martes, 21 de enero de 2020

Hay demasiada luz

De la Amazonía a la Antártida, segundo día de la columnista brasileña Eliane Brum a bordo de un barco de Greenpeace que zarpó el sábado.

por Eliane Brum

La primera señal de que estoy entrando en un mundo completamente nuevo es el sello. O mejor. La falta de sello. Salimos de Chile por el aeropuerto de Punta Arenas, donde embarcamos en un pequeño avión hacia la isla Rey Jorge, donde están las bases de investigación científica de varias naciones. Estoy entrando en otro continente, uno sin países, y no hay ninguna barrera en la que un agente del Estado me pida un pasaporte y, según los prejuicios de su país, y también los suyos, decida si soy digna de cruzar la frontera o no. Todo lo que sucede es que alguien pregunta: “¿Chile o Rusia?”. La pregunta es solo para saber hacia qué base debe facturar el equipaje. En esa geografía, Chile y Rusia están uno al lado del otro y pueden reunirse para tomar una cerveza o un vodka después del trabajo. El equipaje de mi grupo, en lugar de bajar a la playa, fue a Rusia por error. Regresó sano y salvo.

Solo los que han sido detenidos en las fronteras, por tener una raza o nacionalidad o una combinación de factores personales indeseables o sospechosos, conocen el dolor del sello. Yo les tengo pavor a estos lugares. Una vez me invitaron a dar una charla en Miami, Estados Unidos, y estuve unas horas detenida en inmigración porque la universidad había insistido en que solicitara un visado específico cuando llegara a la ventanilla. Estaba segura de que ocasionaría algún problema para entrar en los Estados Unidos, pero los organizadores insistieron e, inmediatamente, me convertí en sospechosa de querer emigrar a los “maravillosos” Estados Unidos. La mayoría de los agentes eran descendientes de latinoamericanos. Sus padres o abuelos habían emigrado. Me preguntaba si ese lugar subalterno que se les había dado en la sociedad estadounidense les habría infundido a esos hombres y mujeres la crueldad típica de los que saben que su lugar en esa comunidad es precario. Y si cubrirían su sentimiento de no pertenencia con su pequeño poder, que utilizaban para aplastar a sus iguales, como si el sello pudiera cambiar el color de su piel y la historia.

Junto a otros indeseables, la mayoría de países musulmanes, me quedé en una habitación con un televisor encendido. En él, Donald Trump escupía. Siempre tengo la impresión de que escupe, para que sus palabras puedan perforar más hondo. En aquel momento, decía que los mexicanos eran “narcotraficantes o violadores”. Era la bienvenida a Estados Unidos.

Mi incomodidad con los sellos se convirtió en dolor a finales de 2018. Jair Bolsonaro había ganado las elecciones y anunció que los opositores serían “expulsados del país” o irían a “la punta de la playa”. La “punta de la playa” es cómo los militares llamaban a un lugar donde ejecutaban a los disidentes de la dictadura militar que oprimió Brasil desde 1964 hasta 1985. Yo tenía un viaje a Londres, planeado desde hacía bastante tiempo. Dejar Brasil en ese momento era no saber a qué país regresaría. No reconocía el país que había elegido a un hombre que defendía la tortura y el asesinato, un presidente que se atrevía a afirmar públicamente que personas como yo eran indeseables, que incitaba al odio contra periodistas como yo. Ese país capaz de elegir a un déspota me convirtió en extranjera. Hasta que pude entender que, mientras continuara luchando por otro Brasil, el que es plural, diverso y acoge todas las diferencias, el que sigue allí, en los bordes y en las entrañas, y que ningún racista podía arrancarme, estaría en mi país en el sentido más profundo.

Durante ese período rápido en Europa, fui a Bélgica en tren para entrevistar a Anuna de Wever, una de las líderes más importantes de la huelga escolar por el clima. Al regresar al Reino Unido, fui arrestada. Los británicos sospechaban que quería quedarme con ellos para siempre. Estuve en un sin lugar, un corralito en el que estás confinado sin poder regresar o avanzar, esperando el veredicto. La gente pasa por ahí para llegar a inmigración y te miran y saben que te han considerado una persona de segunda clase. Perdí el tren, pero terminé entrando. Y, al entrar, quería salir. Pero ¿hacia dónde? Entre el Brasil de Bolsonaro y el Reino Unido del Brexit, ¿cómo escapar?

Les cuento esto para que puedan entender lo que significa para mí -y sé que para muchos- entrar en otro continente en el que nadie decidirá si tenemos derecho a tener un sello en el pasaporte o no. En el que no hay policías armados o jaulas para indeseables. En el que lo máximo que puede suceder es que mi equipaje se envíe accidentalmente a Rusia, que está a la vuelta de la esquina, y tú solo dices: “debe dejarse en la playa”. No en la punta de la playa de Bolsonaro, sino en la orilla de un mundo nuevo, donde un bote me llevaría al Arctic Sunrise de Greenpeace, donde los activistas me ayudarían a subir por la escalera a la cubierta y Laurance Nicoud, la cocinera francesa, me esperaría con el almuerzo más delicioso.

Pero eso no significa que no haya control en la Antártida. Hay que pedir autorización para visitar las bases de cada país y también para hacer estudios y turismo. Pero no hay muros, ni policías, ni sellos. El control es cuidar de otros seres que viven allí y no son humanos.

Y entonces, libre, encuentro la belleza del lugar que pertenece a todos para pertenecerse solo a sí mismo. Podría mostrar una foto de la llegada, pero ninguna mostraría este lugar que cada uno debe imaginar por sí mismo. Se puede alcanzar con la imaginación. La fotografía, en este caso, encuadra y reduce. Aunque nunca puedas llegar a la Antártida, es tuya y puedes acceder a ella desde tu interior. La Antártida será para siempre una utopía que se realiza, mi espacio interior de resistencia, mi alma sin fronteras que nadie puede quitarme. Ni a ti. La Antártida es el nombre de todo por lo que lucho.

Desde que murió mi padre, en 2016, lloro poco. Parece que las lágrimas se secan en el camino que va desde mi alma hasta mis ojos, que, a lo sumo, flotan. Extrañaba llorar por la belleza. Al llegar a la Antártida, lloré y lloré. Lloré de maravillamiento, una palabra que tengo que advertir a la traductora al español que me he inventado. Quienes me esperaban eran los pingüinos. No puedo tocarlos y ni puedo acercarme a más de cinco metros de distancia. Sí, hay reglas. Y son buenas. Es increíble estar en un lugar donde los animales tienen el derecho, amplio y sin restricciones, de que no les toquen.

Sé que Rey Jorge es el primer nombre en inglés que me encontraré en la Antártida. Los británicos plantaron muchas banderas en el continente. Entre los siglos XIX y XX, la “conquista” de la Antártida y el polo sur magnético y geográfico entre varias naciones europeas convirtió la última frontera desconocida en un trofeo de afirmación del imperialismo. Durante ese período, los ingleses bautizaron más que un párroco de provincias. Entiendo que todos pueden dar nombre a lo que quieran. Quizás, para mí, sea un lugar que no necesita nombres para existir.

Empiezo a escribir este texto a las cuatro de la mañana. El barco ha adoptado el horario de Chile, que es el mismo que el de Brasil. Como es verano, siempre está claro afuera. Día y noche. Aun así, el sol se pone de madrugada, solo para nacer enseguida, otra vez. La claridad nunca se disipa por completo. Hay 33 personas, 13 nacionalidades, 13 culturas diferentes a bordo del Arctic Sunrise. La lengua que se utiliza es el inglés, pero se habla con los acentos más variados. Hay pocos hablantes nativos de inglés, pero, aun así, es el idioma que prevalece. Es el imperialismo de los estadounidenses, que resultó ser más efectivo que el de los británicos después de la Segunda Guerra Mundial. El acento es lo que resiste en cada uno de nosotros.

En las instrucciones de seguridad, el argentino Ignacio Soaje, más conocido como Nacho, el segundo en la jerarquía de comando, pide con mucho énfasis que utilicemos el inodoro solo para hacer “el número uno, el número dos y el número tres”. Marion Cotillard interrumpe: “Conozco el uno y el dos, pero ¿cuál es el tres?”. Sí. Marion Cotillard, la galardonada actriz francesa de películas como Piaf y Macbeth, está a bordo. Invitar a artistas activistas es también una forma que tiene Greenpeace para llamar la atención del mundo sobre sus causas. Cuando Nacho muestra dónde están los medicamentos para el mareo y dice que deberíamos parar y vomitar en cualquier lugar, excepto en el lavabo del camarote, Gustaf Skarsgard descubre: “¡Este (el vómito) es el número tres!”. Sí, el actor sueco que se hizo famoso con el papel de Floki en la serie Vikingos también está a bordo.

No sé cómo tratar a las celebridades. También por eso Marion y Gustaf solo aparecen en el décimo párrafo. Posiblemente para la desesperación de los editores, que pueden pensar que deberían brillar en el primero. Marion y Gustaf son personas inteligentes. Gustaf también es muy divertido. Ambos dicen cosas interesantes que podría reproducir en este diario. Pero siento que, de algún modo, estaría invadiendo su intimidad. Hasta el final de la expedición, quizás consiga decirle a Gustaf que Floki es mi personaje favorito en Vikingos. Y a Marion, que sé que la película es buena si ella participa. Pero quizá no lo consiga.

Durante el primer día solo salí a cubierta para recibir rápidamente las instrucciones de seguridad. Después de la cena, mucha gente subió a cubierta. Yo me fui a mi camarote. Desde pequeña soy así. Necesito coser hacia dentro, como decía Clarice Lispector. Necesito llegar a la Antártida dentro de mí. Hay tanto paisaje -y tan bonito- que siento que puede deslumbrarme para siempre.

Hemos visto una ballena”, dice Gustaf. El primer día, no puedo ver una ballena. Todavía estoy asimilando los pingüinos en la playa y la llegada sin sello. Si tengo la suerte de que subo a cubierta y aparece una ballena, como si fuera allí a la esquina a comer krill, siento que puedo morir. No puedo solo ver una ballena. Es como si la ballena entera entrara inmediatamente en mí. Y pesan toneladas. Escribir es la forma que conozco para hacer espacio para que las ballenas que llegarán.

Hoy es domingo también en la Antártida. Han decidido que lo sea. Por lo que podemos dormir hasta las nueve de la mañana. Los domingos tampoco tenemos que limpiar el barco. Voy a tomarme otro medicamento para el mareo y a dormir hasta que volvamos a tener conexión a internet para enviarles este relato. Me siento exhausta por el exceso de sentimiento. Esta tarde llegaremos a una colonia de pingüinos. ¿Y si hay pingüinos y ballenas, juntos? Necesito una estrategia para sobrevivir.
Traducción de Meritxell Almarza
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Fuente:
Eliane Brum, Hay demasiada luz, 19 enero 2020, El País. Consultado 21 enero 2020.

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