Cada
vez que salimos de nuestra casa flotante, tenemos que tomar una serie
de precauciones de seguridad, tanto para nosotros como para los seres
no humanos que viven en la Antártida.
por
Eliane Brum
A
bordo del Arctic Sunrise
Y
entonces vi ballenas. Y pingüinos. Y un elefante marino. Y sobreviví
a ese exceso de luz. Escribiré sobre las ballenas más tarde. Tengo
muchas ganas de escribir sobre ellas, pero todavía estoy intentando
lidiar con su tamaño. Mientras el Arctic Sunrise navega hacia una
isla llamada Paraíso, dejamos el barco en botes para investigar las
islas más pequeñas que están en el camino. En breve podrán
disponer de un mapa de la ruta y estos textos estarán en el mismo
lugar, lo que facilitará la comprensión de la secuencia. Cada vez
que salimos de nuestra casa flotante, tenemos que tomar una serie de
precauciones de seguridad, tanto para nosotros como para los seres no
humanos que viven en la Antártida durante todo el año o solo en
verano. Tardo unos diez minutos en ponerme la ropa especial, que pesa
unos cuatro kilos. Y todavía necesito ayuda para ponérmela. Me meto
en este tipo de tienda, que recuerda un poco a los trajes de
astronauta y va por encima de cuatro capas de ropa especial para el
frío intenso. Y, después, me pongo encima un chaleco salvavidas que
realmente salva vidas. Si me cayera al océano Antártico, algo que
espero que nunca suceda, puedo sobrevivir dentro mi ropa durante unas
horas sin mojarme. Antes de abandonar el barco, cepillamos nuestras
botas, también especiales, con una solución que extermina cualquier
germen u organismo vivo que pudiera estar en la suela. Y luego salto
al bote con ayuda y, cerca de la playa, a otro bote más pequeño
capaz de llegar a la orilla. Y ya está. Hemos llegado a un nuevo
mundo.
Es
una isla de pingüinos juanito. Se llama Bombay y está en la bahía
Trinidad. El Arctic Sunrise y el Esperanza, dos barcos de Greenpeace,
llevan científicos que investigan el efecto de la crisis climática
y de la pesca depredadora de krill en las colonias de las diferentes
especies de pingüinos que habitan en la Antártida. Los expertos en
pingüinos viajan en el Esperanza. Yo y otro periodista que también
cubre esta expedición viajamos con los especialistas en ballenas.
Les contaré sobre la investigación de los pingüinos cuando me
encuentre con los científicos, hacia el final del viaje, y en el
reportaje que escribiré a mi regreso.
Mi
primera sensación, al pisar esta isla, ha sido exactamente... el
peso de pisar. Como la mayoría de nosotros entendemos que nuestra
huella en el planeta debe disminuir -y mucho-, soy muy consciente de
mis movimientos. Cuánta basura produzco, cómo puedo aprovechar las
sobras orgánicas como abono para las plantas, cómo puedo reducir el
material reciclable, aunque sea reciclable, cómo puedo reducir el
uso de energía que destruye vidas cuando se produce y cambiar la
eléctrica por solar, cómo viajar menos en avión para emitir menos
carbono y cómo compensar los viajes, aunque no sea realmente posible
compensarlos por completo, reforestando áreas degradadas, cómo
viajar menos en coche y más en transporte público o transporte no
contaminante, como bicicletas, cómo comer carne lo menos posible o
no comer. Todo esto y más es nuestra huella en la Tierra, y estoy
cada vez más obsesionada con la mía. Sin embargo, nunca había
sentido mi huella de forma tan profunda como cuando he hundido mi
bota esterilizada en esta isla.
¿Saben
cuando entran en casa de otras personas sin pedir permiso? De hecho,
ni ustedes ni yo lo sabemos, porque quien invade la casa de otra
persona está cometiendo un delito, un consenso bastante universal en
las diferentes culturas humanas que se extienden por todo el planeta.
Así es cómo me siento al mirar a esos pingüinos maravillosos que
miran al extraño ser que soy yo. Seguimos reglas estrictas:
mantenernos al menos a cinco metros de los pingüinos y a diez de las
focas y leones marinos, no tocarlos jamás, aunque se acerquen, no
pisar los senderos que hacen en la nieve, una especie de carreteras
por donde se mueven rápidamente (¡son una monada!), no pisar nada
vivo porque cualquier vegetación tardaría mucho tiempo en
recuperarse del ataque de las botas asesinas. Aun así, pisamos. Y
ver mi huella en la nieve, en medio de la casa de los pingüinos,
hace que me pregunte sin cesar si debería estar ahí, y qué nos
daría derecho a estar ahí.
Intento
no ser injusta con los conquistadores de la Antártida de los siglos
pasados. Eran hombres -literalmente hombres- de su tiempo. Se
enfrentaron a situaciones terribles para conocer lo desconocido.
Muchos murieron en el intento. Otros se comieron las botas y a sus
compañeros muertos para sobrevivir. De hecho, según los diarios, en
lugar de hablar de las maravillas que veían, se pasaban casi todo el
tiempo hablando de comida, porque se estaban realmente muriendo de
hambre y necesitaban alimentarse de recuerdos para seguir caminando.
Como hombres de su tiempo, su derecho a conquistar, así como la
superioridad del ser humano sobre otros animales, era absoluto. El
mundo era suyo. No de todos los humanos, sino de los que ganaban. En
aquella época eran los ingleses, aunque Roald Amundsen ganara la
carrera para plantar la bandera noruega en el polo sur el 14 de
diciembre de 1911. Es una herida narcisística de la que los súbditos
de la realeza británica aún no se han recuperado del todo.
En
eso pensaba mientras sucumbía a los ataques de ternura explícita
que lanzaban los pingüinos. Tienen que imaginarse cómo son los
pingüinos subiendo una colina. En serio. No sé ni qué decir. La
precaución de mantenerse alejado de ellos también es buena porque
los pingüinos no hacen caca como yo y como ustedes. Disparan chorros
de caca que pueden alcanzar más de un metro de distancia. Es muy
impresionante. Y nadan como delfines. Esta vez, tendrán bastantes
fotos. La fotógrafa oficial a bordo de Arctic Sunrise es la
británica Abbie Trayler-Smith, y es increíble. Como estoy muy
orgullosa de mi foto del elefante marino durmiendo entre los
pingüinos, he abierto el relato con ella. Pero las otras, mucho
mejores, son de Abbie.
Paso
mucho tiempo mirando a las madres pingüino cuidando a sus crías. En
general, son dos. Pero los pingüinos saben que difícilmente podrán
alimentar a los dos. Si lo consiguen, es una hazaña extraordinaria,
ya que la pesca de su alimento principal, el krill, es cada vez más
difícil. Si se dan cuenta de que, gracias a nosotros, no será
posible encontrar comida para los dos, apostarán por el más fuerte.
Uno de ellos tiene que sobrevivir para que la comunidad siga
existiendo.
Más
tarde, Marion Cotillard me diría que ella también pensó en su
derecho a estar allí. Estaba a punto de tomar una foto de un
pingüino e interrumpió el gesto para preguntarse: “¿Por qué
estoy haciendo esto? ¿Debería estar aquí?”. Si es solo para
tomar fotos, sigue diciendo, internet está repleta de fotos de
pingüinos mucho mejores. Si es para divulgarlo en nuestras redes
sociales, en el fondo, lo que estamos diciendo es: “¡mira qué
cool soy!”. Pero no es cool, concluye. Entonces Marion pensó que
estaba compartiendo belleza. En este momento, que alguien como ella
comparta belleza puede ser un gesto decisivo para despertar la
conciencia de aquellos que aún están durmiendo mientras el clima
del planeta se vuelve hostil.
Somos
humanos de esta época y todos los que estamos en el Arctic Sunrise
pertenecemos a la parte de la humanidad que ya ha entendido que
nuestra huella es bruta, y también brutal. Estamos aquí para
presenciar los efectos de lo que nuestra especie ha producido en el
planeta. Nuestro trabajo es la investigación científica, difundir
la investigación científica, así como llamar la atención sobre la
necesidad de proteger y regular la actuación de los humanos en la
Antártida, en los océanos y en todos los ecosistemas. Eso es lo que
justifica nuestra presencia en el continente que estaría mejor sin
nosotros.
Sin
embargo, dudar todo el rato de nuestro derecho a estar aquí es
obligatorio. Al igual que llevar las contradicciones de nuestro
gesto. Por eso también me despierto todos los días a las cuatro de
la mañana, a veces tras dormir solo tres horas, para escribirles. El
privilegio de estar en la Antártida me mueve a trabajar más para
justificar mi presencia. Que este relato se publique en dos idiomas
-portugués y español- y que El País le esté dando el debido
espacio, porque también es un compromiso ético, es literalmente una
cuestión vital. El humano de esta época ya no camina impunemente.
No, si tiene conciencia.
Mientras
pensamos en todo esto y observamos a los pingüinos, se acerca un
enorme barco turístico. De repente, la isla, que es pequeña, está
ocupada por docenas de turistas. La invasión ahora es explícita.
Hay abrigos rojos por todas partes. Los guías limitan y marcan los
lugares por donde deben caminar. Pero es tremendamente invasivo.
Quizás una de las grandes preguntas éticas de nuestro tiempo es
precisamente esta: porque podemos hacerlo, ¿debemos hacerlo? Esto
vale para casi todo.
El
turismo en la Antártida ha crecido mucho. No dudo que los turistas
de ese barco tienen buenas intenciones. Muchos, posiblemente, creen
que son mejores personas precisamente porque les gusta visitar
santuarios ecológicos. Nos hemos acostumbrado a creer que, si
podemos, podemos. Necesitamos pensar más en si debemos. ¿Es
éticamente aceptable hacer turismo en regiones como la Antártida?
¿Tenemos derecho a invadir la casa de los demás solo porque
queremos conocerla? Si somos nosotros los que nos otorgamos el
derecho, ¿no sería una violencia, ya que los que viven allí no
pueden elegir? El hecho de que tengamos poder de decisión, porque
somos la especie dominante, ¿no nos obliga a ser mucho más
responsables?
Creo
que tenemos que dudar de nuestro “derecho” a invadir la vida de
los que no pueden optar a detener nuestra “visita” porque son más
débiles, solo para satisfacer nuestro ego y darnos placer e
historias para contar en las redes sociales. Solo para, como ironiza
Marion, ser “cool”. En cualquier caso, el turismo debe regularse
mucho más. Y no solo en la Antártida.
Cuando
regresamos, antes de subir al barco, nos cepillamos toda la ropa y
las botas con una solución especial. El cuidado de no transportar
cosas vivas de un lugar a otro, causando invasiones alienígenas, es
una obligación que nos tomamos muy en serio. El periodista británico
Jonathan Watts comenta que, si los misioneros y exploradores hubieran
tenido un cuidado similar al entrar en la Amazonia, se habrían
evitado algunos genocidios de pueblos indígenas causados por
enfermedades que transmitieron los blancos.
En
breve, alguien llamará a la puerta del camarote para despertarme. La
hora de despertarse en el barco es a las 7:30 h. Por supuesto, hay
siempre personas despiertas, que se organizan por turnos. Pero la
mayoría sigue la misma rutina. Y tiene que ser rígida. De 7:30 h a
8 h, desayunamos. De 8h a 8:30h, todos limpiamos el barco. Hoy, mi
tarea, con otros dos compañeros, es limpiar la cocina y el comedor.
Después, cada uno va a hacer su propio trabajo. El mío, hoy, además
de escribirles, será acompañar a los científicos que observan las
ballenas. Sí, este es mi lunes.
Traducción
de Meritxell Almarza
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Fuente:
Eliane Brum, ¿Tenemos derecho a estar aquí?, 20 enero 2020, El País. Consultado 23 enero 2020.
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