De
la Amazonía a la Antártida, segundo día de la columnista brasileña
Eliane Brum a bordo de un barco de Greenpeace que zarpó el sábado.
por
Eliane Brum
La
primera señal de que estoy entrando en un mundo completamente nuevo
es el sello. O mejor. La falta de sello. Salimos de Chile por el
aeropuerto de Punta Arenas, donde embarcamos en un pequeño avión
hacia la isla Rey Jorge, donde están las bases de investigación
científica de varias naciones. Estoy entrando en otro continente,
uno sin países, y no hay ninguna barrera en la que un agente del
Estado me pida un pasaporte y, según los prejuicios de su país, y
también los suyos, decida si soy digna de cruzar la frontera o no.
Todo lo que sucede es que alguien pregunta: “¿Chile o Rusia?”.
La pregunta es solo para saber hacia qué base debe facturar el
equipaje. En esa geografía, Chile y Rusia están uno al lado del
otro y pueden reunirse para tomar una cerveza o un vodka después del
trabajo. El equipaje de mi grupo, en lugar de bajar a la playa, fue a
Rusia por error. Regresó sano y salvo.
Solo
los que han sido detenidos en las fronteras, por tener una raza o
nacionalidad o una combinación de factores personales indeseables o
sospechosos, conocen el dolor del sello. Yo les tengo pavor a estos
lugares. Una vez me invitaron a dar una charla en Miami, Estados
Unidos, y estuve unas horas detenida en inmigración porque la
universidad había insistido en que solicitara un visado específico
cuando llegara a la ventanilla. Estaba segura de que ocasionaría
algún problema para entrar en los Estados Unidos, pero los
organizadores insistieron e, inmediatamente, me convertí en
sospechosa de querer emigrar a los “maravillosos” Estados Unidos.
La mayoría de los agentes eran descendientes de latinoamericanos.
Sus padres o abuelos habían emigrado. Me preguntaba si ese lugar
subalterno que se les había dado en la sociedad estadounidense les
habría infundido a esos hombres y mujeres la crueldad típica de los
que saben que su lugar en esa comunidad es precario. Y si cubrirían
su sentimiento de no pertenencia con su pequeño poder, que
utilizaban para aplastar a sus iguales, como si el sello pudiera
cambiar el color de su piel y la historia.
Junto
a otros indeseables, la mayoría de países musulmanes, me quedé en
una habitación con un televisor encendido. En él, Donald Trump
escupía. Siempre tengo la impresión de que escupe, para que sus
palabras puedan perforar más hondo. En aquel momento, decía que los
mexicanos eran “narcotraficantes o violadores”. Era la bienvenida
a Estados Unidos.
Mi
incomodidad con los sellos se convirtió en dolor a finales de 2018.
Jair Bolsonaro había ganado las elecciones y anunció que los
opositores serían “expulsados del país” o irían a “la punta
de la playa”. La “punta de la playa” es cómo los militares
llamaban a un lugar donde ejecutaban a los disidentes de la dictadura
militar que oprimió Brasil desde 1964 hasta 1985. Yo tenía un viaje
a Londres, planeado desde hacía bastante tiempo. Dejar Brasil en ese
momento era no saber a qué país regresaría. No reconocía el país
que había elegido a un hombre que defendía la tortura y el
asesinato, un presidente que se atrevía a afirmar públicamente que
personas como yo eran indeseables, que incitaba al odio contra
periodistas como yo. Ese país capaz de elegir a un déspota me
convirtió en extranjera. Hasta que pude entender que, mientras
continuara luchando por otro Brasil, el que es plural, diverso y
acoge todas las diferencias, el que sigue allí, en los bordes y en
las entrañas, y que ningún racista podía arrancarme, estaría en
mi país en el sentido más profundo.
Durante
ese período rápido en Europa, fui a Bélgica en tren para
entrevistar a Anuna de Wever, una de las líderes más importantes de
la huelga escolar por el clima. Al regresar al Reino Unido, fui
arrestada. Los británicos sospechaban que quería quedarme con ellos
para siempre. Estuve en un sin lugar, un corralito en el que estás
confinado sin poder regresar o avanzar, esperando el veredicto. La
gente pasa por ahí para llegar a inmigración y te miran y saben que
te han considerado una persona de segunda clase. Perdí el tren, pero
terminé entrando. Y, al entrar, quería salir. Pero ¿hacia dónde?
Entre el Brasil de Bolsonaro y el Reino Unido del Brexit, ¿cómo
escapar?
Les
cuento esto para que puedan entender lo que significa para mí -y sé
que para muchos- entrar en otro continente en el que nadie decidirá
si tenemos derecho a tener un sello en el pasaporte o no. En el que
no hay policías armados o jaulas para indeseables. En el que lo
máximo que puede suceder es que mi equipaje se envíe
accidentalmente a Rusia, que está a la vuelta de la esquina, y tú
solo dices: “debe dejarse en la playa”. No en la punta de la
playa de Bolsonaro, sino en la orilla de un mundo nuevo, donde un
bote me llevaría al Arctic Sunrise de Greenpeace, donde los
activistas me ayudarían a subir por la escalera a la cubierta y
Laurance Nicoud, la cocinera francesa, me esperaría con el almuerzo
más delicioso.
Pero
eso no significa que no haya control en la Antártida. Hay que pedir
autorización para visitar las bases de cada país y también para
hacer estudios y turismo. Pero no hay muros, ni policías, ni sellos.
El control es cuidar de otros seres que viven allí y no son humanos.
Y
entonces, libre, encuentro la belleza del lugar que pertenece a todos
para pertenecerse solo a sí mismo. Podría mostrar una foto de la
llegada, pero ninguna mostraría este lugar que cada uno debe
imaginar por sí mismo. Se puede alcanzar con la imaginación. La
fotografía, en este caso, encuadra y reduce. Aunque nunca puedas
llegar a la Antártida, es tuya y puedes acceder a ella desde tu
interior. La Antártida será para siempre una utopía que se
realiza, mi espacio interior de resistencia, mi alma sin fronteras
que nadie puede quitarme. Ni a ti. La Antártida es el nombre de todo
por lo que lucho.
Desde
que murió mi padre, en 2016, lloro poco. Parece que las lágrimas se
secan en el camino que va desde mi alma hasta mis ojos, que, a lo
sumo, flotan. Extrañaba llorar por la belleza. Al llegar a la
Antártida, lloré y lloré. Lloré de maravillamiento, una palabra
que tengo que advertir a la traductora al español que me he
inventado. Quienes me esperaban eran los pingüinos. No puedo
tocarlos y ni puedo acercarme a más de cinco metros de distancia.
Sí, hay reglas. Y son buenas. Es increíble estar en un lugar donde
los animales tienen el derecho, amplio y sin restricciones, de que no
les toquen.
Sé
que Rey Jorge es el primer nombre en inglés que me encontraré en la
Antártida. Los británicos plantaron muchas banderas en el
continente. Entre los siglos XIX y XX, la “conquista” de la
Antártida y el polo sur magnético y geográfico entre varias
naciones europeas convirtió la última frontera desconocida en un
trofeo de afirmación del imperialismo. Durante ese período, los
ingleses bautizaron más que un párroco de provincias. Entiendo que
todos pueden dar nombre a lo que quieran. Quizás, para mí, sea un
lugar que no necesita nombres para existir.
Empiezo
a escribir este texto a las cuatro de la mañana. El barco ha
adoptado el horario de Chile, que es el mismo que el de Brasil. Como
es verano, siempre está claro afuera. Día y noche. Aun así, el sol
se pone de madrugada, solo para nacer enseguida, otra vez. La
claridad nunca se disipa por completo. Hay 33 personas, 13
nacionalidades, 13 culturas diferentes a bordo del Arctic Sunrise. La
lengua que se utiliza es el inglés, pero se habla con los acentos
más variados. Hay pocos hablantes nativos de inglés, pero, aun así,
es el idioma que prevalece. Es el imperialismo de los
estadounidenses, que resultó ser más efectivo que el de los
británicos después de la Segunda Guerra Mundial. El acento es lo
que resiste en cada uno de nosotros.
En
las instrucciones de seguridad, el argentino Ignacio Soaje, más
conocido como Nacho, el segundo en la jerarquía de comando, pide con
mucho énfasis que utilicemos el inodoro solo para hacer “el número
uno, el número dos y el número tres”. Marion Cotillard
interrumpe: “Conozco el uno y el dos, pero ¿cuál es el tres?”.
Sí. Marion Cotillard, la galardonada actriz francesa de películas
como Piaf y Macbeth, está a bordo. Invitar a artistas activistas es
también una forma que tiene Greenpeace para llamar la atención del
mundo sobre sus causas. Cuando Nacho muestra dónde están los
medicamentos para el mareo y dice que deberíamos parar y vomitar en
cualquier lugar, excepto en el lavabo del camarote, Gustaf Skarsgard
descubre: “¡Este (el vómito) es el número tres!”. Sí, el
actor sueco que se hizo famoso con el papel de Floki en la serie
Vikingos también está a bordo.
No
sé cómo tratar a las celebridades. También por eso Marion y Gustaf
solo aparecen en el décimo párrafo. Posiblemente para la
desesperación de los editores, que pueden pensar que deberían
brillar en el primero. Marion y Gustaf son personas inteligentes.
Gustaf también es muy divertido. Ambos dicen cosas interesantes que
podría reproducir en este diario. Pero siento que, de algún modo,
estaría invadiendo su intimidad. Hasta el final de la expedición,
quizás consiga decirle a Gustaf que Floki es mi personaje favorito
en Vikingos. Y a Marion, que sé que la película es buena si ella
participa. Pero quizá no lo consiga.
Durante
el primer día solo salí a cubierta para recibir rápidamente las
instrucciones de seguridad. Después de la cena, mucha gente subió a
cubierta. Yo me fui a mi camarote. Desde pequeña soy así. Necesito
coser hacia dentro, como decía Clarice Lispector. Necesito llegar a
la Antártida dentro de mí. Hay tanto paisaje -y tan bonito- que
siento que puede deslumbrarme para siempre.
“Hemos
visto una ballena”, dice Gustaf. El primer día, no puedo ver una
ballena. Todavía estoy asimilando los pingüinos en la playa y la
llegada sin sello. Si tengo la suerte de que subo a cubierta y
aparece una ballena, como si fuera allí a la esquina a comer krill,
siento que puedo morir. No puedo solo ver una ballena. Es como si la
ballena entera entrara inmediatamente en mí. Y pesan toneladas.
Escribir es la forma que conozco para hacer espacio para que las
ballenas que llegarán.
Hoy
es domingo también en la Antártida. Han decidido que lo sea. Por lo
que podemos dormir hasta las nueve de la mañana. Los domingos
tampoco tenemos que limpiar el barco. Voy a tomarme otro medicamento
para el mareo y a dormir hasta que volvamos a tener conexión a
internet para enviarles este relato. Me siento exhausta por el exceso
de sentimiento. Esta tarde llegaremos a una colonia de pingüinos. ¿Y
si hay pingüinos y ballenas, juntos? Necesito una estrategia para
sobrevivir.
Traducción de Meritxell Almarza
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Fuente:
Eliane Brum, Hay demasiada luz, 19 enero 2020, El País. Consultado 21 enero 2020.
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