La
propaganda soviética trasladó a la población en todo momento el
convencimiento de que la situación estaba bajo control y puso el
foco en las muestras de heroísmo y en que pudo haberse tratado de un
ataque extranjero.
por
César Cervera
El
26 de abril de 1986, hace justo 34 años, se desencadenó en la
central nuclear de Chernóbil, al norte de lo que hoy es Ucrania, el
accidente nuclear más grave en la historia, la mayor catástrofe
medioambiental causado por humanos. Al menos dos cosas estallaron ese
día junto al reactor número cuatro: por un lado, el extraño idilio
entre la humanidad y el átomo pacífico, que tan difícil era de
casar hasta entonces con el átomo de la guerra de Nagasaki e
Hiroshima. Y, por otro, la propia Unión Soviética.
La
mala gestión de la crisis y la opacidad a la hora de dar información
de cara al interior y al exterior del país aceleraron el proceso de
desmembramiento de la Unión Soviética que se produjo durante la
etapa de Mijaíl Gorbachov. Las primeras noticias sobre la catástrofe
nuclear no llegaron a España y al resto de Europa hasta tres días
después de la explosión, cuando el polvo nuclear ya se había
extendido por muchos rincones del continente. ABC tituló ese día:
«La Unión Soviética oculta el verdadero origen de una nube
radioactiva de casi 2.000 kilómetros».
La
URSS reveló a grandes rasgos lo sucedido, aunque minimizando las
consecuencias, porque a esas alturas no tenía más remedio. El 26 de
abril se registraron niveles inusuales de radiación en Polonia,
Alemania, Austria y Rumanía; el 30 de abril, en Suiza y el norte de
Italia; el 1 y 2 de mayo, en Francia, Bélgica, Países Bajos, Gran
Bretaña y el norte de Grecia; y el 3 de mayo, en Israel, Kuwait y
Turquía. Gorbachov se vio obligado a reconocer el accidente de cara
al exterior, mientras de puertas para dentro el hermetismo siguió
diendo total. ¿Cómo si no hubieran podido convencer a cientos de
miles de soldados para que trabajaran durante meses, sin el debido
equipamiento, en la contención de la fuga radiactiva?
El
desastre de Chernobyl sorprendió a la URSS en los agitados meses que
sucedieron a las medidas aperturistas encarnadas por la perestroika
(reconstrucción). En Moscú y en los grandes núcleos urbanos de la
URSS, el principal tema de conversación orbitaba entre los que se
oponían a una reconstrucción económica del modelo soviético, el
grupo de presión denominado de los «conservadores», y los «Nuevos
Pensadores», encabezados por Gorbachov, a la postre Premio Nobel de
la Paz. Esa lucha entre las élites soviética tuvo enorme influencia
en la oscura gestión del accidente nuclear.
Según
el historiador Robert D. English, autor de «Russia and the Idea of
the West» (2000), Gorbachov y sus aliados fueron «mal informados
por el complejo industrial-militar y traicionados» por los
conservadores, que bloquearon la información en relación con el
incidente y, en consecuencia, retrasaron la respuesta oficial. En
opinión de este autor, Gorbachov reclamó a las autoridades que
revelaran «toda la información, pero la burocracia soviética
bloqueó el flujo de información» entre la pobación durante los
primeros meses.
Entre
la normalidad y el sabotaje
Ya
fuera por culpa de los conservadores o por el propio adoctrinamiento
comunista, toda la información sobre el accidente estuvo repleta de
fake news. Sin comprender la envergadura del accidente y el peligro
de esa radiación silenciosa e invisible, gran parte de la opinión
pública acusó a la CIA y a agentes extranjeros de haber saboteado
la central. La teoría de que la culpa fue del enemigo extranjero
sigue incluso hoy vigente entre los nostálgicos del comunismo. No
fue la única mentira alimentada por el Estado.
La
evacuación masiva de las localidades vecinas a la central para
descontaminar las tierras se produjo bajo la mentira de que
únicamente sería durante tres días. Solo así accedieron a
abandonar sus casas la masa aldeana que por nada en el mundo estaba
dispuesta a renunciar a la cosecha de ese año, por muy contaminada que estuviera. La zona más afectada por el accidente fue
Bielorrusia, con una población de diez millones de personas, que
vivía casi por completo de la agricultura y no tenía una sola
central nuclear.
A
los llamados liquidadores, hasta 800.000, con una edad media de
treinta y tres años, se les informó lo mínimo sobre los riesgos de
la radiactividad y se les prescribió, a falta de otras medidas de
prevención, vodka en grandes cantidades para combatir los problemas
de salud.
Como
recoge Svetlana Aleksiévich en «Voces de Chernóbil» (editado en
español por Debate), la propaganda soviética trasladó a la
población y a los soldados en todo momento el convencimiento de que
la situación estaba bajo control y puso el foco en las muestras de
heroísmo, y no en las víctimas de la contaminación. «La primera
filmación fue un club rural. En el escenario había un televisor,
reunieron a la gente. Escuchaban a Gorvachov: todo va bien, todo está
bajo control», explica en el mencionado libro Serguéi Guris,
operador de cine enviado a una zona ya contaminada para grabar
escenas de héroes populares al más puro estilo soviético. Acercar
la cámara a los horrores o a los muertos estaba terminantemente
prohibido.
«Nadie
comprendía nada: esto es lo más terrible. Los dosimetristas daban
unas cifras, en cambio, en los periódicos leías otras», explica
Guris. Muchos de los testigos de aquellos días recuerdan la gran
cantidad de películas de humor que aparecieron en la programación
diaria. La tranquilidad que reflejaba la televisión y la radio.
Un
secreto nacional
Incapaces
de evacuar todos los territorios contaminados, a los que los
campesinos no dejaban de volver a pesar de las restricciones, la
estrategia de los líderes comunistas fue la de fingir normalidad en
lugares que ya no lo eran. En aldeas incompatibles con la vida
humana. Cuenta Guris que, con motivo de la visita del primer
secretario del Comité Central, Sliunkov, se asfaltó ex profeso los
caminos llenos de polvo radiactivo por los que los políticos se
dejaron fotografiar. A ninguno se le ocurrió salirse un centímetro
de la zona asfaltada, ni beber agua que no fuera embotellada, de la
misma manera que ningún cámara se atrevió a filmar aquellas
prevenciones tan poco heróicas.
«¿Le
he contado que estaba rigurosamente prohibido hacer fotos junto al
reactor? Solo se podían hacer con un permiso especial. Te tiraban
las cámaras. Antes de partir, registraban a los soldados, como en
Afganistán, no fuera a ser que se filtrara alguna foto. A los
cámaras de televisión, la KGB les retiraba las cintas. Y se las
devolvían veladas. Cuántos documentales destruidos. Cuántos
testimonios. Perdidos para la ciencia. Para la historia. Sería bueno
encontrar ahora a los que dieron aquellas órdenes», asegura en esta
obra coral la periodista Irina Kiseliova.
Quien
se negaba a continuar con la farsa era tachado de traidor o de poco
comprometido con los valores comunistas. El adoctrinamiento y el
miedo arrojaron a tanta gente a la muerte y a enfermedades terribles
como la propia desinformación.
Otro
testigo entrevistado por Aleksiévich cuenta cómo las autoridades
soviéticas organizaron una boda prefabricada en un lugar
contaminado. Iván Nikoláyevich Zhmíjov, ingeniero químico del
grupo de liquidadores, relata en «Voces de Chernóbil» cómo se
encargó su unidad a costa de su salud de la limpieza de una aldea
vacía, árboles y tejados incluidos, para que se celebrara allí la
ceremonia. Al siguiente día vinieron los novios, que por entonces
vivían muy lejos de allí, y un autobús lleno de invitados. Todo el
paripé fue convenientemente filmado y emitido por toda la URSS. El
objetivo, una vez más, fue el de trasladar cierta normalidad allí
donde empezaban a nacer niños con graves deformaciones.
Los
libros sobre física nuclear y los efectos de la radiación
desaparecieron de las bibliotecas. A quienes, como el escritor Alés
Adamóvich, se atrevieron a criticar a las autoridades del desastre
se les designaba como imprudentes y se les invitaba a callarse.
«[...] No se daba ninguna información. Montañas de papeles con el
sello de “ultrasecreto”: “Declarar secretos los datos del
accidente”; “Declarar secretos los informes sobre los resultados
de los tratamientos médicos»; “Declarar secretos los datos sobre
los índices de lesiones radiactivas entre el personal que ha
intervenido en la liquidación”», recuerda Zoya Danílovna Bruk,
inspectora para el Servicio para la Protección de la Naturaleza, en
«Voces de Chernóbil».
Los
funcionarios como Zoya Danílovna Bruk tenían órdenes de recabar
datos y de interactuar lo menos posible con la población local, que
estaba consumiendo alimentos que no es que estuvieran contaminados,
es que directamente eran residuos radiactivos. A la población se les
decía que «todo estaba bien», que bastaba con lavarse las manos
antes de las comidas. «Comprendí, aunque no enseguida, sino al cabo
de unos años, que todos nosotros habíamos participado… en un
crimen… en un complot...», apunta Danílovna.
Marat
Filípovich Kojánov, ex ingeniero jefe del Instituto de Energía
Nuclear de la Academia de Ciencias de Bielorrusia, denuncia en «Voces de Chernóbil» que el Estado engañó sistemáticamente a los
aldeanos y hasta permitió que se vendiera leche contaminada en botes
sin etiquetar por todo el imperio.
«Toda
la información se convertía en un secreto guardado bajo siete
sellos, para “no provocar el pánico”. Y esto durante las
primeras semanas. Justamente los días en que los elementos de corta
vida emitían su mayor radiación, y todo “irradiaba”.
Escribiamos notas de servicio sin parar. Sin parar. No hablar
abiertamente de los resultados. Te privaban de tu título y hasta del
carné del partido», señala este ingeniero jefe, que tuvo que
soportar como sobre el terreno los niños seguían jugando medio
desnudos en charcos radiactivos mientras unos científicos de la
ciudad con varias capas de protección tomaban medidas a su
alrededor. El resultado: los niveles de tiroides en dosis cien,
doscientas y trescientas veces por encima de lo tolerable.
Si
bien en Ucrania se evacuó a la gente a los pocos días, en
Bielorusia los líderes locales se aferraron a la excusa de no causar
pánico a costa de la salud de la gente. Como consecuencia de ello,
en cinco años los cáncer de tiroides entre los niños creció por
treina... Sliunkov, que en ese momento se jugaba ascender en el
partido, ignoró a los científicos que reclamaban evacuaciones
inmediatas y el reparto de yodo entre la población. Prefirió el
discurso del «todo sigue bien», «el incedio ya ha sido
controlado», en vez de poner remedio a lo que los expertos calculan
como el equivalente a 350 bombas de Hiroshima cayendo sobre tierras
bielorusas.
Algunos
científicos y médicos demasiado lenguaraces fueron amenazados de
muerte si no se callaban, entre ellos Vasili Borísovich Nesterenko,
entonces director del Intituto de Energía Nuclear de la Academia de
Ciencia de Biolorusia. «Podían meterme en un psiquiátrico. Me
amenazaron con hacerlo. Podía tener un accidente de automóvil. Me
avisaron. Me podían colgar una causa penal. Por propaganda
antisoviética. O por un cajón de clavos que el contable del
instituto no hubiera anotado», narra Borísovich, al que finalmente
le abrieron una causa criminal y poco después sufrió un infarto por
su incontinencia verbal. La ciencia estaba al servicio de la
política. Las vidas, también.
Un
juicio sin luces
Los
datos sobre la exposición a la que fueron sometidos los llamados
liquidadores se registró de manera poco precisa. Es más, a los
soldados se les facilitó medidores defectuosos o que simplemente no
servían de nada ante exposiciones tan altas como las que fueron
sometidos. No conocían lo suficiente los riesgos, pero aunque lo
hubieran hecho la lealtad a la madre patria y el miedo a ser
calificados de cobardes les habría empujado a cometer acciones que
solo pueden ser calificadas como suicidas. Aunque se recomendaba no
estar más de un minuto sobre el techo del reactor, muchos
liquidadores se demoraban mucho más tiempo para retirar los
materiales radiactivos.
Los
pilotos encargados de arrojar arena desde los helicópteros se
despojaban a diario de sus equipos de protección para atinar aún
más el tiro. Por no hablar de los buzos que se arrojaron al agua del
reactor para evitar que alcanzara las aguas subterráneas. Allí
donde explotaban los robots por exceso de radiación sobrevivían los
robots de carne y hueso soviéticos.
Según
datos del Ministerio de Sanidad, desde 1990 hasta 2003 fallecieron
8.553 liquidadores de enfermedades relacionadas con altas dosis de
radiación. La cifra sigue creciendo año a año. También sobre su
experiencia y las secuelas que han sufrido existe gran oscuridad. A
Nikoláyevich Zhmíjov se le ocurrió tomar notas sobre su
experiencia junto al reactor, lo que le valió la persecución de sus
superiores, temerosos de lo que fuera a hacer con esa información:
-
¿Qué has estado escribiendo? -preguntó el oficial a este ingeniero
químico.
-
Cartas a mi mujer.
-
Pues al llegar a casa ándate con cuidado.
Tampoco
pareció inocente la elección del edificio de la Casa de la Cultura
de Chernóbil, en el lugar del suceso, para la celebración del
juicio contra los responsables de la catástrofe, que se resolvió
con penas menores y sin implicar a ninguno de los estamentos
políticos. Al juicio no asistió apenas público ni prensa
extranjera debido a que la ciudad estaba cerrada por ser una «zona
de control radiactivo severo». Hasta para dirimir responsabilidades
se cubrió el proceso con un telón de acero.
Aunque
fueron muchas las voces que culparon a Gorbachov de la mala gestión
en torno al accidente de Chernóbil, lo cierto es que para su grupo
reformistas aquel desastre fue un empujón para proseguir con la
perestroika. La caída del Muro de Berlín pocos años después de la
crisis marcó el punto final de la URSS y del proceso iniciado por
Gorbachov.
Fuentes:
César Cervera, Las mentiras comunistas para esconder los horrores y mutaciones producidos en Chernóbil, 27 abril 2020, ABC. Consultado 27 abril 2020.
La obra de arte que ilustra esta entrada es "Chernobyl I", de Roberta Griffin.
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