El
cine y la literatura de Australia se han enfrentado muchas veces a la
difícil relación con la naturaleza hostil.
por
Guillermo Altares
En
las primeras tres películas de la serie apocalíptica australiana
Mad Max, estrenadas en los setenta y los ochenta, los guerreros de la
carretera luchaban por la gasolina. En la cuarta, Mad Max. Furia en la carretera, que llegó a los cines en 2015, la guerra es por el
agua. No existe una sola causa que explique la oleada de incendios
que ha golpeado Australia, los más devastadores de la historia del
inmenso país, pero la sequía y las temperaturas extremas son las
principales, consecuencias directas del cambio climático. La crisis
que padece la isla continente ya estaba en su literatura y en su
cine: la diferencia es que ahora parece que el futuro más alarmante
ha llegado.
“La
ficción post apocalíptica se ha movido a la sección de
actualidad”, rezaba un cartel en la librería del pueblo de
Cobargo, en Nueva Gales del Sur, que se encontraba en el epicentro de
los incendios. El escritor australiano Richard Flanagan contaba esta
anécdota en un artículo en The New York Times titulado ‘Australia comete un suicidio climático’ para describir la sensación de que
una especie de armagedón se había abatido sobre su país, con 26
muertos, millones de hectáreas destruidas -solo en Nueva Gales del
Sur se ha quemado una superficie equivalente a Dinamarca-, millones
de animales muertos, miles de personas atrapadas en las playas,
acorraladas entre las llamas y el mar, esperando ser rescatadas, y un
aire irrespirable en sus principales ciudades, normalmente aireadas,
boscosas y playeras.
Aseguraba
Flanagan que la situación en su país parecía un cruce entre Mad
Max y La hora final, una película de ciencia ficción de los años
cincuenta, en plena guerra fría, en la que un desastre nuclear ha
acabado con la humanidad y solo un puñado de humanos sobrevive en
una playa australiana. También citaba a los pintores flamencos
Bruegel y a El Bosco, lo que no deja de ser curioso porque sobre todo
el primero encarna la llamada Pequeña Edad de Hielo, con sus
paisajes helados en los Países Bajos, que reflejan la brutal bajada
de temperaturas que vivió el mundo en el siglo XVII. La ficción
australiana supo reflejar el amenazante futuro que se ceñía en un
horizonte cada vez más cercano.
En
las primeras películas de Mad Max, protagonizadas por Mel Gibson y
dirigidas por George Miller, la clave estaba en la gasolina: en un
mundo destruido por un apocalipsis nuclear, el combustible se había
convertido en el bien más preciado. Bandas de salvajes luchaban
contra grupos de humanos que trataban de reconstruir algo parecido a
una civilización. Sin embargo, cuando Miller retomó la serie en
2015 con una película que ha aparecido en muchas listas de lo mejor
de la década, la clave esta vez estaba en el agua.
El
grupo de fugitivos que huye del malo feo y deforme -todos los malos
de esta película son herederos del villano de la segunda, el gran
Humungus- no va en busca de gasolina, sino de un mundo verde que
aparece en sus leyendas. Cuando lo encuentran, está totalmente
destruido por la sequía y un suelo ácido y solo entonces se dan
cuenta de que todo el poder del villano reside en que controla el
agua, un inmenso acuífero que raciona de manera rastrera. De hecho,
en una de las primeras escenas del filme, una multitud andrajosa se
agolpa con cazuelas mugrientas para recoger la poca agua que les
tiran desde una montaña.
La
sequía y el control del agua también protagonizan la estupenda
miniserie Mystery Road, de 2013, desgraciadamente no estrenada en
España, aunque se puede conseguir en DVD con subtítulos en francés
o inglés. Se trata de un relato negro en el que un inspector
aborigen y una capitana de la policía local investigan una
desaparición en un pueblo del desierto australiano, el interminable
outback. El agua, de nuevo, vuelve a estar en el centro de la
intriga, de hecho es un bien tan valioso que todos los pozos tienen
cámaras. Las imágenes de reses caminando sobre la tierra cuarteada,
donde antes hubo agua, resumen lo que se ha llamado la Gran Sequía,
que entre 2003 y 2012 dejó sin lluvia a una parte importante del
país.
Y
lo dice todo el título de la primera novela de Jane Harper, una
autora británica instalada en Australiana: Años de sequía
(Salamandra, 2017). Un policía vuelve a su pueblo, lleno de
fantasmas de su pasado, para investigar un crimen y se da cuenta de
que los paisajes de su infancia han sido devorados por la sequía,
entre ellos un río que ha desaparecido. Fuera de la ficción, la
historiadora australiana Rebecca Jones escribió un libro titulado
Slow catastrophes: Living with drought in Australia (“Catástrofe
lenta: vivir con la sequía en Australia”), publicado en 2017 por
la Universidad Monash, en la que estudia a ocho familias de granjeros
y ganaderos, entre 1870 y 1950. El centro de su relato es,
naturalmente, cómo sobrevivir a la sequía.
“Herir
la tierra es herirte a ti mismo”, explicaba un personaje del gran
relato de viajes por Australia de Bruce Chatwin, Los trazos de la
canción (Península), para resumir la relación que los aborígenes
tenían con la naturaleza que les rodeaba. “La tierra debe
permanecer intacta: tal como era en el Tiempo del Ensueño, cuando
los antepasados dieron vida al mundo con su canción”, proseguía
Arkadi, un australiano de origen ucranio, que conocía como nadie la
cultura de los primeros pobladores de la isla. Ese sueño se ha roto
para convertirse en un presente de fuego y destrucción que muchos
pensaban que pertenecía al futuro.
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Fuente:
Guillermo Altares, Mad Max ya no transcurre en el futuro, 10 enero 2020, El País. Consultado 10 enero 2020.
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