viernes, 3 de enero de 2020

La verdad de Chernóbil no sale en HBO: este libro desmonta la gran patraña soviética

La historiadora Kate Brown se propone precisamente, al inicio de su libro, evitar todas estas historias y no usar los testimonios más conmovedores.

por Juan Soto Ivars

Lo que sale en la serie 'Chernobyl' de HBO no es más que el aperitivo de lo que pasó en realidad. Tampoco la obra maestra de Svetlana Alexievich 'Voces de Chernóbil', compuesta con los testimonios de toda clase de víctimas y responsables, da una idea más que aproximada sobre la magnitud del desastre. La historia real trasciende todo esto y aparece ahora explicada por primera vez en el libro 'Manual de supervivencia' de Kate Brown, recién publicado por Capitán Swing. La épica de los días posteriores al 26 de abril de 1986 en torno al reactor es, precisamente, la historia que la URSS utilizó para ocultar la verdad con colaboración occidental.

Sí. Los heroicos bomberos que riegan con mangueras un reactor y que se descomponen en vida en el hospital número 6 de Moscú; los liquidadores con improvisados delantales de plomo que usan palas para devolver cascotes de grafito radiactivo al corazón abierto de la central; los ingenieros que tratan de convencer a la burocracia soviética de la magnitud de las consecuencias e ingenian medidas urgentes de control; los soldados matando perros... Son imágenes dignas de una versión contemporánea del infierno de El Bosco, pero no transmiten más que una pequeña parte de las consecuencias reales del accidente.

La historiadora Kate Brown se propone precisamente, al inicio de su libro, evitar todas estas historias y no usar los testimonios más conmovedores. Ella es profesora en el Instituto de Tecnología de Massachusetts (MIT), habla ruso y ucraniano y lleva media vida investigando este accidente y también muchos otros, desconocidos para el gran público, y recogidos en una obra que no se ha traducido todavía al castellano: 'Plutopía: familias nucleares en las ciudades atómicas y los grandes desastres del plutonio soviéticos y norteamericanos'.

Para la profesora Brown la verdad está en los datos. Por eso ha leído miles de informes, ha recorrido Ucrania y Bielorrusia mucho más allá de la diminuta Zona de Exclusión con un contador geiger en la mano, se ha adentrado con biólogos en bosques silenciosos como tumbas en los que las hojas muertas no se descomponían porque ya no hay microorganismos disponibles, y ha entrevistado a cientos de personas implicadas en lugares muy distantes del reactor pero infinitamente más contaminados que la majestuosa ciudad fantasma de Prípiat.

Su relato es pormenorizado (más de cuatrocientas páginas) y está escrito con la ambición de la irrefutabilidad: no hay una sola observación, no hay un solo hecho que no se justifique con notas al pie de página. En síntesis, desmonta el mito de que la principal consecuencia de Chernóbil fuera que una zona de treinta kilómetros en torno al reactor quedase inhabitable. La verdadera zona cero de la catástrofe llegó hasta la leche y las salchichas con las que se alimentaron millones de rusos, ucranianos, bielorrusos... y posiblemente más de un español.

La auténtica mancha de Gorbachov

Brown es una conocedora profunda de la política soviética, algo fundamental para adentrarse en la maraña tejida en torno al reactor. Partimos de la base de que Ucrania era una república sometida al control político de Moscú y además el “granero de Rusia”. Tras la explosión de la central, una inmensa nube radiactiva compuesta por cesio, estroncio, yodo y plutonio viajó primero al sur, hacia Ucrania, y después hacia el norte, impregnando con lo peor de poso tóxico todo el sur de Bielorrusia, que era otra república agraria.

El primer dilema de las autoridades soviéticas fue cómo ocultar el desastre ante la opinión pública occidental; el segundo, qué hacer con los millones de toneladas de carne, leche y demás materias primas que podían haber sido irradiadas en las horas posteriores a la catástrofe. El primer dilema se resolvió por sí solo cuando los países nórdicos detectaron el plutonio que se esparcía por su atmósfera y difundieron la noticia. Entonces, los soviéticos establecieron una doble estrategia que iba a solucionar su problema de relaciones públicas y su carestía alimentaria.

Por un lado, decidieron torear a la opinión pública mundial dando acceso limitado a científicos y periodistas occidentales favorables a la energía nuclear, que estaban tan interesados como los rusos en que las verdaderas consecuencias del accidente se minimizasen. Lo hicieron centrando la atención mundial en las labores heroicas de extinción del incendio. Por otro lado, ordenaron que los campesinos y ganaderos siguieran trabajando y prohibieron a los médicos rurales ucranianos y bielorrusos que investigaran los niveles de radiación más allá del círculo de 30 kilómetros de radio establecido en torno a la central. Emplearon a la KGB en vigilar todos los informes internos que pudieran alertar sobre la contaminación radiológica.

Al enfocar la atención de la prensa mundial en la lucha del hombre contra el reactor y en la ciudad fantasma de Prípiat, crearon una narrativa que les permitía asegurar que todo había terminado cuando el reactor estuvo bajo control. Sin embargo, Brown viaja por las tierras ultracontaminadas, mucho más allá de la Zona de Exclusión, y registra en todos los archivos disponibles: encuentra en estos informes ignorados por el politburó cientos de muertos y decenas de miles de enfermos graves que no aparecen en ninguna estadística: ni siquiera en las de Naciones Unidas.

La gran catástrofe de Chernóbil no sucede, pues, en la acción trepidante de los mineros que excavan bajo un reactor en llamas, sino que tiene una narrativa mucho más mustia: la de campesinos a los que sus autoridades ocultan que están trabajando entre poso radiactivo, la de miles de niños que beben leche radiactiva hasta convertirse en fuentes de rayos gamma que enferman de leucemia, la de miles de kilómetros convertidos en parte de un reactor nuclear, en los que se siguió yendo a trabajar cada día como si nada estuviera ocurriendo.

Y todo ello, mientras los “sovok”, como se conocía a los “ciudadanos soviéticos de lealtad ciega, maniatados por su propia ideología, sin capacidad de pensamiento y acción independientes”, difundían la propaganda a una corte de periodistas y físicos occidentales, que estaban tan preocupados por que la producción no se interrumpiese como los líderes del politburó. Y a los que el destino de millones de personas les importaba igual de poco.

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