El 10 de octubre
de 1947, cientos de indígenas pilagá fueron asesinados en un paraje
cercano a Las Lomitas, Formosa. Los persiguieron, violaron,
fusilaron, apilaron y quemaron. No era ni la primera ni la última
vez que la Gendarmería protagonizaba una represión indígena. Pero
el “problema” es siempre el mismo: la concentración pública de
sujetos indígenas es una invitación a la represión.
“Les dimos
corchazos para que tengan", celebra un gendarme. Otro, tira
piedras. El otro, esconde un hacha. Y otros, quizás, un cuerpo.
Escenas que infunden terror pero que están muy lejos de ser
inaugurales o casuales.
La desaparición
forzada de Santiago Maldonado durante la feroz represión en el
territorio mapuche del Pu Lof en Resistencia en Cushamen, Chubut,
puso en primer plano la violenta relación de la Gendarmería
Nacional con las comunidades indígenas.
Una violencia que
se inscribe en un continuo histórico en donde la reunión de sujetos
indígenas en el espacio público reactiva rápidamente la necesidad
de poner punto final al “malón”. Esa fue una de las
justificaciones históricas que se esgrimieron para fundamentar la
violenta anexión de territorios indígenas a través de las
avanzadas cívico-militares conocidas como “Campañas al Desierto”.
Un despliegue enorme de mecanismos represivos que impactan sobre los
cuerpos y los territorios indígenas que vienen aprehendidos y
sostenidos desde el siglo XIX.
La Gendarmería
Nacional protagonizó distintas represiones indígenas a lo largo de
la historia. En 1924, una protesta indígena por las condiciones de
hacimiento en la Reducción de Napalpí fue reprimida por la policía
del Territorio Nacional del Chaco y por el Regimiento de Gendarmería
de Línea (luego reconvertido Gendarmería Nacional) dejando un saldo
de cientos de indígenas qom y mocoví asesinados.
En la actualidad,
se puede mencionar -entre muchas otras y en distintos lugares del
país- la voraz represión sobre la Comunidad Potae Napocna Navogoh,
La Primavera, Formosa, que en 2010 se encargó de “liberar” la
Ruta Provincial Nº 86. Allí -al igual que hace dos meses en
Cushamen- la comunidad qom sostenía un corte de la ruta en defensa
de su territorio y sus derechos. La avanzada de la Gendarmería junto
a la policía formoseña terminó con el asesinato del anciano qom
Roberto López, varias viviendas incendiadas y ocultamiento de la
documentación luego de la represión.
En Napalpí,
Potae Napocna Navogoh o Cushamen, los y las indígenas se habían
reunido. Y el delito es reunirse. Cambian las fechas y el color
político del gobierno de turno. Pero los imaginarios que se
actualizan en las fuerzas represivas del Estado permanecen intactos:
La concentración pública de sujetos indígenas es leída como una
invitación a la represión sobre esos cuerpos. Y eso fue lo que pasó
hace 70 años en Formosa, en una de las masacres más silenciadas de
la historia argentina.
La Bomba
Tonkiet era un
hombre que -según los ancianos sobrevivientes- “sanaba con su
palabra”. Su llegada a fines de septiembre de 1947 a un paraje
llamado La Bomba, cercano a Las Lomitas, circuló rápidamente por el
montaraz paisaje formoseño.
Ese era su
legítimo nombre en lengua pilagá, aunque luego fue conocido por su
nombre español: Luciano Córdoba. Y en torno a él, cientos de
familias se congregaron para participar de un encuentro sagrado. Con
el correr de los días, fueron cientos o quizá miles de personas
quienes se reunieron a orilla del madrejón y formaron un solo cuerpo
colectivo, ancestral y espiritual.
Dicen que el
persistente sonido de tambores y alabanzas en lengua originaria se
escuchaba a varios kilómetros de distancia. Y también dicen que la
multitudinaria reunión fue leída como una amenaza para civiles y
militares que vigilaban el entonces territorio nacional. La
Gendarmería Nacional fue la que intimó a las familias a abandonar
esa concentración espontánea.
Pero los
caciques, ancianas y ancianos allí reunidos no se dispersaron: era
una reunión sagrada, estaban en su territorio ancestral y entendían
que no significaban amenaza alguna.
Sin mediar ningún
intento de entendimiento, la negación fue rápidamente asumida como
un acto de rebeldía. Y en la tarde del 10 de octubre de 1947, la
Gendarmería Nacional desplegó toda la ferocidad de la violencia
represiva del Estado. Su delito fue reunirse.
La emboscada fue
fatal: por un lado, un avión con ametralladora perseguía desde el
aire; mientras que la cacería por tierra abarcó distancias de más
de cien kilómetros y varios días de persecución.
El minucioso y
respetuoso documental “Octubre Pilagá. Relatos sobre el Silencio”,
de Valeria Mapelman, recupera la memoria oral de los sobrevivientes y
saca a la luz, entre otros, los delitos sexuales cometidos contra
mujeres y niñas. La violencia de género en el marco de un proceso
genocida entendida como mecanismo de tortura y silenciamiento.
Allí, también
se recuerda en forma colectiva cómo fue ese proceso genocida que
incluye matanzas, sometimiento, traslados forzosos y desmembramiento
familiar, tal como se especifica en el concepto de genocidio que la
Asamblea General de las Naciones Unidas elaboraría un año después
de esta masacre para analizar los crímenes del nazismo.
Quienes lograron
sobrevivir, fueron capturados por los gendarmes y enviados a trabajar
en “reducciones indígenas” en condiciones de semiesclavitud y
bajo el control de la misma Gendarmería Nacional que llevó adelante
la masacre.
Morir sin
justicia
Qadeite era una
niña cuando comenzó la masacre. Aquel fatídico 10 de octubre de
1947 huyó junto a su madre y su pequeño hermano. Se escondió en el
monte. Pasó hambre. Escuchó inmóvil el paso de las tropas que con
una jauría a cuestas avanzaban por el territorio en busca de futuros
fusilamientos.
A muchos “se
los tragó el monte”. El hambre y las heridas los llevó a engrosar
la cantidad de muertos. Nombres e historias que ni siquiera forman
parte de un listado oficial. Nombres e historias que el Estado
decidió deliberadamente ocultar. Víctimas de una maquinaria
genocida que aún hoy no es reconocida.
Qadeite relataba
que la encontraron junto a su familia y otro grupo de personas que
también estaba escapando. Y luego los llevaron a las reducciones de
Francisco Muñiz y Bartolomé de las Casas.
En esta última
funcionó también el Internado para Niños José de San Martín, que
manejaba un grupo de monjas y un capellán, institución destinada a
impartir instrucción católica, disciplina y “pautas para el
trabajo”. A sus ochenta y tantos años, Qadeite aún recordaba con
angustia la imagen de su mamá forcejeando con las monjas para evitar
que se llevaran a su hermanito.
“Cuando
escapamos (de la Reducción) fuimos a lo de un señor que siembra
algodón y ahí quedó toda la familia. Y ya después fuimos de un
sembrado a otro. Toda la vida fue un peregrinar de un patrón de
otro, de una cosecha a otro. Nunca más fuimos libres”.
Más de sesenta
años después, eso contaba Qadeite a escasos kilómetros del
epicentro de la matanza. Terreno donde no hace falta agudizar
demasiado la visión para observar los pozos que indican las fosas
comunes ni rasgar demasiado el polvo para que salgan a superficie los
restos de las víctimas masacradas.
Una mujer tierna
y valiente, que les cantaba a sus bisnietas mientras tejía sus
yicas, que de a poco pudo recomponer los relatos del horror, y que
tenía clarísima la ferocidad y la violencia de un Estado que nunca
–ni siquiera- le pidió perdón.
Su hija, Noolé
(o Cipriana Palomo, según el documento) es titular del Consejo de
Mujeres de Federación de Comunidades Indígenas del Pueblo Pilagá,
una organización que reúne distintas comunidades de la provincia de
Formosa y logró el reconocimiento del Instituto Nacional de Asuntos
Indígenas (INAI).
Qadeite falleció
en septiembre de 2015, unos meses después de la partida de
Setkoki´en (Melitón Dominguez), otro activo sobreviviente de la
masacre.
El año pasado
fue el turno de Salqoe (Pedro Palavecino), un anciano que siempre
instaba a seguir en la lucha por la verdad y la justicia. “Falta
seguir, porque muchos no saben. Y porque todavía duele”, decía.
Y hace un mes
murió Ni´daciye (Solano Caballero) que en diciembre del año pasado
llegó hasta la Ciudad de Buenos Aires desde su Formosa natal para
dar testimonio.
“Tengo 97 años
y no olvido. Yo no olvido esta causa. ¿Por qué? Porque ahí está
la sangre, ahí están los huesos, ahí en la tierra. Este es mi
dolor. No es chiquito. Es grande, está arriba este dolor para mí.
Pero estoy contento de llegar acá, a ustedes. Pero la justicia tiene
que ser grande, porque pasaron muchos años”.
En 2005, la
Federación Pilagá denunció al Estado por esta masacre. Inició un
juicio civil y otro penal. Los ancianos y ancianas sobrevivientes van
muriendo en el olvido y sin respuestas del Estado.
Genocidios de
segunda
Este 10 de
octubre a las 17, la Federación realizará un acto por la
conmemoración de los 70 años de esta masacre en la comunidad
indígena de Oñedié, Ruta 28 Norte en intersección con la Ruta
Nacional 81, Las Lomitas. Entre otras cosas, esa tarde se inaugurará
un memorial en honor a las víctimas y sobrevivientes de la masacre,
realizado por el artista plástico Ulises González, integrante de la
Red de Investigadores en Genocidio y Política Indígena en
Argentina.
¿Cuántos
organismos de derechos humanos les mandarán sus adhesiones? ¿Cuántas
figuras públicas acompañarán ese día al Pueblo Pilagá? ¿Cuántos
medios de comunicación destinarán amplias coberturas a esta masacre
impune? ¿En cuántas escuelas recordarán este hecho histórico? ¿Y
por qué hay dolores que conmueven más que otros?
Porque hasta
tanto no comprendamos que esa víctima indígena se me parece, hasta
tanto no podamos sentir el dolor de esas comunidades como propio,
hasta tanto no nos conmueva cada conflicto y cada represión, ese
proceso social genocida sigue vigente.
Un genocidio
indígena sobre el cual se constituyó este Estado Nación que cree
haber “bajado de los barcos” y aún hoy sigue negando que sometió
a la población originaria a campos de concentración, violaciones
sistemáticas, reparto forzado, trabajo semiesclavo, separación
familiar, expulsión de territorios, cambio de nombres, imposición
de la religión católica y eliminación física.
Porque
participamos -sin siquiera saberlo- de dinámicas de circulación de
estos discursos que permitieron perpetrar un genocidio, que se
sostuvieron a lo largo de los años y que, desde la desaparición
forzada de Santiago Maldonado, han tenido un salto exponencial de
racismo.
El genocidio no
sólo opera a través de las fuerzas militares, sino que lo hace a
través del discurso dominante, del sentido común, de los medios de
comunicación, de los libros de historia, de los museos, de los actos
escolares.
Reconocer, asumir
y trabajar ese genocidio originario nos permitirá entender cómo se
construyen y legitiman las demandas actuales; y por qué aún hoy la
reunión de sujetos indígenas en el espacio público sigue
permitiendo desplegar toda la fuerza de los aparatos represivos del
Estado ante la latencia de un malón que siempre se actualiza.
Por eso, en el
70º aniversario de una de las masacres crueles del siglo XX,
Qadeite, Salqoe, Setkoki´en, Ni´daciye y todo el Pueblo Pilagá
merecen que nunca deje de exigirse memoria, verdad y justicia por las
víctimas y sobrevivientes de Rincón Bomba.
Luciana Mignoli es periodista e integrante de la Red de Investigadores en Genocidio y Política Indígena en Argentina.
CONTACTOS PARA
NOTAS:
Noolé Palomo: 3718623642, Consejo de Mujeres
Ángel Navarrete: 3715497145 (Whastapp), Consejo de Ancianos
Bartolo Fernández: 3715488236, Consejo de Representantes
Tomas Domínguez, teléfono 3718560854 (Whatsapp), Secretario de la Federación
Para enviar adhesiones: federaciondelpueblopilaga@gmail.com
VIDEO: Corto de
18 minutos, “La historia en la memoria”, de Valeria Mapelman.
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Fuente:
Luciana Mignoli, Gendarmería, muerte y silencio: A 70 años de la Masacre de Rincón Bomba, 06/10/17, Red Investigadores sobre Genocidio y Políticas Indígenas. Consultado 07/10/17.
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