El
presente articula una crisis sanitaria, económica y civilizatoria.
Todo hace prever que es un momento de inflexión en la historia de la
Humanidad, y pensar la transición hacia el mundo que queremos es
urgente para desatar el nudo en el que nos encontramos. En tiempos de
pandemia, el acceso a la salud, vivienda y energía se constatan como
derechos vitales, y sitúan no solo la importancia del rol del
Estado, sino también de lo público y lo común. Con aquel objetivo
y esta certeza proponemos pensar nuestro tiempo en clave de soberanía
y transición energética como nodos para construir ese mundo.
Transitamos
tres crisis que se intersectan sobre el largo proceso de
precarización de las condiciones de vida de las mayorías. De una
parte, la crisis sanitaria que amenaza la vida de miles, quizás
millones, de personas en el planeta y obliga a tomar medidas que
contengan el colapso de los abandonados sistemas sanitarios,
resultado de cuarenta años de neoliberalismo en buena parte del
mundo.
Al
mismo tiempo, nos enfrentamos a una crisis de sobreproducción que,
paradójicamente, deja a millones sin acceder a bienes básicos. Es
una crisis económica cuyas consecuencias son aún difíciles de
dimensionar. La economía mundial, que venía golpeada, sufrió una
virtual paralización por el coronavirus. Todos los índices se
desplomaron y hay que remontarse a la década de 1930 para buscar
comparaciones.
Nos
encontramos, finalmente, ante una crisis civilizatoria debido a que
distintas dimensiones del modelo actual -como la agroindustrial o la
energética- exacerbaron la degradación ambiental llevando al
planeta a un límite climático: si se supera el calentamiento global
de 1,5 °C, las consecuencias climáticas serán imprevisibles. Los
llamados “desastres naturales” son más bien el resultado de la
brutal transformación que provoca el accionar capitalista sobre el
medio natural, del que también somos parte. El virus que genera el
COVID-19, como antes las gripes denominadas aviar y porcina, se
inscribe dentro de esta modificación del medio natural que genera
consecuencias imprevisibles, lo que nos exige replantear también la
relación con el modelo alimentario (Grain, 2020 y Chuang, 2020).
El
derecho a la energía
La
mercantilización de los sistemas de salud y el vaciamiento
correlativo de la asistencia pública expusieron sus limitaciones
para afrontar crisis sanitarias de esta envergadura. Esto motivó un
profundo debate sobre el rol del Estado y lo público que, sin
embargo, aún no se extendió hacia la condición de otros derechos
que en las últimas décadas sufrieron procesos similares, como el
derecho a la energía y al vivir en un ambiente sano.
La
consolidación de una perspectiva que entienda a la energía como
derecho y como un bien fundamental para la reproducción de la vida,
que debe estar garantizado para la población en general, destraba
muchos de los problemas derivados de la privatización y gestión
mercantil de este bien común y estratégico. La búsqueda
respuestas democráticas a las preguntas que desde hace años postula
el movimiento socioambiental: ¿energía para quién, para qué y
cómo?, nos parece un paso sustantivo en ese camino. Ese debate
permite, además, afrontar de manera directa el problema más urgente
en torno a la energía: o se ralentiza de manera notable la quema de
combustibles fósiles o nos mantenemos en una crisis planetaria,
sobre la que los gobiernos pueden hacer mucho más, como queda
demostrado por el accionar frente a la pandemia.
La
difícil situación global se entrama, en Argentina, con una
dependencia hidrocarburífera mucho mayor a la del resto de los
países de la región. Casi el 90 % de la energía consumida proviene
del gas y petróleo, lo que provoca la subordinación a una
explotación que se maneja (en términos de inversión, tecnología y
precio) fronteras afuera, y genera una inconsistencia central en
cualquier modelo de país soberano. Durante el último siglo todas
las crisis energéticas del país se resolvieron aumentando el uso de
los hidrocarburos. Existe un consenso sobre la continuidad de la
explotación de combustibles fósiles en los bloques de poder
empresarial y político, pero además, la falta de diversificación
de la matriz productiva de las ‘provincias petroleras’,
condiciona cualquier cambio de rumbo para el corto y mediano plazo.
Este
contexto se articula con las dificultades que venimos señalando
sobre la puesta en marcha del megaproyecto Vaca Muerta, en el que
estuvo puesto el foco gubernamental en los últimos siete años.
Hasta el momento, la inversión oficial y la de YPF fueron los
pilares de la expansión de la extracción en el megaproyecto Vaca
Muerta. Hoy los dos están muy debilitados. La insostenibilidad de la
explotación de ese reservorio en términos de polo exportador por
falta de inversión trasnacional, de infraestructura y un mercado de
destino cada vez más incierto, se corrobora aún más ante la
restricción fiscal, ya que no se podrán sostener subsidios que
funcionaron como respirador artificial de la explotación. En tanto,
la situación financiera de YPF es crítica: sus deudas hacen muy
difícil que pueda sostener los niveles de inversión de los últimos
años. Por todo esto, encontramos profundas dificultades para que
este megaproyecto pueda ser el dinamizador de la economía y
generador de encadenamientos productivos de insumos y de producción,
como postuló el Presidente de la Nación, Alberto Fernández, en la
apertura de sesiones ordinarias del Congreso a comienzos de marzo.
Una duda que, después de casi un década de consenso abrumador, cada
vez más voces comienzan sugerir, a la par de que se denuncia un
aumento de la contaminación, la violación de derechos ambientales,
humanos y, en específico, de comunidades mapuche en los territorios
afectados por el fracking.
Esta
gran apuesta gubernamental es un emprendimiento cuyo timón, como
dijimos, está fuera del país. Su suerte está atada en gran parte a
la viabilidad y rentabilidad de otros megaproyectos del mundo y al
precio internacional de los hidrocarburos. En un contexto de
sobreoferta global de gas y de caída estrepitosa del precio del
crudo, solo una obstinada perspectiva podría seguir erigiendo al
megaproyecto como la salvación nacional. Poco antes de la asunción
del nuevo gobierno, deseábamos que la política energética y
económica argentina se desprendiera de esa empecinada apuesta. “No
focalizar en Vaca Muerta, construir alternativas energéticas y
económicas son algunas de las posibilidades que esta nueva etapa
tendría que permitirnos construir”, sostuvimos entonces. Este
contexto no hace más que acelerar la necesidad de cambios
sustantivos que permitan torcer el rumbo.
Una
transición en el horizonte
Cada
vez se hace más presente en el debate público la necesidad de
entender el acceso a los servicios básicos como la energía y el
agua como derechos humanos. Una parte importante de la población del
país sigue sumida en la pobreza energética, es decir, que no puede
pagar la energía para cubrir sus necesidades básicas o destina una
proporción excesiva de sus ingresos para que no le corten los
servicios. Mejorar el acceso no es un objetivo opuesto a la necesidad
de reducir las emisiones, se puede desfosilizar la matriz
desarrollando otras fuentes y simultáneamente ampliar derechos.
Además, políticas de ahorro y eficiencia energética, que tomen en
cuenta que tenemos responsabilidades comunes pero diferenciadas,
pueden contribuir a ese objetivo. La demanda doméstica debe estar
incluída en esa política, pero es necesario empezar por los
sectores que más consumen: hogares de clase alta, sectores
industriales y transporte. Sumar ese factor a la ecuación económica
es elemental porque, por ejemplo, discutir la energía en las
provincias mineras es básicamente discutir la megaminería.
El
consumo es justamente uno de los factores que acelera la economía y
pilar de la ilusión capitalista de crecimiento ilimitado. Hoy,
coronavirus mediante, esa ilusión se deshace por la caída de la
capacidad económica de la mayoría de la población precarizada, o
la inutilidad del dinero de los sectores más acomodados. Esto puede
ser solo un paréntesis pero nos permite pensar otra relación con el
consumo. En un planeta de recursos finitos no se puede tener como
objetivo el crecimiento ilimitado. Entonces toda medida de ahorro o
eficiencia energética tienen en sí el germen de ser
contrasistémicas. Sin embargo esta eficiencia debe estar puesta al
servicio de una disminución de la generación energética y no
transformarse en un nicho de mercado, lo que requiere cambiar los
patrones de gestión de la energía que hoy están centrados en la
alta rentabilidad de unas pocas empresas.
Nos
interesa pensar esto no de manera individual, sino de manera común.
Esto implica que el Estado debe controlar al sector energético,
declarando de interés público a la generación, transporte y
distribución de la energía, paso necesario para la expropiación de
estas empresas que, para garantizar este interés público, deben ser
cogestionadas por los y las trabajadoras, usuarias y afectadas. Sin
embargo, no creemos que esta necesidad pública del sector energético
se reduzca solo a eso. Las herramientas que entregan cooperativas y
comunidades para la gestión y generación de energía pueden ser la
base de un modelo energético que responda a necesidades locales, a
diferencia de la actualidad, donde existen grandes polos de consumo
de energía generada en zonas destinadas a ser sacrificadas.
Somos
conscientes de que la idea de transición energética hoy está en
disputa. Algunos sectores del capital utilizan la noción de
“economía verde” para maquillar el modelo a través de fuentes
renovables. Las fuentes no son buenas de por sí, requieren de
insumos minerales y dependen de las condiciones en que se
desarrollan. El potencial del tránsito a energías como la eólica y
la solar está en que permite modificar el panorama de poder dentro
del sector y habilita la disputa entre mantener un modelo privados y
concentrado o construir una gestión más democrática y pública.
Por eso, la transición a energías renovables debe estar acompañada
de planteos que confronten con la perspectiva actual: que no se
piensen desde la lógica de megaproyecto ni estén en manos privadas,
por ejemplo. Al mismo tiempo esa transición debe ser con justicia,
esto es, contemplar a las y los trabajadores del sector y no redundar
en despidos masivos.
Algunos
sectores del poder incluso intentan instalar la idea de que ante el
cambio climático el gas puede ser un combustible “puente” hacia
las nuevas fuentes de energía. Si solo consideramos la combustión,
el gas genera menos dióxido de carbono (CO2) que la quema de otros
combustibles fósiles. Sin embargo, las “emisiones fugitivas” de
gas metano, es decir, las que se producen durante su extracción y
transporte, son tan o más nocivas que las del CO2, sobre el que se
enfocan la mayoría de las miradas. En síntesis, los bloques del
poder tienen aceitada una respuesta para seguir sosteniendo el modelo
fósil en este momento crítico de la historia. Es necesario poder
dar una respuesta popular a este problema, encontrar elementos
comunes para dar el debate en mejores condiciones; crear y disputar
una propuesta de energía desde los pueblos.
Todo
momento crítico tiene una salida, que es la que determina el período
que viene después. El geógrafo inglés David Harvey sostiene que la
crisis económica de 2008 relocalizó el mapa de poder global en
torno a China, que funcionó como salvador de la economía mundial al
impulsar el superciclo de las materias primas (boom de los
commodities). Esto, a nivel regional significó un renovado proceso
de mercantilización de la naturaleza con el consecuente impacto en
los territorios y comunidades locales. La modificación del medio
natural por parte del capital tiene consecuencias imprevisibles, como
la actual crisis sanitaria mundial. Ambas crisis, la climática y la
sanitaria, se articulan ante la encrucijada civilizatoria en la que
nos encontramos, que nos exige disminuir drásticamente el consumo de
combustibles fósiles para sostener nuestra vida en el planeta. Lejos
de una lectura colapsista, estas crisis dan un marco de acción para
repensar el rol del Estado, de lo público, de lo común, de nuestra
relación con la Naturaleza, de la que también somos parte. En ese
imaginar todo de nuevo, la construcción de una transición
energética debe ser parte de un nuevo mundo que podemos prefigurar
mientras transcurre la pandemia.
Fuentes:
Pandemia, energía y crisis global: a la urgencia se responde con soberanía, 15 abril 2020, Observatorio Petrolero Sur.
Dibujo Chelo Candia.
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