Personas “ordinarias” sufrieron pérdidas “extraordinarias” que nunca deberían repetirse.
por Linda Pentz Gunter
“Quería que el bebé fuera una muestra de nuestro amor...
“Nosotros esperábamos nuestro primer bebé. Mi marido quería un niño y yo una niña. Los médicos me dijeron que aborte. ‘Tu marido estuvo mucho tiempo en Chernóbil.’ Es camionero y lo llamaron para ir allí en los primeros días. Transportaba arena y hormigón. Yo no les creí. No quería hacerlo. Había leído en los libros que el amor lo conquista todo. Incluso la muerte.
“Mi pequeño bebé nació muerto y le faltaban dos dedos. Una niña. Lloré. Si al menos hubiera podido tener todos sus bonitos deditos. Después de todo, era una niña”.
Chernóbil. Lo recordamos ahora, 36 años después. Y fue recordado entonces, 10 años después que sucediera, por las personas a las que les ocurrió.
Porque la tragedia afectó a varios millones de personas de las que llamamos “comunes”. (Sólo en Ucrania, 1,8 millones de personas tienen el estatus oficial de víctimas del desastre de Chernóbil).
Pero no había nada de “común” en la experiencia de Chernóbil ni en las personas que la vivieron. Y relataron esas experiencias, como la de arriba, a la periodista bielorrusa Svetlana Alexievich, cuyo libro de testimonios, Voces de Chernóbil, desmiente a los negacionistas de Chernóbil.
Algunas de esas personas reales fueron liquidadores, sí. Y el problema que provocó la explosión de la Unidad 4 de Chernóbil fue tecnológico, agravado por un error humano.
“Desde arriba, se podía ver todo. El reactor en ruinas, los montones de escombros del edificio. Y un número gigantesco de pequeñas figuras humanas... Los soldaditos corrían con sus trajes y guantes de goma. Parecían tan pequeños vistos desde el cielo.
“Lo fijé todo en mi memoria. Pensé en contárselo a mi hijo. Pero cuando volví: ‘Papá, ¿qué has visto?' ‘Una guerra'. No tenía otras palabras para ello”.
Pero muchas de esas personas reales nunca fueron liquidadores. Simplemente vivían, se dedicaban a su vida cotidiana, sin imaginar que sus pueblos podrían quedar pronto enterrados en el suelo para siempre, como residuos nucleares.
Nunca imaginaron que sus hijos podrían no sobrevivir, que sus comunidades se desintegrarían. Nunca imaginaron que se convertirían en parias.
“La gente nos mira con recelo, con miedo. Todo el mundo está acostumbrado a las palabras ‘Chernóbil’, ‘niños de Chernóbil’, ‘evacuados de Chernóbil’.
‘Chernóbil’: ahora se antepone a todo lo que se refiere a nosotros. Pero tú no sabes nada de nosotros. Nos tienes miedo. Huyes. Si no se nos permitiera salir de aquí, si nos rodearan con un cordón policial, muchos de ustedes probablemente se sentirían aliviados.”
Todo el mundo está acostumbrado a la palabra ‘Chernóbil’. Pero, 36 años después, ¿qué ha llegado a significar? ¿Es un vago recuerdo o un pedazo de historia aprendido? ¿Se trata de un error nuclear de escasas y graves consecuencias, o de un espantoso legado que se sigue heredando?
En la introducción de Voces de Chernóbil, Alexiévich nos recuerda que de los 50 millones de curies de radiactividad arrojados a la atmósfera por la explosión de Chernóbil, el 70% cayó en su país, Bielorrusia. “El 23% del territorio del país se contaminó con niveles superiores a 1 Ci/km2 de cesio-137. En comparación, el 4,8% del territorio de Ucrania se vio afectado y el 0,5% del de Rusia.”
Los ciudadanos de Bielorrusia siguen viviendo en esa sopa radiactiva. Como resultado, escribió Alexievich, “cada año Bielorrusia ve aumentar la incidencia del cáncer, el retraso mental infantil, los trastornos neuropsiquiátricos y las mutaciones genéticas.”
No podemos ignorar esto. No podemos descartarlo y aceptar la mentira narrativa de que sólo murieron un puñado de liquidadores. ¿Y por qué ellos son “sólo” de todos modos? Eran vidas que también importaban, vidas que muchas de ellas fueron sacrificadas a un final horrible y agonizante. Fueron amados por la gente. Nunca deberían ser consideradas “únicas”.
Las estadísticas sesgadas, convenientemente manipuladas por los organismos para los que el uso continuado de la energía nuclear es una prioridad e incluso un mandato -sin importar lo que ocurra- adormecen las conciencias de los individuos de esas organizaciones que deberían levantarse y rechazarlas.
Sí, cualquier tipo de tecnología tiene un precio. En términos humanos. En términos medioambientales. Pero la tecnología nuclear no es una que debamos elegir. No es una tecnología que debamos utilizar. Hay un lío radiactivo que hay que limpiar -en Bielorrusia, Ucrania, Rusia, Japón- y no uno mayor que hay que hacer.
Fuente:
Linda Pentz Gunter, What do we remember about Chernobyl?, 25 abril 2022, Beyond Nuclear Internacional.
Este artículo fue adaptado al español por Cristian Basualdo.
La obra de arte que ilustra esta entrada es “Funeral in the Chernobyl zone”, 1994, óleo sobre lienzo, 74 x 138,5 cm, del artista bielorruso Viktor Shmataŭ.
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