Sobrevolaron
la central nuclear bombardeando de arena y cemento el reactor número
4 para sofocar las llamas y contener el escape radiactivo.
por
Mónica Arrizabalaga
El
diario ruso «Pravda» apenas le dedicó diez líneas a Anatoly
Grishchenko cuando falleció en 1990 por una doble leucemia en el
hospital de Seattle (Washington), a pesar de que en su día había
sido condecorado con el mayor honor de los concedidos por su país,
la orden de Héroe de la Unión Soviética. El «piloto de
Chernóbil», como era popularmente conocido en Estados Unidos,
sobrevoló la central nuclear accidentada el 26 de abril de 1986
hasta cuarenta veces con su helicóptero para sofocar las llamas del
reactor número 4 con arena y cemento. Las radiaciones que soportó
en aquella peligrosa misión le costaron la vida cuatro años
después.
Grishchenko
se había trasladado a Estados Unidos para someterse a un trasplante
de médula ósea gracias a la iniciativa de otro piloto, Cap Parlier,
director del departamento de pruebas de la compañía McDonell
Douglas, que se enteró de su estado de salud. Allí había recibido
el mejor tratamiento disponible y se había convertido en un héroe
popular. Recibía más de cien cartas al día de personas que se
interesaban por su salud y le deseaban una pronta recuperación.
Hasta Mijaíl Gorbachov le escribió una durante una visita a Estados
Unidos. Pero en la Unión Soviética, las autoridades aún guardaban
secretismo acerca de la catástrofe nuclear.
Otros
de los aviadores que, como él, arriesgaron sus vidas para contener
el escape radiactivo murieron en silencio, diseminados por la
geografía soviética. Alfredo Semprún contó en ABC la historia de
uno de estos pilotos que aún malvivía enfermo de cáncer en 1993.
Al
teniente ucraniano Vasili Manyko, piloto del Escuadrón de Bombardeo
Táctico con base en Kiev, le llegó la orden de alerta la mañana
del 27 de abril, apenas unas horas después de que se produjeran las
dos explosiones en Chernóbil. «Había sido entrenado durante años
para una misión específica: colocar una bomba de quinientos kilos
sobre un blanco no mayor de doce metros de diámetro a más de
ochocientos kilómetros por hora y en medio del fuego antiaéreo
enemigo. Pero durante los próximos doce meses, el teniente mayor y
sus compañeros de escuadrón iban a cambiar de trabajo», relataba
el periodista.
En
aquellas primeras horas, un centenar de bomberos luchaba
incansablemente para contener las llamas que amenazaban por alcanzar
el reactor 3, multiplicando la magnitud de la tragedia. La mayoría
de ellos en mangas de camisa. Apenas había trajes protectores
disponibles, que se reservaron para los 28 que se presentaron
voluntarios para atacar la base de las llamas. El plan era que los
equipos que éstos formaron se renovaran cada pocos minutos, pero las
circunstancias se impusieron y los siete primeros que entraron
permanecieron junto al reactor hasta que lograron controlar el fuego.
Pasaron noventa minutos expuestos a niveles de radiación varias
veces mortales. Andrei Tormozín, el primero en adentrarse en la
central, murió a las pocas horas y sus compañeros, días después.
Los que se quedaron fuera, en medio de la nube radiactiva,
fallecieron apenas unos meses más tarde.
El
primer encargo que recibieron Vasili y sus compañeros de escuadrón
consistió en realizar unos vuelos de reconocimiento sobre la central
para fotografiar los daños. «Ya se había decidido que la única
manera de detener la emisión de sustancias radiactivas, que
alcanzaba más de mil metros de altitud, era bombardeando el bloque
del reactor con arena, plomo, boro y arcilla, con el fin de conseguir
una mezcla que resistiera algunos días el poder destructivo de una
radiación que se combinaba con temperaturas superiores a los mil
grados centígrados», explicaba Semprún. Tras intentarlo sin éxito
desde aviones de transporte de gran capacidad -«ni los mejores
técnicos en el bombardeo de precisión eran capaces de asegurar que
una carga de tal naturaleza cayera exactamente sobre el blanco»-, se
decidió el empleo de helicópteros pesados, que podían permanecer
en vuelo estacionario sobre el reactor y asegurar el lanzamiento.
Pese
al riesgo que entrañaba la misión, el mayor Anatoly Grishchenko
logró formar dos docenas de tripulaciones con pilotos y técnicos en
bombardeo voluntarios, entre los que se encontraba Vasili. Llevarían
trajes protectores, aunque no proporcionaban una seguridad absoluta,
especialmente en las extremidades inferiores.
Ninguno
ignoraba los efectos de la radiación en el organismo humano. Médicos
especialistas les explicaron con todo detalle antes de que comenzaran
los vuelos las posibles consecuencias que podían sufrir, según los
grados de exposición. Uno de los pilotos se lo preguntó con
claridad: «¿Cuánta radiación vamos a recibir y qué nos va a
pasar después?».
«Es
difícil predecirlo. Sobre la central hay emisiones de material
radiactivo de grado doce. En cualquier caso, dosis acumuladas de
cuatrocientos a seiscientos rems son letales para el hombre. Todo
depende del tiempo de exposición. Calculen un cincuenta por ciento
de bajas en los próximos años», les contestaron.
Semprún
contó que alguien bromeó diciendo que le gustaría ser un caracol.
-
«¿Por qué?, le preguntaron.
-
Porque aguanta la radiación ochenta veces más que un piloto
soviético».
Las
misiones comenzaron el 30 de abril, al día siguiente de que la
noticia del desastre nuclear llegara a España. «En un raro
despliegue de apertura informativa, la agencia oficial soviética
Tass ha informado sobre el accidente que tuvo lugar en una central
nuclear a cincuenta kilómetros de Kiev, capital de Ucrania»,
informó en este periódico José María Carrascal. «¿Por qué lo
han reconocido? -continuaba el entonces corresponsal en Nueva York-
Pues porque no tenían otro remedio. En Finlandia ya habían
detectado la nube radiactiva antes incluso de que la Tass lo
anunciase».
Durante
quince días, helicópteros Mi-26 se posaron cada tres minutos sobre
el reactor destruido y soltaron el contenido de su bolsa hasta que la
temperatura en el reactor descendió a 250 grados y se contuvo la
emisión de material radiactivo. «Cada tripulación realizó más de
medio centenar de vuelos y, en total, echaron sobre el blanco más de
cuatro mil toneladas de arena y cemento pre-fraguado», detallaba
ABC.
Vasili
y el resto de voluntarios recibieron por término medio dosis de
radiación de hasta cuatrocientos rems, a pesar de llevar trajes
protectores. Muchos de los vuelos habían tenido que prolongarse más
tiempo del ordenado para descubrir los puntos exactos de fuga que
quedaban ocultos por el polvo que provocaba cada descarga.
Casi
en las mismas fechas de 1990 en que se confirmó la doble leucemia de
Grishchenko, Vasili descubrió los primeros síntomas de su
enfermedad, un cáncer óseo en las extremidades inferiores. Tanto él
como el resto de sus compañeros fueron dados de baja en el Ejército.
«Se habían convertido, como los bomberos supervivientes y los
centenares de hombres que trabajaron en las tareas de
descontaminación de tierras y aguas, en testigos molestos de una
tragedia que no podía superar los treinta y un muertos y doscientos
heridos oficialmente reconocidos», narraba Semprún.
Cuando,
tras la disolución de la Unión Soviética, Ucrania se convirtió en
república independiente, Vasili y el resto de ucranianos tuvieron
que abandonar el hospital militar ruso y volver a Kiev. El Gobierno
ucraniano le concedió a Vasili un apartamento de cincuenta metros
cuadrados -para él, su mujer y sus dos hijas- junto con un
certificado que le obligaba a trabajar en una oficina, al menos una
vez a la semana, si no quería perder la vivienda. Su esposa,
empleada en una fábrica de tornillos, era quien mantenía a la
familia, y su padre, ingeniero electricista y radioaficionado, quien
se encargaba de conseguir medicinas para su hijo a través de las
ondas. Así había contactado en aquel año de 1993 con un
radioaficionado español, que alertó de la situación de estos
pilotos ucranianos a los laboratorios Pfizer-Binesa y tanto Vasili
como sus compañeros comenzaron a recibir regularmente los fármacos
que necesitaban.
Ese
fue el triste destino de los hombres que, con su anónimo sacrificio,
lograron que de los 10.000 millones de curios que había en el
reactor número 4 de Chernóbil no se escaparan más de 30 millones.
Los héroes que, como decía el Nobel italiano Carlo Rubbia y
recordaba Semprún, evitaron que el mayor desastre en la historia del
átomo pacífico hasta aquel momento se transformara en apocalíptico.
Fuente:
Mónica Arrizabalaga, El sacrificio de los olvidados pilotos de Chernobyl que evitaron una tragedia apocalíptica, 26 abril 2020, ABC. Consultado 26 abril 2020.
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