Infobae
Cultura publica un fragmento de uno de los libros en los que se basó
la exitosa serie de HBO sobre el desastre nuclear ocurrido el 26 de
abril de 1986. Escrito por el escocés Andrew Leatherbarrow, el libro
reúne toda la información para saber qué pasó, qué significó y
qué supone para el presente lo que sucedió en aquella central
nuclear de la ex Unión Soviética.
Una
comisión especial del Gobierno, compuesta por autoridades del
partido y científicos, ya se hallaba de camino para evaluar la
situación. Llegaría en las próximas 24 horas. El jefe de la
comisión era Borís Shcherbina, vicepresidente del Consejo de
Ministros de la Unión Soviética y antiguo ministro de la
Construcción para la Industria de Gas y Petróleo. Sin ser un
político de bajo rango, Shcherbina no era miembro del Politburó (la
élite política soviética), porque en ese momento nadie en el
Gobierno era consciente de la gravedad del accidente.
El
científico más prominente de la comisión era el académico Valeri
Legásov, de 49 años. Legásov, doctorado en química, era una
especie de prodigio cuyo ascenso sin precedentes en los círculos
científicos soviéticos lo había llevado a ser el primer
vicedirector del prestigioso Instituto I. V. Kurchátov de Energía
Atómica. Aunque no estaba especializado en reactores nucleares, era
un hombre dotado de gran inteligencia y con mucha experiencia, una
figura influyente tanto en el Partido Comunista como en la comunidad
científica internacional.
El
sábado 26 amaneció un día primaveral de sofocante calor. Los
15.000 niños de Prípiat -más vulnerables al yodo radiactivo que
los adultos- fueron al colegio (en la Unión Soviética, los niños
iban a la escuela seis días por semana), mientras el resto de
habitantes de la ciudad se ocupaban de sus actividades cotidianas.
Por la tarde incluso se celebró una boda. A lo largo del día, todos
los que se hallaban en la zona recibieron una silenciosa radiación.
«Nuestro vecino... subió al tejado sobre las once de la mañana y
se tumbó allí, tomando el sol en bañador para broncearse -recuerda
Gennadi Petrov, antiguo trabajador de la central, en una conversación
con Grigori Medvédev-. Bajó una vez para coger una bebida y dijo
que ese día se estaba bronceando estupendamente, mejor que nunca.
Añadió que la piel enseguida despedía un olor a quemado. Y estaba
de un humor magnífico, como si hubiera bebido demasiado... Al
atardecer, ese mismo vecino que se había bronceado en el tejado
empezó a vomitar con violencia y se lo llevaron al puesto médico».
Otro testigo ocular declara: «Nos llegó la noticia de un accidente
y de un incendio en la unidad número 4. Pero lo que había ocurrido
exactamente nadie lo sabía... Un grupo de niños del vecindario
fueron en bicicleta hasta el puente cercano a la estación de Yanov
para ver bien la unidad del reactor dañado. Más tarde supimos que
aquel era el lugar más radiactivo de la ciudad... Después
desarrollaron un grave síndrome de irradiación».
De
forma previsible, pues la nueva ciudad solo existía para alojar a
los constructores y operadores de Chernóbil, pronto corrió la
noticia de que se había producido un grave accidente en la central.
«La gente se fue enterando del accidente en diferentes momentos,
pero en la tarde-noche del 26 abril ya casi todos estaban al tanto
-recuerda Liudmila Jaritonova, ingeniera jefe-. Aun así, se
reaccionó con tranquilidad, ya que todas las tiendas, los colegios y
las instituciones estaban abiertos. Por eso creímos que no debía de
ser tan peligroso. Pero la inquietud creció a medida que iba
oscureciendo». Aque-
lla
noche, muchas familias de Prípiat se congregaron en sus balcones y
en los de los vecinos para observar el misterioso resplandor que
emanaba del reactor dañado. Por extraña que pueda sonar la
afirmación, la gente de Prípiat y las zonas aledañas tuvo suerte,
en el sentido de que disfrutaron de un clima excelente durante la
noche del accidente y los días posteriores. Si hubiera llovido, la
radiactividad habría caído del cielo y se hubiera dispersado en la
corriente del río Dniéper, lo que habría incrementado de forma
drástica el número de víctimas. En cambio, la mayoría de las
partículas permanecieron a gran altura, con lo que su impacto se
redujo. Y otra razón por la que tuvieron suerte fue por el momento
en que se efectuó el test: era un fin de semana de primavera y mucha
gente se había marchado fuera de la ciudad, y quienes no lo habían
hecho seguían dormidos en sus casas, protegidos del periodo más
letal de emanaciones.
Cualquiera
que tratara de salir de la ciudad se encontraba con que la policía
había montado controles para impedir que nadie entrara o saliera del
área. Solo se me ocurre una justificación para esos controles: que
fueran otra medida para evitar que los rumores del accidente pudieran
extenderse, pues en ese momento solo estaban enterados los habitantes
de la aislada ciudad y unas pocas autoridades del Partido Comunista.
De
haber impedido tan solo que la gente se acercara al lugar por su
propia seguridad, los controles habrían sido una buena medida, pero
lo cierto es que tampoco les permitían salir de allí. Para evitar
el pánico, las autoridades no proporcionaban ninguna información
sobre lo ocurrido. Eso, claro está, desató enfebrecidas
especulaciones y fueron muchos los que, para esquivar los controles,
trataron de escapar de la ciudad a pie a través del bosque
circundante. Se veía a mujeres empujando cochecitos de niño entre
los árboles, con los bebés sin ninguna protección. A esta área se
la llamó después el Bosque Rojo, porque toda la masa de pinos tomó
ese color y murió al ser alcanzada por la primera nube de partículas
arrojadas por el reactor, la más letal de todas. Hoy sigue siendo
uno de los lugares más contaminados de la Tierra.
A
las 2 p. m. del primer día, las tropas de una unidad química
especial del ejército aterrizaron en el aeropuerto de Kiev y se
dirigieron hacia Chernóbil, donde tomaron las primeras mediciones
precisas de radiactividad superficial. Las lecturas eran en extremo
elevadas y no dejaban de subir. Al atardecer, por fin se obtuvieron
mediciones fiables de la propia central de Chernóbil: miles de
roéntgenes por hora, una dosis letal en pocos minutos. Unos meses
después, ya resultaba posible efectuar mediciones de rutina en 240
puntos repartidos por toda el área, pero en aquel momento no se
disponía de máquinas de control remoto para los dosímetros, por lo
que se envió a personas a los campos de radiación. Del mismo modo,
tampoco había aeronaves de control remoto que tomaran medidas en la
atmósfera, por lo que se recurrió con toda deliberación a los
pilotos, que para obtener lecturas hubieron de volar atravesando
peligrosas nubes radiactivas.
Algunos
destacados miembros de la comisión subieron a un helicóptero para
examinar la central desde arriba, lo cual sirvió para que de una vez
por todas se confirmara, sin ninguna duda, que el reactor de
Chernóbil estaba destruido. Se convocó una reunión de crisis para
discutir la respuesta adecuada. Ninguno de los políticos entendía
las repercusiones de lo ocurrido, por lo que sus poco informadas
propuestas hicieron perder un tiempo valioso. Tras un debate de lo
más frustrante, Legásov y sus colegas científicos los convencieron
de que aquel no era un accidente que pudieran esconder bajo la
alfombra, porque tendría consecuencias serias y duraderas a escala
mundial, y tampoco podrían combatirlo con los métodos antiincendios
convencionales. Entre las limitadas opciones disponibles, el grupo
acordó que lo más acertado sería sobrevolar el reactor con
helicópteros para arrojar directamente en el núcleo bolsas de arena
mezclada con boro, dolomita y plomo, para absorber los neutrones,
absorber el calor y enfriar el fuego, respectivamente. Se
necesitarían decenas de miles de pesadas bolsas.
Fuente:
Anticipo exclusivo de “Chernóbil 01:23:40”, 26 abril 2020, Infobae. Consultado 26 abril 2020.
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