Eran
días grises los de ese abril de 2003. Las lluvias no cesaban y el
río Salado amenazaba en su mayor crecida a los barrios del noroeste
de Santa Fe. El día 29 el río irrumpió con furia y se tragó un
tercio de la ciudad. Una obra de defensa inconclusa, que había sido
inaugurada casi seis años antes por el gobierno de turno, fue la
responsable de la mayor tragedia hídrica de la historia.
Más
de 1000 manzanas quedaron bajo agua. Más de 120 mil vecinos salieron
empapados de sus casas y todavía recuerdan el frío en los huesos
del agua. 23 vidas se llevó el Salado en pocas horas, pero son
muchas más las que todavía se lloran.
A
17 años de aquel día, cada santafesino tiene una historia de dolor
para contar. Pero también de solidaridad, lucha y resiliencia.
Empezar
de cero
Hacía
algunos años que Villa Oculta ya lucía humildes casitas en el lugar
donde antes había ranchos. Pero al agua no le importó y le pegó a
los santafesinos donde más duele.
Juan
de los Santos Casco ya era en ese momento coordinador de Los Sin
Techo en el barrio del oeste. Su casa, que fue la última en
levantarse a finales de los noventa, está en el límite de la
ciudad. Desde allí se observa el descampado que lo separa de la
Circunvalación Oeste y del Salado.
Ese
fatídico martes, en medio de los rumores que llegaban de otros
barrios más al norte, fue hasta la ruta con otros vecinos. Vieron el
río asomando y empezaron a poner bolsas de arena. Pensaron que iban
a poder frenar el violento caudal. Pero cuando el río tiró las
filas de los pesados sacos, no les quedó más que salir corriendo y
alertar al barrio. Nadie les creía.
“En
menos de dos horas se inundó todo. No nos dio tiempo a nada, nadie
pudo sacar nada”, recuerda Juan que vivía en ese momento con su
mujer y sus cuatro hijos: dos jóvenes, uno de tres años y la más
chica de uno y medio.
La
escuela Luis Borruat N° 1.111 de Aguado y Calle Jorge Luis Borges -a
metros de la casa del referente barrial- fue el primer refugio. Las
familias se instalaron en la planta alta de la institución. Pero el
Salado seguía subiendo y tuvieron que romper el techo y salir por
arriba. Los rescataron en botes y algunos se fueron a centros de
evacuados. Muchos otros se quedaron a esperar que el agua baje,
vigilando las casas tapadas por el agua desde el puente negro de
Salvador Caputto y Naciones Unidas, a tan solo unas cuadras.
Volver,
para Juan y sus vecinos, fue empezar de cero. Al barrio lo levantaron
entre todos después del doloroso momento que el entrevistado
prefiere olvidar, pero que revive con desesperación cada día
húmedo, frío y gris. A pesar de la angustia de esos días, que
todavía le vidrian los ojos entristecidos, para Juan lo más
importante es que en el barrio aprendieron a quererse. “Es feo y es
hermoso, porque nos unió a todos en un momento difícil”, enseñó
el hombre al que años más tarde el mismo Salado le arrebató la
vida de su penúltimo hijo.
El
rescate en el Alassia
A
Elena Abraham la vida ya la había golpeado y la inundación fue otro
más.Tenía 34 años y era la Jefa de Guardia de Enfermería del
nuevo hospital de Niños Doctor Orlando Alassia inaugurado apenas
tres años y medio atrás de aquel día negro, en la zona de Mendoza
y Avenida Mosconi.
A
pesar que días antes al hospital llegaba gente empapada desde el
oeste y la asistían con frazadas y una bebida caliente, “nadie
imaginaba que eso podría pasar”, recuerda todavía con asombro.
Ella
estaba embarazada de seis meses de su segunda hija. La primera tenía
tres años y estaba en tratamiento oncológico por un diagnóstico de
leucemia. Y a pesar que el agua estaba también a metros de su casa,
la prioridad fue salvar la vida de los pacientitos.
En
medio de la incertidumbre y los rumores, esa mañana del 29 se
asomaron con algunos compañeros a las vías del tren en el ingreso a
barrio Santa Rosa de Lima y vieron un espejo de agua que llegaba a
los techos de las casas. Esa imagen imborrable no los paralizó.
El
agua ya les daba en los talones adentro del edificio, mientras afuera
cientos de santafesinos colocaban bolsas de arena para ganar al menos
unos centímetros y sobre todo tiempo. Para ese entonces las
autoridades del hospital habían comenzado a subir a los primeros
chicos a ambulancias. Por la noche los últimos terminaron saliendo
en canoa.
“Se
aguantaba el agua para que se pudieran sacar hasta el último
paciente. Gracias a dios salió todo bien”, dice Elena con orgullo
de que en medio del caos, primó el orden guiado por el compromiso y
la solidaridad.
Pero
el agua ganó el edificio y los rodeó. Elena todavía vive detrás
del hospital. Ese día cuando salió, ya con el agua al pecho, no le
quedó otra que volver nadando con panza y todo. Su familia también
estaba inundada, pero pudieron resguardarse. Así y todo, al otro día
ya estaba otra vez al servicio de los más indefensos, ahora en la
guardia del Hospital Cullen que recibió junto al Italiano a los
pacientes y trabajadores del inundado Alassia. Tres meses después
ese gigante fue recuperado por sus trabajadores y hasta hoy sigue al
servicio de los más pequeños de la comunidad.
Hoy
Elena dice que tiene una coraza que le enseñó a valorar la familia
y los detalles más simples.
Un
bronce oxidado que no perdió valor
Raúl
Fridman heredó de su abuelo herrero y su padre emprendedor, la
metalúrgica que en 2001 certificó calidad ISO 9000, siendo la
primer mipyme del país. Pero a poco tiempo de esa valorización del
trabajo de la empresa y sus empleados, se derrumbó la economía
argentina. Y dos años después lo tapó el agua.
Había
salido una semana antes del hospital tras una operación. Ese
fatídico 29 de abril estaba en su oficina de la industria ubicada en
Paisaje Manuel Leiva, al 3800, en barrio Barranquitas.
Observó
por la ventana, con sorpresa, gente que pasaba caminando hacia el
este con colchones y frazadas. Se levantó dolorido y le preguntó a
un vecino qué pasaba, pero los dos coincidían en que no se podía
inundar el barrio.
“En
ese momento empiezo a ver que empieza a brotar agua en el patio y
empiezo a levantar todo con el personal unos 50 centímetros y tiré
en un estante a dos metros los papeles de la empresa”, relató con
angustia.
Raúl
y sus empleados salieron con el agua arriba de las rodillas sin saber
que iba a superar el metro y medio en las instalaciones.
Le
llevó dos meses y medio limpiar con su mujer y empleados los
destrozos del río estancado en el interior. Recién después de más
de un año de reparación de las máquinas, de limpieza de paredes y
de piezas y barras de bronce, aluminio y cobre oxidadas, volvieron a
fundir metal.
Raúl
luchó mucho tiempo por explicaciones del Estado, junto a otros
empresarios de la ciudad formando una agrupación llamada empresas
afectadas, para exigir, solicitar y pedir respuestas. Tres veces
terminó en coronaria. Lo único que obtuvo fueron buenos amigos.
Para
él la inmensidad del agua es admirable, sus enemigas en la
inundación fueron la inacción y la desidia de los funcionarios que
tomaron decisiones erróneas, o ni siquiera las tomaron.
En
busca del tesoro perdido
La
inundación dejó miles de historias por contar, pero otras miles
naufragaron en el río que irrumpió en la vida de los santafesinos.
Fotos, recuerdos y objetos quedaron en el barro o nunca más
volvieron. Solo algunos pocos pudieron salvar, recuperar, recrear ese
tesoro incalculable. Laura Schuck es una de ellas.
Hacía
dos años se había mudado con su marido y sus tres hijos de 14, 12 y
4 años a una de las casitas a estrenar en La Florida, el complejo de
viviendas que se había inaugurado detrás del Alassia. Casa nueva,
escuela nueva, vida nueva y muchas ilusiones. Ese martes todo fue
tristeza.
"De
un día para el otro fue perder todo. Agradezco que no pasó nada con
gente cercana. La solidaridad fue muy importante. Rescato lo humano
de todo lo que vivimos", dice hoy.
Laura
recuerda que la noche anterior, vecinos del norte relataban en la
radio lo mal que la estaban pasando ya con agua en sus casas. Al
mediodía del día siguiente el río estaba a diez cuadras de su
casa. Subió a sus hijos en el remis de un vecino y los mandó a la
casa de los abuelos. Con Cristian Salaberry, su marido, pusieron
bolsas de arena del lado de adentro de la puerta para impedir que
ingrese el agua. Lo que pensaron que los salvaría terminó siendo
una trampa.
A
las 14 horas el agua ya les daba en la cintura. Intentaron salir pero
la puerta pesaba toneladas por la presión del caudal y el peso de
las bolsas inundadas. La única ventana al frente fue su lugar de
escape. Mojados, con lo puesto y solo siete pesos, salieron y
llegaron a lo de sus suegros para reencontrarse con los chicos. Su
casa quedó sepultada en el río.
El
1° de mayo de sol y frío, consiguieron una canoa y se fueron en
busca de lo que quedaba. Se encontraron solo con el techo de la casa.
Laura quería recuperar sus fotos, esas que todos perdieron bajo el
agua. Era su tesoro, lo único que le importaba. Cristian fue para
ella el héroe.
Su
marido se tiró al agua y buceó hasta la ventana que habían dejado
cerrada con un cordón de zapatillas. Volvió a tomar aire a la
superficie y entró a la casa inundada. respirando contra el techo
llegó al cuarto donde estaba la caja de fotos en un armario. La
agarró y nadó hasta la salida. La casa de su suegra se transformó
en una tendería de instantes inmortalizados que quedaron ajados por
tinta corrida. Hoy todavía los atesora en una caja de zapatos.
Una
pasión bajo agua
Raúl
“El Negro” González había vuelto a Colón un año antes.
Después de ser jugador de fútbol, utilero de Básquet, entrenador y
siempre hincha, regresó para participar como encargado del gimnasio
cubierto “Roque Otrino”. La tarde de ese 29 de abril de 2003
esperaban la visita de la Asociación de Clubes con la idea de jugar
el Torneo Nacional de Ascenso, pero eso tuvo que esperar.
La
ciudad ya tenía gran parte del oeste inundado y las llaves del
gimnasio quedaron a disposición de las autoridades para
transformarlo en un centro de evacuado en la emergencia. Pero ya a la
noche el agua empezó a subir por el portón principal.
“Se
decía que no llegaba. Y llegó”, reclama Raúl que volvió de
madrugada al club y no podía creer lo que estaba viendo.
Sus
compañeros se metieron en un bote en medio de la oscuridad y
rescataron a los jugadores de la pensión que habían quedado
atrapados. Otros trataron de recuperar pelotas, toma, carnets, lo que
encontraron.
Como
todo sabalero, él también sufrió la imagen aérea del nuevo
Cementerio de los Elefantes repleto de agua con los travesaños
asomando.
El
Salado había roto el portón del “Roque Otrino” y arrasó con
las “jirafas” de básquet y transformó el piso de parquet en
olas. Y hasta los autos del bingo que había organizado el club se
fueron con el agua por los portones abiertos por la correntada. El
daño era incalculable.
“Lo
poco que habíamos logrado que era que el básquet empiece a
funcionar con otro nivel, buenos equipos, un crecimiento que se opacó
y tuvimos que volver a empezar. Desde pintar el piso, rescatar
después maderita por maderita, hasta poner un parquet nuevo. Costó
mucho más”, recuerda “El Negro”.
Él
y su familia no se inundaron en San Lorenzo y General López, pero
para Raúl el club era su casa y vivió ese día como muchos otros
que lo perdieron todo. Y al igual que a ellos, tuvo que levantarse y
seguir por los suyos, por su club y su pasión.
Otilia,
100 años de lucha
Otilia
Acuña de Elías no creía que su casa de Santa Rosa de Lima, donde
vivía hacía más de 60 años, se iba a inundar. La vida ya la había
abatido y ella supo dar pelea, esta era una más.
Su
hijo Alejandro intentó sacarla un día antes, pero ella siempre fue
una rebelde, difícil de doblegar. Ese 29 de abril la invitó a comer
a su casa, la mentira perfecta para que la joven Otilia de 83 años
deje el hogar en el que crió junto a a su marido a sus seis hijos,
el mismo en el que le arrebataron la vida de su hija Nilda.
“Pensaba
que volvía a la tarde y volví a los dos meses”, recordó un año
después la Madre de Plaza de Mayo en una entrevista con Luis Mino en
el programa Para Conocernos.
En
su casa de Pasaje Liniers 4538, hoy nombrado Luis y Nilda Silva en
honor a su hija y yerno -víctimas de la última dictadura militar
Argentina - el agua irrumpió como en todas. Y Otilia no sabía qué
había pasado con sus cosas. Pero solo pensaba en una: la urna con
las cenizas de Nilda.
"El
agua no se la llevó", confirmó Otilia que entre gritos y
llantos festejó el milagro el día que descubrió que la urna
permaneció abajo del agua al resguardo de una caja. Solo tuvo que
cambiar la urna, y fue lo que hizo con los primeros pesos que recibió
tras la tragedia. "No me importaba la cama, el ropero, yo quería
tener la urna de mi hija", dijo.
Hoy,
a 17 años de la inundación, Otilia tiene 100 de cargar con el
dolor, la pérdida, pero también con el espíritu de lucha,
superación y solidaridad.
Producción
especial:
Valentina Fassi
Maiquel Torcatt
Fuente:
Con los pies en el agua, recuerdos a 17 años de la inundación del Salado en 2003, 29 abril 2020, Aire Digital. Consultado 29 abril 2020.
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