La
historiadora Kate Brown se propone precisamente, al inicio de su
libro, evitar todas estas historias y no usar los testimonios más
conmovedores.
Lo
que sale en la serie 'Chernobyl' de HBO no es más que el aperitivo
de lo que pasó en realidad. Tampoco la obra maestra de Svetlana Alexievich 'Voces de Chernóbil', compuesta con los testimonios de
toda clase de víctimas y responsables, da una idea más que
aproximada sobre la magnitud del desastre. La historia real
trasciende todo esto y aparece ahora explicada por primera vez en el
libro 'Manual de supervivencia' de Kate Brown, recién publicado por
Capitán Swing. La épica de los días posteriores al 26 de abril de
1986 en torno al reactor es, precisamente, la historia que la URSS
utilizó para ocultar la verdad con colaboración occidental.
Sí.
Los heroicos bomberos que riegan con mangueras un reactor y que se
descomponen en vida en el hospital número 6 de Moscú; los
liquidadores con improvisados delantales de plomo que usan palas para
devolver cascotes de grafito radiactivo al corazón abierto de la
central; los ingenieros que tratan de convencer a la burocracia
soviética de la magnitud de las consecuencias e ingenian medidas
urgentes de control; los soldados matando perros... Son imágenes
dignas de una versión contemporánea del infierno de El Bosco, pero
no transmiten más que una pequeña parte de las consecuencias reales
del accidente.
La
historiadora Kate Brown se propone precisamente, al inicio de su
libro, evitar todas estas historias y no usar los testimonios más
conmovedores. Ella es profesora en el Instituto de Tecnología de
Massachusetts (MIT), habla ruso y ucraniano y lleva media vida
investigando este accidente y también muchos otros, desconocidos
para el gran público, y recogidos en una obra que no se ha traducido
todavía al castellano: 'Plutopía: familias nucleares en las
ciudades atómicas y los grandes desastres del plutonio soviéticos y
norteamericanos'.
Para
la profesora Brown la verdad está en los datos. Por eso ha leído
miles de informes, ha recorrido Ucrania y Bielorrusia mucho más allá
de la diminuta Zona de Exclusión con un contador geiger en la mano,
se ha adentrado con biólogos en bosques silenciosos como tumbas en
los que las hojas muertas no se descomponían porque ya no hay
microorganismos disponibles, y ha entrevistado a cientos de personas
implicadas en lugares muy distantes del reactor pero infinitamente
más contaminados que la majestuosa ciudad fantasma de Prípiat.
Su
relato es pormenorizado (más de cuatrocientas páginas) y está
escrito con la ambición de la irrefutabilidad: no hay una sola
observación, no hay un solo hecho que no se justifique con notas al
pie de página. En síntesis, desmonta el mito de que la principal
consecuencia de Chernóbil fuera que una zona de treinta kilómetros
en torno al reactor quedase inhabitable. La verdadera zona cero de la
catástrofe llegó hasta la leche y las salchichas con las que se
alimentaron millones de rusos, ucranianos, bielorrusos... y
posiblemente más de un español.
La
auténtica mancha de Gorbachov
Brown
es una conocedora profunda de la política soviética, algo
fundamental para adentrarse en la maraña tejida en torno al reactor.
Partimos de la base de que Ucrania era una república sometida al
control político de Moscú y además el “granero de Rusia”. Tras
la explosión de la central, una inmensa nube radiactiva compuesta
por cesio, estroncio, yodo y plutonio viajó primero al sur, hacia
Ucrania, y después hacia el norte, impregnando con lo peor de poso
tóxico todo el sur de Bielorrusia, que era otra república agraria.
El
primer dilema de las autoridades soviéticas fue cómo ocultar el
desastre ante la opinión pública occidental; el segundo, qué hacer
con los millones de toneladas de carne, leche y demás materias
primas que podían haber sido irradiadas en las horas posteriores a
la catástrofe. El primer dilema se resolvió por sí solo cuando los
países nórdicos detectaron el plutonio que se esparcía por su
atmósfera y difundieron la noticia. Entonces, los soviéticos
establecieron una doble estrategia que iba a solucionar su problema
de relaciones públicas y su carestía alimentaria.
Por
un lado, decidieron torear a la opinión pública mundial dando
acceso limitado a científicos y periodistas occidentales favorables
a la energía nuclear, que estaban tan interesados como los rusos en
que las verdaderas consecuencias del accidente se minimizasen. Lo
hicieron centrando la atención mundial en las labores heroicas de
extinción del incendio. Por otro lado, ordenaron que los campesinos
y ganaderos siguieran trabajando y prohibieron a los médicos rurales
ucranianos y bielorrusos que investigaran los niveles de radiación
más allá del círculo de 30 kilómetros de radio establecido en
torno a la central. Emplearon a la KGB en vigilar todos los informes
internos que pudieran alertar sobre la contaminación radiológica.
Al
enfocar la atención de la prensa mundial en la lucha del hombre
contra el reactor y en la ciudad fantasma de Prípiat, crearon una
narrativa que les permitía asegurar que todo había terminado cuando
el reactor estuvo bajo control. Sin embargo, Brown viaja por las
tierras ultracontaminadas, mucho más allá de la Zona de Exclusión,
y registra en todos los archivos disponibles: encuentra en estos
informes ignorados por el politburó cientos de muertos y decenas de
miles de enfermos graves que no aparecen en ninguna estadística: ni
siquiera en las de Naciones Unidas.
La
gran catástrofe de Chernóbil no sucede, pues, en la acción
trepidante de los mineros que excavan bajo un reactor en llamas, sino
que tiene una narrativa mucho más mustia: la de campesinos a los que
sus autoridades ocultan que están trabajando entre poso radiactivo,
la de miles de niños que beben leche radiactiva hasta convertirse en
fuentes de rayos gamma que enferman de leucemia, la de miles de
kilómetros convertidos en parte de un reactor nuclear, en los que se
siguió yendo a trabajar cada día como si nada estuviera ocurriendo.
Y
todo ello, mientras los “sovok”, como se conocía a los
“ciudadanos soviéticos de lealtad ciega, maniatados por su propia
ideología, sin capacidad de pensamiento y acción independientes”,
difundían la propaganda a una corte de periodistas y físicos
occidentales, que estaban tan preocupados por que la producción no
se interrumpiese como los líderes del politburó. Y a los que el
destino de millones de personas les importaba igual de poco.
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Fuente:
Juan Soto Ivars, La verdad de Chernóbil no sale en HBO: este libro desmonta la gran patraña soviética, 19 diciembre 2019, El Confidencial.
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