De la minería del uranio al intento de construir el primer repositorio de residuos radiactivos de alta actividad en la Patagonia, sufrimos las consecuencias de un plan nuclear diseñado en tiempos de la dictadura militar. Sus impactos se revelan en todo el territorio.
por
Pablo Lada
Argentina
-junto a México y Brasil- es uno de los tres países de
Latinoamérica que cuenta con centrales nucleares de potencia para
producir energía. La historia se remonta a mayo de 1950 cuando el
general Perón creó por decreto la Comisión Nacional de Energía
Atómica (CNEA).
Treinta
años después -otro militar- el vicealmirante Carlos Castro Madero
pergeñaba un ambicioso proyecto nuclear. El sueño atómico incluía
el manejo de todo el ciclo: minería, enriquecimiento y concentración
de uranio, reprocesamiento y fabricación de elementos combustibles,
la construcción de seis centrales de potencia y, ulteriormente, un
repositorio nuclear. Pero el verdadero trasfondo del plan, era la
construcción de una bomba atómica. Castro Madero, último
presidente militar de la CNEA, no ocultó nunca la ambición de
ejercer el “derecho” a “producir una explosión militar
pacífica”.
Y
aunque la explosión atómica no se cumpliría, Argentina logró un
significativo avance tecnológico en el área. Tres centrales de
potencia en funcionamiento (Atucha I y II en la provincia de Buenos
Aires y Embalse en Córdoba), el centro de enriquecimiento de uranio
Pilcaniyeu en Río Negro y la planta de agua pesada más importante
del mundo, ubicada en Neuquén, ambas provincias de la Patagonia. Al
norte del país, en Córdoba, se encuentra también Dioxitek, produce
principalmente dióxido de uranio. En la provincia de Buenos Aires,
el Centro Atómico Ezeiza cuenta con dos plantas industriales que
proveen los elementos combustibles para las centrales nucleares. Tres
reactores de baja potencia para investigación y producción de
radioisótopos completan la escena.
Pasivos
ambientales y corrupción
Seis
millones de toneladas de desechos tóxicos y radioactivos,
promiscuamente abandonados, son el legado de la minería del uranio,
que hasta la década de los años 90 extrajo el mineral en minas
dispersas por todo el país. Entre otros daños, los yacimientos
uraníferos contaminaron fuentes de agua. Como respuesta, se impulsó
un programa de remediación, alentado con préstamos millonarios del
Banco Mundial, aunque a la fecha casi no hubo avances.
La
corrupción ha sido una constante en el manejo de la cuestión
nuclear argentina, siempre plagada de mentiras, informes que se
ocultan y fondos que desaparecen. En el año 2007, un documento
reservado de la Autoridad Regulatoria Nuclear (ARN) advertía de que
“Atucha II posee problemas de diseño en cuanto a seguridad”. Es
un caso único en el mundo, el reactor fue diseñado en los 70 por la
empresa KWU que desapareció, comenzó a construirse en los 80 y se
finalizó con reformas y adaptaciones en 2011.
Greenpeace
denunció también que la vasija de la primera Atucha había sido
construida por la empresa RDM, denunciada por defectos constructivos
que generaron las fisuras en el recipiente de presión de una central
belga. La ARN desmintió a la organización ambientalista y aseguró
que la vasija argentina la fabricó Siemens. Pocos días después, la
ONG difundía la imagen de una revista holandesa de 1972. Se podía
ver el recipiente partiendo de Europa rumbo a la Argentina. El
epígrafe de la foto es elocuente, dice “la vasija Atucha es
fabricada por RDM”. Otra vez la autoridad nuclear mentía con
descaro.
En
Chubut conocemos las trampas de la CNEA desde los años ochenta.
Durante la lucha contra el repositorio nuclear de Gastre, las
autoridades afirmaron que por estudios interdisciplinarios habían
determinado que el macizo rocoso era adecuado para emplazar un
repositorio de alta actividad. Pero más tarde -en un memorable
debate antinuclear de la época- los geólogos del Consejo Superior
de Geología de la Nación reconocieron que no se había estudiado la
roca de nuestra provincia, sino que eran determinaciones realizadas
sobre rocas graníticas de Suecia.
Si
avanzamos en la cadena del llamado “ciclo del combustible”,
seguiremos encontrando impactos químicos y radiológicos. En
Dioxitek, 57.600 toneladas de residuos radioactivos de baja actividad
fueron arrojados, sin ninguna protección, en medio de un barrio
densamente poblado. En el Centro Atómico Ezeiza, las denuncias
judiciales de los vecinos llevaron a un peritaje que determinó que
las aguas del acuífero Puelches estaban contaminadas con uranio y
plutonio. De ellas beben más de 300.000 personas. O las emisiones de
tritio radiactivo en la cuenca alta del río Ctalamochita,
consecuencia del funcionamiento normal de la central nuclear Embalse.
Pero también los desechos radioactivos (miles de toneladas
acumuladas durante 30 años de funcionamiento) que se encuentran
junto a la central e incluyen una gran cantidad del letal plutonio.
En
cualquier punto que se mire la infraestructura nuclear, nos
encontraremos con la huella radioactiva, la hipoteca nuclear que
dejamos a las generaciones futuras.
La
lucha sigue
Un
incesante activismo antinuclear viene gestándose desde hace décadas.
La epopeya contra el “basurero nuclear de Gastre” en los años
noventa impidió con movilizaciones masivas la construcción del
primer repositorio de residuos radioactivos de alta actividad en
Chubut e instaló la cuestión nuclear en el debate público
nacional, consiguiendo, además, normas constitucionales que prohíben
el ingreso de basura radiactiva al país y leyes municipales,
provinciales y nacionales prohibiendo o regulando la actividad
nuclear. Ciudadanos conscientes y organizados presentando denuncias
en la justicia por los daños de esta industria. La conformación de
nuevos activistas, movimientos antinucleares y asambleas de vecinos
que se levantan contra la minería uranífera son la muestra de un
camino que no tiene retorno.
El
más reciente hito de esta lucha fue el categórico rechazo en la
provincia de Río Negro a la instalación de una planta nuclear china
de tercera generación, el Hualong One. En cuestión de meses se
conformaron asambleas antinucleares en cada pueblo, gestando
actividades y movilizaciones multitudinarias. El gobierno provincial,
acorralado por la presión ciudadana, pasó de habilitar la planta
nuclear a prohibir mediante una ley la instalación de centrales
nucleares de potencia.
Sin
duda, las movilizaciones en la Patagonia inspiraron el nacimiento del
Movimiento Antinuclear de la República Argentina (MARA), donde
convergen activistas, organizaciones y movimientos antinucleares que
se preparan para discutir el plan nuclear y la transición de la
matriz energética hacia fuentes renovables, limpias y
descentralizadas. El debate es urgente.
Fuente:
Pablo Lada, Argentina nuclear. La huella radioactiva de una industria muy sucia, 17 junio 2019, El Salto Diario.
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