La periodista y escritora Josefina Licitra habló con Infobae sobre su último libro, "El agua mala", que reconstruye la historia de un pueblo bonaerense hundido en la década del 80.
por Matías Méndez
Mirar lo mismo pero contarlo diferente. Ir al lugar, observar, prestar atención al detalle y narrar con el foco puesto en lo que nadie advierte. Evadir el lugar común para desmarcarse de lo obvio. Poner en duda lo establecido. Evitar repetir lo que tantos escribieron. Poner el ojo y el oído pero también el corazón para interpretar el dolor. Tal vez, eso deba estar en el centro del periodista; seguro, todo forma parte de la manera en que desarrolla el oficio Josefina Licitra. Por eso, si se escribe en Google "Epecuén" aparecerá la historia de Pablo Novak, que se autodefine como el último poblador de esa ciudad desaparecida bajo el agua hace veinticinco años, pero si la que escribe es Josefina, Novak sólo aparecerá como una anécdota tragicómica: un hombre que se inventó una historia que no existe, que nunca vivió en Epecuén pero que sin embargo es el más entrevistado por los que llegan, al mismo tiempo que es el más repudiado por un pueblo que aún sueña con el regreso a un pasado glorioso. A los tiempos en los que veinticinco mil personas llegaban a un lugar habitado por ochocientos que ofrecían hoteles para turismo de salud aprovechando el agua termal que, según algunos, tenía las mismas virtudes curativas que el Mar Muerto.
En "El agua mala" (Aguilar), Josefina Licitra retrata con maestría el drama de Epecuén. Es la historia que tuvo un final anunciado pero no creído, lo que tantas veces se pronosticó ocurrió: se rompió el terraplén a través del cual se canalizaba el agua que nace en la Laguna del Monte y se desarrolla a lo largo del sistema de las Encadenadas en la provincia de Buenos Aires. Epecuén quedó bajo el agua. Décadas después, el agua salada comenzó a retirarse y así emergió las ruinas de lo que fue y que hoy ofrece un paisaje al que llegan cineastas a filmar películas de guerra, oportunistas a la búsqueda de algún rédito pero también los que anhelan volver como Alfredo Pardiño que todos los fines de semana va a su terreno en Villa Lolalía, una franja en el límite de Epecuén que no fue expropiado. Justo al lado del terreno usurpado por Novak.
- ¿Cómo fue su acercamiento a la historia de Epecuén?
Me encontré de casualidad con esto, estaba haciendo una crónica para la revista Orsai sobre Francisco Salamone, un arquitecto que llenó la provincia de Buenos Aires de unas construcciones de una obra pública muy descomunal, monumentalista. Tenía unos edificios en esa zona, fui a verlos y me encontré con Epecuén, que no sabía que existía ni conocía su historia. Me decidió el impacto visual, que es muy alto. Es difícil desprenderte de esa imagen. Es un espacio muy grande en ruinas y blanqueado por la sal que estuvo cubierto por agua salina durante veinticinco años y lo que uno ve es como un territorio de posguerra en un lugar en donde no se desató una guerra. Lo primero que pensé fue en hacer un trabajo fotográfico. No soy fotógrafa pero pensaba en trabajar con fotos realizadas por un experto y un epígrafe largo poniendo una persona delante de lo que fue su casa y contar esa historia. Vi que alguien había hecho algo parecido y me pareció que las historias eran muy ricas y que eso sí no había sido contado. En términos de imagen el lugar sí había sido contado, no mucho pero algo y ahí sí vi que no había un trabajo de fondo sobre las historias de esas personas que se quedaron en una semana sin lugar al que volver. Ahí empecé.
- La primera reflexión que a uno le queda al terminar el libro es: todos sabían que Epecuén se iba a inundar y sin embargo pasó. Es algo muy argentino, se sabe lo que va a pasar pero nadie hace algo para evitarlo.
Está buena esa lectura porque yo encontré en ese recurso de decir cada tanto que todos sabían una forma de marcar esta línea de argentinidad que tiene la historia. Mas allá de que hubo un poder político que, por acción en algunos casos y por inacción en otros, hizo las cosas mal, hay un componente que no tiene que ver con esto y no sé si es que tiene que ver con la idiosincrasia local o si tiene que ver con el género humano. Pero el hecho que todos sabían que ese lugar se iba a inundar pero hasta último momento, y en esto si veo algo argentinoide, trataban de ver si llegaban a la temporada alta. Trataron de estirar, que es como evitar el Titanic soplando una vela. Trataban de aguantar hasta último momento a ver si el terraplén que los terminó tapando no se rompía y se les terminó rompiendo en la cara. Todos sabían que ese pueblo se iba a inundar, eso es lo raro, sorprendente y triste.
- Empujando y negando la realidad a ver si zafamos.
Es como el avestruz, vamos zafando, lo atamos con alambre. En general el sistema que había para contener las aguas era un sistema de terraplenes y se abría una fisura y la tapaban con bolsas de arena, con un poco de canto rodado y también con obra pública en muchos casos sin licitación. Así iban sosteniendo. Armaron terraplenes altísimos que en un momento no aguantaron más. Todos trataban de aguantar a ver si llegaban a la temporada.
- El otro tema que surge del libro y que parece también un rasgo nacional es la cuestión de las Encadenadas, en donde todos van empujando el agua hacia el de abajo y el último era Epecuén.
Esa historia, que es como una subhistoria dentro de lo que fue la inundación, es curiosa. Epecuén está en un sistema de lagunas encadenadas, que es como una escalerita de lagunas que tienen su base al lago Epecuén. La laguna que está arriba es la Laguna del Monte que tiene en sus márgenes a Guaminí. Cuando empezó a desbordar todo el sistema y a inundar todo el agua, primero llegó a la laguna que estaba más arriba que era la de Guaminí y la única forma de salvarse y no quedar tapado fue romper unos terraplenes y acelerar el paso del agua hacia Epecuén que estaba más abajo. Yo no sé si hubiera hecho algo distinto, no sé qué se hace en un caso así pero lo que hicieron los que estaban más arriba fue abrir brechas para que el agua pasara más rápido y los tapara a los de más abajo y que los tapara pronto así los de arriba se salvaban. No sé si uno es justo diciendo que es algo argentino, quizás es algo que podría suceder en cualquier lado, pero también le veo un rasgo de sálvese quién pueda que identifico con cuestiones que se me hacen reconocibles en mi vida cotidiana.
- En el libro se percibe mucho enojo con el periodismo por parte de los vecinos de Epecuén y Carhué. ¿Es así?
No es enojo con el periodismo, hay un enojo principalmente con el poder político. Es interesante cómo trabaja el periodismo sus temas, con qué recursos y discursos y lo que uno ve cuando es una historia relativamente pequeña que se da en un ámbito mensurable es el periodismo en todo su esplendor: hay gente que trabaja muy bien y hay gente que trabaja muy mal, como en todos lados, lo que pasa es que ahí se ve más claramente y entonces tenés al tipo que te dice "están apareciendo muertos" y no hay muertos, está el que arma una foto y tenés al que participó del armado de la foto contándote como le dijeron que agarre a la hija y haga como que se desmayó. Ves todo, así como ves gente que muy solidariamente trata de trabajar de una manera responsable. No sé si hay un enojo con el periodismo, hay un enojo con los periodistas que se manejaron mal, que es lo que haríamos todos si nos usaran.
- ¿En su caso como fue recibida después del uso que sufrieron por parte de algunos periodistas?
La gente estaba muy necesitada de hablar. La duda que tenían era si yo iba a volver, si iba a hablar con ellos o si les iba a llegar el libro y por eso hice la presentación allá. Sienten que la gente que pasa, toma fotos, hace algunas entrevistas y desaparece, que es un poco lo que todos hacemos, a veces sin mala fe, y que es parte de la dinámica del trabajo periodístico. No hubo recelo para recibirme. Es que era una generación en la que ir al psicólogo era como ir a la luna, era algo impensable y hay gente que no tuvo una instancia de elaboración de un discurso sobre lo que le pasó. La única forma de elaborar eso era charlar entre ellos o hablar con un periodista. A veces te reciben con cierta necesidad atrasada de contar lo que les pasó hace treinta años.
- ¿Se sienten abandonados?
Sí, a esta altura ya es un reclamo muy viejo. La gente armó la vida como pudo en las casas de morondanga que les dieron y la fueron mejorando con el dinero que les entró. La sensación de abandono es más en el plano del discurso o del relato: nadie habla de lo que les pasó. Es muy raro lo que les sucedió, es único. Una cosa es planificar y tapar un pueblo, que es lo que pasó en Federación o en algunos lugares de Europa, algo terrible pero donde al menos te avisan y hay un plan. Acá no, de una semana para la otra se quedaron sin casa para siempre porque el agua no se fue. Es raro que se hable poco de eso, sobre todo teniendo en cuenta que en Argentina el agua es un problema. Ese problema hizo síntoma en Epecuén de una manera muy notoria porque el agua ahí no se va porque no tiene salida al mar la cuenca. Todos sabemos lo que pasa con el agua más allá de Epecuén.
- ¿Cómo está hoy la zona?
Todavía no se retiró del todo el agua. Está casi todo el pueblo a la vista, las casas están derruidas porque el agua con sal ablandó todos los cimientos. Es un pueblo fantasma. Están viendo de declararlo patrimonio histórico. Hoy se pueden visitar la ruinas pagando una entrada de veinte pesos al Municipio.
- A pesar de lo que dice, hay quienes quieren volver.
Es muy conmovedor. Está la ruina y después hay toda una franja que se llamaba Villa Lolalía que era el límite más alto de Epecuén. Esa zona no fue inundada pero hubo que desalojarla porque no había adónde comprar la comida, ni había luz ni teléfono. Todo terminó cayendo de abandono. Hay gente que teniendo título de propiedad de esa franja empieza a pensar en hacerse una casita y volver. Hay como esa fantasía de volvamos a tener el pueblo pujante de los 60 0 70. Es curioso porque cuando se inundó Epecuén ya estaba bastante venido a menos, pero todos recuerdan su momento de esplendor y todos quieren volver a tenerlo. Era como un pueblo de película de Luis Sandrini: todo estaba bien, todo era alegre, la gente era buena. También hay una cuestión mítica en todo esto.
- ¿Cómo leyeron el libro los vecinos de Epecuén?
El único que lo leyó mientras estuve en Carhué presentándolo fue Ruben Besagonill, que está en los primeros capítulos. Estaba bastante preocupada con eso porque cuando trabajás con personas, que es en general lo que hacemos los periodistas, siempre tocás sensibilidades y sin querer podés equivocarte. Hasta ahora estuvo todo bien. No hay noticias, buenas noticias. Traté de ser muy cuidadosa pero hay que ver, soy amiga de muchos de ellos en Facebook así que estoy ubicable. Lo que espero es que sientan que la historia habla de ellos.
- Después de haber trabajado este tema y de haber convivido y hablado tanto con gente que perdió todo bajo el agua en un episodio que estaba anunciado que iba a ocurrir, ¿Qué siente cuándo se vuelve a inundar la provincia de Buenos Aires?
Mi sensación es más de ciudadana y no está relacionada con el libro. Siento lo que sentimos todos: un desamparo importante de estar todavía a merced del tiempo. Esta es una historia con características muy específicas pero tiene muchos elementos universales y es que nos vivimos inundando. No hay obras hidráulicas serias, no hay obras sobre el Salado. Nos seguimos inundando y en general son inundaciones de la pobreza, de gente pobre o de clase media esforzada. Lo único que siento es desamparo y, en lo que está ligado al libro, la certeza que el libro abarca mucho más que la historia de un pueblo.
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Fuente:
Matías Méndez, "Las inundaciones en Argentina son inundaciones de la pobreza", 16/11/14, Infobae. Consultado 17/11/14.
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