Parte de la población se muestra cada vez más preocupada y en alerta por las posibilidades de un incidente o accidente nuclear.
por Sergio
Federovisky
La ciudad de Lima
tiene pocos habitantes. Casi todos ellos trabajan orgullosamente en
la actividad atómica. Sin embargo otra parte de la población se
muestra cada vez más preocupada y en alerta por las posibilidades de
un incidente o accidente nuclear.
Vivir en un
barrio nuclear, habitar el espacio geográfico que provee la mayor
parte de la mano de obra de una planta atómica debe de ser motivo de
orgullo y de pertenencia para mucha gente. Quienes allí moran suelen
contar con un grado de estabilidad laboral respetable, buenos
salarios y cierta formación técnica y profesional.
También es
cierto que nadie puede estar tan enajenado como para no comprender la
amenaza que significa estar allí. Todos somos conscientes de que no
existe la "probabilidad cero" de un accidente nuclear.
En la madrugada
del 26 de abril de 1986, los que dormían plácidamente en la ciudad
de Pripyat a pocos kilómetros de la planta nuclear de Chernobyl se
despertaron sabiendo que su vida había cambiado para siempre.
Mucho más cerca
en el tiempo, un terremoto que afectó la costa noreste de Japón
produjo el accidente nuclear de Fukushima. Seguramente en 2011 ningún
vecino tenía temor alguno de que una tragedia como la que había
ocurrido en la soviética y "atrasada" Ucrania de los años
80 se abatiera sobre el avanzadísimo y seguro Japón del siglo XXI.
Sin embargo ocurrió.
Es bueno
preguntarse si los accidentes nucleares de Chernobyl y Fukushima
cambiaron en algo la paz y el sosiego de los habitantes de Lima, el
pequeño poblado bonaerense que vive a escasos kilómetros de la
Central Nuclear Atucha.
Muchos vecinos
dicen sentirse tranquilos convencidos de que allí no podría
producirse un accidente parecido a ninguno de los nombrados. Sin
embargo, otro grupo insiste cada vez más con que, independiente de
la muy arraigada confianza limeña, nadie en este pueblo apacible
podría salir ileso si algo así sucediera.
Allí no hay
habitante que no tenga al menos un familiar trabajando en tareas de
operación de algunas de las dos centrales existentes o en la
construcción de la tercera que se está erigiendo. Con los niveles
de desempleo creciente que hoy se abaten sobre nuestro país, muchos
celebran esta tan peculiar situación. Otros, en cambio, son menos
entusiastas y se enlistaron en el Movimiento Antinuclear de
Argentina.
Agustín Saiz es
uno de ellos. Este joven ingeniero industrial plantea que el pueblo
se construyó bajo la sombra de los reactores. "Por eso aquí
está muy naturalizada la actividad nuclear a pesar de las
consecuencias que ya trajo. Hay que informar que en los años 80 y 90
hubo incidentes que son comunes a todos los reactores del mundo",
señala.
Cuando alguien
transita las veredas de Lima no las puede distinguir de cualquier
otro pueblito de la provincia de Buenos Aires. La amenaza nuclear no
emerge bajo ninguna de las manifestaciones que suelen tener otras
acciones contaminantes más tradicionales: la actividad atómica no
genera ni contaminación visual, ni sonora ni, muchos menos, olor.
Además, esta
situación cuenta con un concepto aliado que surge de la estadística:
se llama "la esperanza matemática", una formulación
científica que tranquiliza a la gente bajo la idea de que los
accidentes nucleares son muy poco frecuentes. Esta aseveración se
torna preocupante recién cuando alguien añade el dato de que cuando
éstos ocurren, resultan ser arrasadores, masivos y letales.
La gran pregunta
que hay que hacerse en medio de la paz provinciana que atraviesa las
calles de Lima es si la gente que vive allí está preparada para un
eventual accidente o incidente.
El ingeniero Saiz
responde de manera contundente: "De ninguna manera. Existen
protocolos y precauciones generales pero están planteados desde un
lugar muy simplista. Se hacen simulacros con alguna frecuencia pero
se realizan hasta un radio de 10 kilómetros de la planta atómica
cuando se sabe que las consecuencias de un incidente nuclear pueden
afectar la vida y la naturaleza a 500 kilómetros de distancia",
sostiene Saiz.
Nadie duda de que
hace 60 años el manejo del átomo y de la energía nuclear era un
elemento prometedor para el crecimiento de los países en desarrollo.
Cuando alguien
observa los reactores nucleares tras los alambrados de protección
que hay en Lima contempla la respuesta que, en su momento, la
Argentina brindó al mundo respecto de su potencial intelectual,
científico y tecnológico.
Pero el mundo
cambió después de Chernobyl y Fukushima. También se modificaron
los valores. La sociedad privilegia hoy, con bastante tino, su
seguridad, su futuro y el de sus hijos. Presta atención a la calidad
ambiental por encima de cierto desarrollo tecnológico que la pone en
riesgo.
Hoy, el modo en
el que se obtiene electricidad no es indistinto: no es lo mismo
energía nuclear, que solar o que eólica. Discutir sobre actividad
atómica significa poner sobre la mesa el futuro y la calidad de
nuestras vidas.
Necesitamos
electricidad, es cierto. Pero hay que convencerse: esa postal que
muestra unos reactores detrás de un gigantesco alambrado, tiene que
convertirse en una foto del pasado.
Fuente:
Sergio Federovisky, La vida de un pequeño pueblo bonaerense emplazado a diez kilómetros de la Central Nuclear Atucha, 01/04/19, Infobae. Consultado 01/04/19.
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