por Federico Acosta Rainis
SAN CARLOS DE BARILOCHE.- No hay una sola nube en el cielo y en Playa Bonita, una de las más concurridas de San Carlos de Bariloche, los turistas disfrutan de una tarde de treinta grados junto al Nahuel Huapi, un espejo perfecto. Justo frente a los bañistas, a un kilómetro de la costa y a ocho del centro de la ciudad, se levanta una pequeña y escarpada isla cubierta de vegetación, pero desierta de toda presencia humana.
Es la enigmática isla Huemul.
Muchos veraneantes probablemente ignoran que en ese pedazo de tierra de solo 75 hectáreas, perdidas entre pinos, coihues, arrayanes y cipreses, se esconden las ruinas de uno de los proyectos más ambiciosos de la historia. Hace siete décadas, allí funcionó el primer laboratorio de fusión nuclear del mundo, donde un extravagante científico, bajo las órdenes del entonces presidente Juan Domingo Perón, intentó algo casi imposible: crear un sol en miniatura. Un sol tan poderoso como el que esta tarde veraniega derrite a Bariloche.
No es fácil acceder a la isla. No hay transporte regular y quien llega al viejo muelle de madera lo hace por su cuenta, casi siempre en kayak o velero, explica Diego Moscoso, dueño de un local de buceo en Playa Bonita. Moscoso acepta cruzar en su gomón. El viaje es corto y antes de despedirse -volverá en unas horas, para el regreso-, advierte: “¡Ojo con los jabalíes!”.
No aclara si bromea.
Una isla atómica
Hasta el 24 de marzo de 1951, Huemul era una isla ignota de la Patagonia. Pero ese día saltó a la fama cuando Perón, en Casa Rosada, leyó un breve comunicado: “El 16 de febrero de 1951, en la planta piloto de energía atómica en la isla Huemul, de San Carlos de Bariloche, se llevaron a cabo reacciones termonucleares bajo condiciones de control en escala técnica”.
Apenas seis años después de Hiroshima y Nagasaki, Argentina domesticaba al átomo.
La noticia sacudió el planeta. Que un país latinoamericano hubiera descubierto un secreto solo en manos de Estados Unidos y la Unión Soviética trastocaba el tablero geopolítico. Más increíble aún era que, a contramano de las potencias, que trabajaban con la fisión nuclear, Argentina hubiese dominado la fusión nuclear, el proceso que ocurre en el mismísimo Sol. Algo teóricamente posible, pero muy difícil de lograr: energía limpia, eficiente, barata, casi ilimitada.
“Perón anuncia una nueva forma de hacer que los átomos produzcan energía”, tituló en tapa de domingo el New York Times.
El responsable de la hazaña era el misterioso hombre sentado junto al presidente en la conferencia de prensa, el físico austríaco Ronald Richter. Tenía 41 años y había llegado al país en 1948, recomendado por Kurt Tank, diseñador de algunos de los mejores cazas alemanes de la Segunda Guerra Mundial y emigrado a la Argentina tras la caída del nazismo. Richter no tenía una gran trayectoria científica, pero sabía hablar muy bien.
“No tenía antecedentes, pero anhelaba la gloria de los científicos que habían participado del Proyecto Manhattan. Tenía pinta de profesor, una personalidad fascinante, y era muy convincente. No tenía escrúpulos: era capaz de decir y prometer cualquier cosa sin el menor freno, sin la menor precaución”, dice Mario Mariscotti, doctor en física y autor del libro El secreto atómico de Huemul.
No le costó mucho seducir a Perón, prometiéndole energía a granel para desarrollar la industria nacional. El mandatario, que carecía del asesoramiento adecuado porque -afirma Mariscotti- la mayoría de los científicos argentinos eran antiperonistas, empezó a llamar a Richter “amigo” y abrió sin reparos la billetera.
El austríaco inició sus investigaciones en Córdoba, donde trabajaba Tank, y después de algunos episodios confusos -un incendio supuestamente intencional, un aparente caso de espionaje- exigió un sitio más seguro. Un lugar con agua para refrigerar los instrumentos, sin polvo que pudiera dañarlos y -sobre todo- apartado de los curiosos.
El islote del Nahuel Huapi era el candidato perfecto y hacia allí voló Richter, junto a Ilse Aberdt, su esposa, y Épsilon, su gato siamés.
Entre ruinas y balazos
Quizás las idas y vueltas sobre el nombre de la isla fueron un presagio de lo que iba a ocurrir.
En 1883, el teniente de la Armada Eduardo O’Connor la bautizó “General Villegas”, pero enseguida todos la llamaron “Güenul” por el apellido de la única familia que la habitó; alguien, luego, supuso que la habían nombrado por el ciervo patagónico, el huemul, y ese error quedó para siempre en los mapas y en la historia.
El 21 de julio de 1949 comenzaron las obras del complejo nuclear, a cargo de la Segunda Compañía de Ingenieros de Neuquén. Para asombro de los barilochenses, decenas de camiones, topadoras, toneladas de material y más de 400 hombres cruzaron en balsas desde Playa Bonita, bajo la supervisión de Richter. Se derribaron árboles, se alisaron terrenos y se levantaron unos diez edificios: la despensa, la cantina, los laboratorios, la casa del científico, el reactor, la usina para alimentar todo.
Cuesta creer, 70 años más tarde, que aquello ocurriese aquí, donde solo se oyen los pájaros y los sonidos que imagina la mente en una isla desierta. Desde el muelle parte un sendero de tierra que trepa entre matorrales de rosa mosqueta y manzanos silvestres, y luego de pasar frente a la tumba de don Pedro Nolasco, el último de los Güenul, recorre cada una de las ruinas.
El tiempo hizo un trabajo devastador, la mano del hombre también. La casa que fuera de Richter no tiene puertas, ni ventanas, ni marcos, ni caños, ni artefactos: todo fue arrancado o vandalizado. Del piso flotante no quedan huellas. Sobre el techo a dos aguas crece una maraña de plantas. Y las paredes, usadas como blanco en prácticas de tiro durante la dictadura militar, están destrozadas por balazos de grueso calibre.
El reactor que se construyó dos veces
Desde el comienzo del Proyecto Huemul, Richter mostró una personalidad más propia de un chiflado que de un científico. Modificaba los pedidos de material a último momento, amonestaba a cualquiera por el mínimo error y tenía lapsus en los que ponía los ojos en blanco, cual profeta en trance. Si fallaban sus experimentos, decía, “la isla podía llegar a convertirse en una masa de vidrio” y sus colaboradores quedarían estériles. Pero su obsesión máxima era el espionaje: convencido de que pretendían robarle sus hallazgos, quería construir en Huemul un faro y torretas ametralladoras, y tener siempre pronta una lancha de escape.
La lealtad de Richter no estaba a la altura de su paranoia. “A toda costa quería ser contratado por Estados Unidos. Tuvo contactos con la embajada estadounidense ya en 1950, en medio de todo el secreto y el lío que había en la isla. Lo increíble es que, cuando se enteró, Perón no se enojó. Le dijo: ‘Puede hacer lo que quiera’”, relata Mariscotti. El líder estaba tan dispuesto a complacer a su protegido que le otorgó poderes presidenciales, delegándole, en Huemul, su misma autoridad. Algo tan inaudito como inconstitucional.
Del laboratorio personal del científico, el laboratorio II, donde habría logrado la proeza atómica, hoy solo quedan escombros, un techo derrumbado y restos dispersos: barras metálicas, tambores oxidados, bobinas de cerámica. Un cartel en la puerta recuerda que “fue utilizado para probar cargas explosivas por parte de personal militar”.
Las ruinas siguen. Más adelante hay dos imponentes recintos sin techo, los “laboratorios gemelos”, donde la naturaleza recuperó su curso, con sendos bosques creciendo en su interior. El laboratorio III, destinado originalmente a guardar instrumentos, con una puerta maciza digna de la serie Lost, está habitado por el eco y las telarañas. Y no muy lejos, la vieja usina, hoy vaciada pero capaz de producir, en tiempos de Richter, el triple de la energía consumida por Bariloche. El mejor conservado es el laboratorio IV, que recuerda un gran gimnasio soviético. Tiene el techo pintado de negro y en las paredes se repiten los grafitis con las siglas “IB”, porque se convirtió en lugar de peregrinaje para los estudiantes del Instituto Balseiro.
Mientras hacía pruebas en su laboratorio, Richter decidió construir en el centro de la isla un reactor circular de 12 metros de diámetro. Iba a ser la instalación más importante: allí ocurriría el milagro, se replicaría el Sol. Los albañiles trabajaron varios días bajo la lluvia y terminaron el encofrado a tiempo para deslumbrar a Perón y Evita, en su única visita a la isla, el 8 de abril de 1950.
Poco después, sin embargo, el científico ordenó demoler todo con el insólito argumento de reemplazar los caños de hierro por otros de fibrocemento. El nuevo reactor, aseguró, debía construirse bajo tierra, por seguridad. Mandó cavar en la roca viva, a fuerza de dinamita, un enorme pozo, solo para a arrepentirse y hacerlo rellenar otra vez. Se usaron, en vano, 18.000 bolsas de cemento.
Nunca hubo reactor, pero quedó para la posteridad el edificio destinado a contenerlo: una mole cuadrada de ladrillos con paredes de un metro de espesor y 16 de alto. Un monumento a los delirios del austríaco.
La caída
A finales de 1951, el Proyecto Huemul empezó a hacer agua. Importantes físicos como Enrico Fermi y Werner Heisenberg planteaban sus dudas, y la prensa internacional criticaba la falta de pruebas. En los oídos del presidente se multiplicaban las quejas de que Richter gastaba a mansalva, pero los resultados concretos no aparecían: no había cobalto-60, ni reactor, ni energía ilimitada.
Por fin, Perón se cansó. Y el 5 de septiembre de 1952, envió a Bariloche una comisión fiscalizadora integrada, entre otros, por el físico José Antonio Balseiro.
Su informe, tras presenciar los experimentos, fue lapidario. “Las experiencias presenciadas no muestran en ninguna forma que se haya logrado realizar una reacción termonuclear controlada”, escribió. Richter pretendía lograr la fusión nuclear, que necesita millones de grados de temperatura, usando un arco voltaico, que apenas produce unos pocos miles.
Balseiro advirtió, además, que los instrumentos estaban mal calibrados. Y sobre el austríaco, concluyó: “Ha mostrado, o un desconocimiento sorprendente en una persona que emprende una tarea de tal magnitud, o ideas muy personales sobre hechos y fenómenos bien fundados y conocidos”.
El fiasco era gigantesco: un dineral dilapidado por un loco que había embaucado al mismísimo General. Para evitar el escándalo, la isla fue intervenida rápidamente y Richter fue depuesto con gran sigilo. Pero la historia salió a la luz, y entonces el New York Times se permitió una ironía: “El proyecto de energía atómica de Argentina explotó con la fuerza de una burbuja de jabón”, publicó el 5 de diciembre de 1952.
Richter pasó el resto de sus años en el ostracismo, sin pena ni gloria, en una casita de la localidad de Monte Grande. Los vecinos lo recuerdan con cariño. Hasta su muerte, en 1991, tildó a Perón de cobarde por ponerle fin a sus experimentos.
Pero no todos fueron fracasos, dice Mariscotti. La Comisión Nacional de Energía Atómica (CNEA), creada en 1950 para el Proyecto Huemul, fue “un organismo muy importante para el desarrollo tecnológico” y convirtió a la Argentina en pionera en desarrollo nuclear a nivel planetario. Y Huemul, aunque careció de sustento científico, fue “el primer antecedente de un laboratorio oficial financiado para estudiar la fusión nuclear controlada” inspirando, incluso, el proyecto de fusión estadounidense.
¿Qué pasó con la isla? Como Richter, poco a poco volvió a caer en el olvido.
Parte del instrumental se llevó al futuro Centro Atómico Bariloche, cuyo primer director sería Balseiro. Muchos documentos se perdieron, otros se quemaron. La visita fue prohibida por los militares y se convirtió en un territorio tabú. En voz baja, crecieron los mitos: nazis, explosiones ensordecedoras, luces fantasmagóricas, piaras de jabalíes. Peronistas y antiperonistas se disputaron el significado histórico de la isla: el inicio del desarrollo nuclear, para unos, el peor bochorno científico, para otros. Poco se hizo, en cambio, por protegerla, a pesar de su valor patrimonial y de estar ubicada frente a uno de los principales centros turísticos de la Argentina.
“Huemul es un sitio liminal, que quedó discursivamente a la deriva y no forma parte de la historia de Bariloche -opina Trinidad Rico, barilochense y arqueóloga contemporánea especializada en antropología del patrimonio de la Rutgers University-. Se habla del tema de manera informal, porque provoca incomodidad y vergüenza. Se ve como un experimento fallido”. Desde 2015, junto a su equipo, Rico investiga sobre el pasado no contado de Huemul, más allá de la narrativa oficial. “No hay un buen lugar en el patrimonio para algo que no funcionó bien. Fue fácil desarraigarla y dejarla sola. Entonces, cualquiera va y se lleva lo que quiere”, lamenta la experta.
En los noventa, hubo un plan para poner en valor las ruinas y armar un museo sobre la energía atómica. De aquella breve iniciativa, también frustrada, solo quedaron los carteles y un centro de visitantes destrozado. “A partir de la crisis de 2001, cayó en un abandono total y empeoraron el vandalismo y el despojo”, recuerda Mariscotti, que asegura haber visitado Huemul “casi todos los años desde 1958”.
Por el deterioro de las instalaciones, en 2018, Prefectura retiró su última posta permanente en el islote. Y entonces la peor pesadilla de Richter al fin se hizo realidad: los secretos de la primera aventura nuclear argentina quedaron libremente expuestos a cualquier curioso que se animase a cruzar el Nahuel Huapi para conquistarlos.
Fuentes:
Federico Acosta Rainis, Perón. La isla que esconde los secretos de su frustrado proyecto nuclear, 24 febrero 2021, La Nación. Consultado 24 febrero 2021.
La obra de arte que ilustra esta entrada es "El Doctor Richter realiza sus experimentos en la isla Huemul" de Daniel Santoro.
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