas diurnas. No es de extrañar, entonces, que sean los escenarios más propicios para el miedo.
Para algunos, los lugares abandonados son sitios agradables; ricos en formas, libertad y un decadente sentido de la continuidad. Inspiración muy propia para las artes de vanguardia y el snobismo, los desechos pueden convertirse en la materia prima del obras de arte contemporáneo, dado que los contornos y formas que produce la degradación son únicos y muchas veces no reproducibles.
“La esencia y la belleza de las cosas reside en su carácter perecedero”, dijo E. M. Cioran. Tenía razón.
Los lugares abandonados son catárticos. Allí el espíritu destructor y vandálico que todos llevamos dentro se expande sin coacción de ningún tipo. Enmascarados por el silencio, la soledad y el grosor de sus paredes -fuera del alcance de la vista de otros- el placer de romper cosas, en especial vidrios, no encuentra regulación alguna. ¿Será por eso que los cristales de las ventanas de todas las casas abandonadas están partidos por certeros piedrazos? Muy pocas los conservan intactos. ¿Qué se esconde detrás de esa vandálica vocación? ¿El mero regodeo de sentir el sonido del resquebrajamiento? ¿Una forma de dejar una marca personal, como si estuviéramos marcando territorio? ¿O es acaso una manifestación de rechazo inconciente al temor que nos producen las cosas que nos anuncian la decadencia y muerte segura?
De entre todas las partes que tienen las edificaciones, los jardines y parques son las primeras en sublevarse cuando el sitio queda abandonado. Enredaderas, yuyos y plantas desbocadas sin el control ejercido por el hombre, desoyen la domesticación a la que habían sido reducidas y lo copan todo. Presionan y resquebrajan el asfalto; retuercen hierros; escalan y desmoronan paredes. El mundo vegetal reclama el escenario. Lo reconquista sin pausa. Lo vuelve propio. Un jardín abandonado es la naturaleza en movimiento. Es autonomía. Es la anarquía hecha ramas. Tal vez por eso sean más impactantes que la selva misma. Mientras que ésta denota la fuerza bruta de la naturaleza, los jardines y parques abandonados son la esencia de la revancha. Del descontrol. La pérdida de una batalla.
Durante 25 años viví en Mar del plata, una ciudad que “abandona” hacia el mes de marzo un alto porcentaje de sus viviendas. Recorrer en pleno invierno el barrios “Los Troncos” es como caminar por un cementerio de mansiones y casonas sin vida. Cerradas, clausuradas. Abandonadas hasta la próxima temporada. Lo mismo sucede con muchos hoteles, balnearios y complejos sindicales. Parte de la ciudad se torna casi deshabitada y sus playas, capaces de contener cerca de 2 millones de personas, pasan a retener un total no superior a los 700.000 habitantes estables. La avenida Colón, después de cruzar la calle Buenos Aires en dirección a la costa, se transforma e un inmenso palomar vacío. Así se perciben sus alto edificios de departamentos, con todas las persianas bajas, sin un alma en los balcones y con escasas aberturas iluminadas por las noches. La ciudad trasmuta en pueblo. Un pueblo que deja traslucir el poder económico de un sector de la sociedad argentina que puede darse el lujo de convertir decenas de unidades habitacionales en espacios inútiles durante casi nueve meses del año.
“Era”. Todo “era”. El verbo “ser” en pasado. Así, con esa palabra conjugada en ese tiempo gramatical, es como se recorren los lugares abandonados. Esto “era” aquello (un hotel, una casa, un galpón, una fábrica); pero que ya no es. Acá se comía, se vivía, se bailaba, se trabajaba, se lloraba y se hacía el amor. Pero ya nada de eso ocurre más. El lugar está vacío, roto, perlado por goteras, decorado de telarañas. La decadencia y el deterioro en tiempo presente.
Una pregunta es la que se repite una y otra vez: ¿qué habrá sido este lugar? ¿Qué función cumplió este edificio? ¿Qué se esconde detrás de esos escombros informes que yacen sobre el suelo? La respuesta: recuerdos. Y a veces ni siquiera eso.
En una oportunidad conocí a un hombre de por sí muy singular. Tenía más de seis décadas sobre sus hombros. El pelo por completo cano y su mirada era lánguida, triste. De profesión: hotelero. Era propietario de un inmenso edificio construido en la última década del siglo XIX en un pequeño pueblo de la costa bonaerense. Vivía solo. Era viudo y el único habitante de su hotel abandonado. Había algo de patético en ese sujeto. Verlo deambular en aquella propiedad derruida constituía en sí mismo un espectáculo por momentos macabro. Como si fuera un fantasma encarnado, Eduardo Gamba -ese era su nombre- se pasaba el día recorriendo ambientes vacíos, llenos de humedad y descascarados por el paso del tiempo. Todo a su alrededor era decadencia. Todo era viejo. Gastado. Tambaleante. Incluso no era posible recorrer el primer piso por una cuestión de seguridad. Los cielorrasos estaban quebrados y la escalera que conducía a la planta alta se tambaleaba. Había que saber dónde pisar y qué zonas no frecuentar, a menos que se deseara sufrir un accidente. El hombre y el hotel estaban unidos por un lazo que nadie podía ver a primera vista. No era una ligazón material. Eran sus recuerdos los que lo ataban al lugar. Vivía de ellos y en ellos. El viejo hotel lo había fagocitado. Lo retenía en su seno como si fuera un rehén. La fuerza del pasado no lo dejaba entrar en el presente. Gamba vivía en otra dimensión. Una dimensión particularísima, propia, intransferible. Las remembranzas retenían a ese hombre y el edificio, venido a menos por los años y la falta de inversiones, lo conservaba como si él fuera un residuo del pasado. Uno más, entre los miles de cosas que se pudrían allí adentro. Vivía entre las ruinas. Su manutención dependía de la venta de souvenirs confeccionados por él mismo y de los recuerdos que relataba a los pocos turistas que se acercaban, curiosos y sorprendidos, a su monumental hotel. El deterioro del lugar sólo era combatido por sus relatos. En ellos uno podía imaginar el Boulevard Atlántico Hotel lleno de vida, reluciente. Pero bastaba que Eduardo Gamba dejara de hablar para que todos los ambientes volvieran a ser lúgubres, abandonados. El viejo era la últimas de las almas que les quedaba. El único motor que les insuflaba algo de vida. Un motor alimentado por la nostalgia.
Pablo Novak habita una ciudad muerta. Como Eduardo Gamba, en Mar del Sur, Novak pasa horas entre las ruinas de un lugar abandonado, pero a diferencia del hotelero, él recorre un pueblo entero. Una localidad tragada por el agua hace más de 25 años y que recién ahora (2011) empieza a emerger, dejando a la vista el desastre sufrido en la Villa de Epecuén. En el anciano los sentimientos aparecen entremezclados. No hay tristeza en sus ojos, pero tampoco hay felicidad. El tiempo lo adaptó. Es como si Epecuén fuera una ruina eterna. De hecho, ya hay una generación que la conoció derruida por el agua salada. Sólo las viejas fotos recrean las temporadas veraniegas, las risas y la felicidad que en ella disfrutaban los turistas. quedan también las escenas grabadas en súper-8. Son traumáticas. Cuesta creer que esa villa veraniega de la provincia de Buenos Aires ya no exista, y verla con vida en esas antiguas filmaciones de las décadas de 1960 y 1970 tiene algo de macabro. Es como abrir un viejo ataúd y asomarse dentro para percibir que hoy sólo quedan restos informes. Gamba y Novak viven en un velorio permanente. Luchan contra la extinción total de esos lugares. Protegen, en un duelo patológico. la memoria. Perpetúan un funeral que parece no acabar nunca, pero que llegará a su fin cuando ellos mueran.
Hemos erradicado a la muerte. Nuestra cultura la niega, la rechaza, la maquilla. Es de “mal gusto” hacer referencia a ella. Se ha convertido en algo “pornográfico”. La evitamos a toda costa, a pesar de estar presente en cada segundo de nuestras vidas, la “vivimos” con dramatismo y miedo. Camuflamos los cementerios y borramos los tradicionales rituales de aflicción y de luto. Encerramos a nuestros enfermos. Deshumanizamos la agonía metiéndolos en ambiente asépticos, regenteados por modernos Barones Samedis que visten delantales blancos y poseen títulos universitarios en medicina. Como ocurre con los desechos, la muerte y los muertos se alejan de nosotros. Los confinamos a las afueras, en los suburbios. Lejos. Bien lejos. Como a la basura que producimos los rechazamos. Siguen metiendo miedo. Nos inquietan. Aún así, deberíamos modificar esa actitud. Necesitamos aceptar socialmente la decadencia, incluso en nuestros pueblos y edificios. Tal vez así los disfrutemos un poco más, y de la destrucción podamos construir una nueva y diferente actitud ante la vida.
Los lugares desolados tienen un encanto ambiguo. Y cuanto más antiguos, más prestigio adquieren al convertirse en “ruinas antiguas”. Lo viejo se impregna de prestigio cuando transmuta en material arqueológico. ¿Qué cantidad de tiempo debe transcurrir para que se opere ese cambio de status? ¿Veinticinco, cincuenta, cien o mil años? Cuando veamos en nuestras ruinas contemporáneas lo mismo que apreciamos frente al Partenón de Atenas o Machu Picchu, en el Perú, seremos capaces de disfrutar de la decadencia que, en última instancia, es el único reflejo en el que todos estamos inmersos. El día que eso suceda, los lugares abandonados dejaran de producirnos temor y los fantasmas, tal vez, deban buscar otros sitios donde guarecerse.
Pocas imágenes son más representativas de la muerte que un árbol seco. En miles de cuadros y fotografías sus estampas nos llaman la atención. Por eso, cuando observamos bosques enteros, muertos de pie, es imposible no reparar en la escena y sentirnos “extraños”; sintiendo “extraño” el lugar donde se levantan. Tanto en Miramar (Córdoba) como en Epecuén (Buenos Aires), los eucaliptos secos y sin una sola hoja, exhibiendo sus raíces al aire, como si fueran los tentáculos de miles de pulpos petrificados, imperan por doquier. Convocan nuestras fantasías y morbo. Son el decorado perfecto del caos.
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