Cuando
pensamos en energía nuclear lo hacemos naturalmente en relación a
las catástrofes de mayor impacto ocurridas como Chernobyl,
Fukushima, 3M Island; o a las encrucijadas técnicas económicas a
las que debemos enfrentar, como la gestión de residuos o el
desmantelamiento de un reactor; o sobre la cuestión moral de estar
obligados a convivir bajo el riesgo impuesto y permanente que surge
de la operatividad “normal” de un reactor nuclear, con capacidad
potencial para destruir el ecosistema en que vivimos a varios cientos
de km a la redonda…
Hoy
a 34 años de Chernobyl queremos mencionar otro problema que se da en
el marco de un nuevo escenario, el cual en realidad se viene
anticipando (y también minimizando) desde hace décadas, que
consiste en la subida del nivel del mar de las ciudades costeras
debido a los efectos del cambio climático.
Recientemente
la mayoría de los 40 modelos que se incluyen en el CMIP (proyecto de
inter-comparación de modelos de clima acoplados) predicen por
ejemplo que el Ártico se encontrara libre de hielo antes del 2050.
Sabemos que los diferentes sistemas del planeta mantienen entre si un
frágil equilibrio y que la ruptura en uno afecta al resto, generando
una espiral de consecuencias muy difícil de predecir.
Más
allá de discutir las numerosas fuentes científicas que así lo
pronostican, la nueva geografía planetaria es prácticamente un
hecho. Sea en el 2050 o en el 2100 ninguna gestión de política
pública, coordinada a nivel global, podrá realizar antes de tiempo
una gestión eficiente del desmantelamiento de los reactores
localizados sobre la costas de ríos y mares inundables, ni de las
toneladas de combustible usado o basura radioactiva que acumulan.
El
trastorno demográfico que implica la subida del nivel de las aguas y
la falta de capacidad de los estados para anticiparse y rediseñar
las nuevas sociedades, que deben se relocalizadas masivamente en
lugares seguros, forman lamentablemente parte de una cultura que solo
puede atender necesidades inmediatas y no de supervivencia a mediano
plazo.
Aun
así, bajo los peores escenarios, una humanidad tremendamente
golpeada puede iniciarse de cero.
Pero
con cientos de Chernobyls en paralelo, no.
Nos
apena muchísimo escuchar las voces que proponen a la energía
nuclear como fuente mitigadora del cambio climático, cuando en
realidad nos estamos dirigiendo a una catástrofe donde la
radioactividad puede impedir, directamente, la posibilidad de
cualquier proyecto civilizatorio posterior a cualquiera de los
escenarios.
Si
una instalación nuclear queda anegada por cualquier circunstancia
que sea, como la subida del nivel del agua, los sistemas de energías
que mantienen, por ejemplo, las temperaturas de las piletas de
enfriamiento fallarían aunque la misma instalación no quede
inundada por completo. Las cientos de miles de barras de combustible
usado diseminadas prácticamente en todas las instalaciones de
energía nuclear del planeta, se volatilizarían liberando una
cantidad de radioactividad mayor aun a las más de 2000 bombas
nucleares que se detonaron durante el periodo de post guerra o guerra
fría.
El
impacto sobre el planeta seria devastador.
Podemos
entonces en este aniversario jugar a imaginar un próximo Chernobyl o
varios. En realidad podemos hacerlo tanto como queramos, porque la
situación es mucho peor de la que nos atrevemos a pensar.
Chernobyl,
después de 34 años, lejos de quedar atrás sepultado por toneladas
de cemento como punto final de la historia, es por el contrario una
postal de un futuro al que nos estamos dirigiendo inevitablemente,
pero multiplicado varias veces y de manera casi irremediable.
Fuente:
A 34 años de Chernobyl: Lo peor todavía no ocurrió, 26 abril 2020, Movimiento Antinuclear Zárate Campana. Consultado 26 abril 2020.
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