Un grupo de turistas visita las casas en ruinas de la ciudad de Armero, en el departamento de Tolima, en noviembre de este año. Fuente: Luis Acosta/ AFP |
La erupción del Nevado del Ruiz que sepultó Armero, una localidad colombiana, demostró que era la vulnerabilidad de la población y no el evento de la naturaleza lo que determina la magnitud de una catástrofe. La influencia decisiva del hombre en la muerte de más veinte mil habitantes.
Pese a la
existencia registrada de dos episodios anteriores igualmente trágicos
y a la advertencia de los científicos respecto de la sospechosa
reactivación del volcán Nevado del Ruiz, la ignorancia, la tozudez
y el autoritarismo fueron más que la amenaza que se cernía sobre
Armero, una localidad montañosa a menos de doscientos kilómetros de
Bogotá.
Las crónicas de
1595 ya hablaban de una erupción y bloques de hielo bajando por el
río Magdalena. Muy lejanas, sin embargo, como para ser tenidas en
cuenta. Pero en 1845, con registros más confiables, otra erupción
del mismo volcán borró del mapa a un pueblo localizado en el mismo
sitio en que 140 años más tarde los habitantes de Armero vieron
bajar los lahares que volvieron a sacarlo de la faz de la tierra. Un
lahar, supieron luego los pocos sobrevivientes, es un flujo violento
y veloz de lodo, tierra y escombro resultado de la actividad
volcánica.
El Nevado del
Ruiz llevaba sesenta y nueve años inactivo. A fines de 1984 los
vulcanólogos colombianos comenzaron a vislumbrar fumarolas,
deposición de azufre y otros indicios del despertar del cráter. En
septiembre de 1985 ya era indisimulable y las sucesivas pequeñas
erupciones comenzaron a sugerir evacuaciones, en una región que
incluía a los pobladores de Armero, 45 kilómetros abajo del volcán.
Los mapas de riesgo elaborados para la ocasión no solo eran
equívocos y pobres, sino víctimas de la extorsión: los
comerciantes y hacendados locales, temerosos de perder dinero en la
recesión derivada de un eventual éxodo, literalmente obligaron a
las autoridades a mantenerlo bajo siete llaves. La acción volcánica
se avecinaba y todas las condiciones estaban dadas para que se
convirtiera en desastre.
La madrugada del
13 de noviembre de 1985 se inició con una columna de ceniza sobre la
boca del Nevado del Ruiz. El Servicio Geológico colombiano recibió
la información de Defensa Civil y ordenó una evacuación. Pero como
entre las cinco y las siete de la mañana la ceniza dejó de caer las
autoridades locales instruyeron a la población a que volviera a sus
casa en calma. El suicidio colectivo acababa de decretarse. A las
nueve de la mañana el volcán vomitó fuego, literalmente. Treinta y
cinco millones de toneladas de material, excesivamente rico en
azufre, explicaron el nivel tres, propio de una erupción violenta,
que se le otorgó al episodio. El resto lo hizo esa combinación de
naturaleza y sociedad, muchas veces anómala.
El calor derritió
los glaciares de la montaña. Los lahares bajaron a más de sesenta
kilómetros por hora multiplicando por cuatro el caudal de los ríos
que nacían en la cima del volcán. Once y media de la mañana es la
hora en que el vendaval entró y sepultó Armero. Más de veinte mil
de sus 27 mil habitantes murieron casi en el acto. La moderna y
ajustada definición de desastre natural entraba en vigencia: se
trata de un proceso detonado por un acontecimiento de la naturaleza
cuya magnitud está determinada por la vulnerabilidad de la sociedad
sobre la que impacta. Armero se había levantado por tercera vez en
el lugar exacto por el que pasaría el lahar en caso de erupción.
Mayor vulnerabilidad, imposible.
Cicatrices es una
sección del programa Ambiente y Medio que se emite todos los sábados
a las 16 por la Televisión Pública Argentina
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Omayra Sánchez (1972- 1985)
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