por
Leandro Vesco
Pedro
Francisco tiene 81 años y todos los días se levanta a las seis de
la mañana para ordeñar sus tres vacas lecheras, a las que les habla
mientras envasa esa leche aún tibia en bidones que acomoda en su
carro, que él mismo fabricó y que llamó "Rancho Alegre",
como su quinta.
A
las 8 de la mañana recorre los tres kilómetros que lo separan de
Hilario Ascasubi -sur de la provincia de Buenos Aires-, el pueblo más
cercano, donde tiene clientes de toda la vida. "Soy un hombre
feliz, tengo una buena vida y puedo dar un alimento sano", dirá
durante el recorrido que comparte con su caballo, que se llama
Dorado. "Hace 17 años que andamos juntos, ya nos entendemos",
afirma mirando el horizonte árido del sur.
Al
llegar al pueblo, los autos le tocan bocina y los perros lo siguen.
Niños en guardapolvos y mujeres haciendo las compras lo saludan.
Pedro no necesita decirle nada a Dorado, el caballo se detiene solo
en las casas de los clientes. "No importa si no tenemos plata,
él nos da leche igual", dice María Esther Dunram, que le pide
dos litros. Pedro la fracciona con un embudo de metal y sigue viaje.
"Soy el último repartidor de leche en carro de la provincia",
se autodefine con su voz pausada.
La
venta de leche recién ordeñada es una actividad que remite al
pasado, así es como se comercializaba en el medio rural. Los
lecheros como Pedro recorrían en carro las casas y los puestos de
estancia. La gente hervía la leche antes de tomarla. De este modo se
evitaban las bacterías. Lo mismo hacen los clientes actuales de
Pedro.
Con
la llegada de la tecnología al sector tambero, se aplicó a esa
misma leche un proceso de pasteurización, que consiste en calentarla
media hora a 62°/64°, para evitar que se desarrollen bacterias que
puedan provocar algún daño a la salud humana. La leche que se
comercializa en todo el territorio nacional cumple con esta norma.
Hilario
Ascasubi es un pueblo del Partido de Villarino, de 3400 habitantes
ubicado a un costado de la ruta 3 (km 794), donde el desierto
patagónico se presagia en una interminable llanura apenas
interrumpida por árboles solitarios, donde es común ver avestruces
y jabalíes. Son tierras secas que reciben agua del río Colorado a
través de un sistema de canales. Pedro Francisco nació el 12 de
agosto de 1937 en San Germán, un poco más al norte en el mapa, en
el Distrito de Puan. Pronto se trasladó a Bahía Blanca, donde
comenzó a trabajar a los 14 años repartiendo leche, aunque luego se
pasó a la soda. "Antes era lo normal: ayudar de chicos a
nuestros padres, era nuestro deber", reafirma sus principios.
Fue
sodero casi un lustro. "Siempre me gustó trabajar por mi
cuenta, hacer mi propio recorrido", sostiene. "Todo el
mundo compraba soda entonces, no podía faltar en la mesa",
recuerda. La hija de una clienta le llamó la atención. "Me
gustaba, y le regalaba sifones, pero también la invitaba a salir, un
día me dijo que sí, y hoy es mi esposa", recuerda mientras
mira en su campo a su eterna compañera, Elena di Fiore, de 75 años.
Se casaron en 1959 y la unión tuvo frutos: 9 hijos, 36 nietos y 14
bisnietos. "Están todos bien, eso es lo que me dicen",
afirma Pedro.
La
vida los llevó a comprar un pedazo de tierra en las afueras de
Hilario Ascasubi, el campo Rancho Alegre. "Sentí que acá
estaba todo lo mejor: mi esposa y mis hijos", cuenta Pedro. Los
primeros años los dedicó a trabajar de medianero, es decir,
sembraba un campo y las ganancias de la cosecha se repartían con el
propietario de las tierras. Luego compró unas vacas lecheras y le
cambiaron la vida. Desde 1967 comenzó con el reparto de leche en el
mismo carro con el que hoy continúa haciéndolo. "Había como
cinco repartidores, pero cuando vinieron las máquinas, todo se
acabó", afirma al referirse a las ordeñadoras mecanizadas que
tecnificaron a los tambos. "Me doy cuenta enseguida cuando no
está ordeñada a mano, es pura agua", asegura. Se quedó solo
en su oficio y hoy es el único que ofrece leche natural, sin
procesos químicos.
Rubén
Spina es otro de los viejos repartidores de leche que hoy ya no
trabajan. Tiene 81 años, igual que Pedro. Vive también en un campo
a unos kilómetros de Ascasubi. "Antes de ir a la escuela,
ordeñábamos y dejábamos los tarros de metal en la puerta del
campo, tenía entonces 7 años", recuerda. "Era muy
temprano, pero en el descuido, me tomaba un sorbo de leche recién
ordeñada, era mi premio", rememora aquellos años en donde el
trabajo incluía a todo el grupo familiar.
"El
secreto para que las vacan den buena leche es el alimento",
enfatiza Pedro. Sus tres lecheras comen pasto y alfalfa. Ascasubi es
la tierra de la cebolla y el ajo, son los productos que movilizan su
economía. Es común ver estos frutos en cada rincón de los campos.
"Cuando comen alguna cebolla, ese día no podemos vender leche",
afirma.
Le
leche recién ordeñada es muy diferente a las industrializadas. Es
más espesa, mucho más blanca. "Es una leche gorda -resume
Pedro-, ideal para hacer postres". Todos los días ordeña hasta
25 litros y cobra$ 30 cada uno. También lleva huevos, para la yapa.
Vende toda su producción y tiene clientes desde 1967.
Hace
52 años que todos los días hace el mismo recorrido. A un trote muy
lento, Dorado recorre todo el pueblo parando en casi todas las
cuadras. Pedro espera que frene su trote, baja de su carro, se
encuentra con su cliente, quien le dice cuántos litros quiere,
recibe el pago y sigue viaje. En pocas palabras se hace la operación.
Algunos le dejan una bolsa en la puerta, con el dinero, un mensaje en
un papel con la cantidad de leche deseada y una botella.
Pacientemente, Pedro lee, deja la leche, retira el dinero y envuelve
todo nuevamente.
"Siempre
me llamó la atención verlo pasar por el pueblo tan campante con su
carro lechero y su caballo. Lo más llamativo también era que todo
el mundo le alzaba la mano para saludarlo y nadie se sorprendía de
verlo", cuenta Noelia Sensini, referente de turismo rural, que
llegó a Ascasubi en el 2010. "A veces vemos sin mirar,
naturalizamos mucho lo cotidiano y eso nos impide valorar las cosas
lindas. Por eso considero que es importante mantener este patrimonio
vivo que ya casi no existen en nuestro país", agrega Noelia.
"Pedro trasmiten sencillez y humildad, en un mundo donde todo
está tan globalizado y todo es tan comercial, verlo pasar debería
ser un ejemplo para la humanidad entera", se esperanza.
Hilario
Ascasubi tiene pocas calles de asfalto, las demás, de tierra,
levantan algo de polvo con la llegada del carro de Pedro. "Esta
leche llena, es un gran alimento y un litro rinde mucho", cuenta
al recibirla María Condomí, que hoy está desdocupada. "Acá
todos nos criamos con esta leche, la tomaba mi abuelo, mi padre y
ahora yo. Además en el pueblo nos ayudamos a todos y consumimos
productos locales", resume otro de los clientes, Damian Haag.
Alrededor de las diez de la mañana el recorrido entra en su tramo
final. "Sabemos que Pedro hace un rato ordeñó las vacas, es
una leche fresca, hace crecer a los niños, aleja las enfermedades,
ninguna máquina pasó por esta leche, por eso le compramos",
afirman Margarita Ávila y Juan Tuliz.
Al
fondo del pueblo, Dorado da vuelta por una calle de tierra que bordea
toda la localidad y regresa, a trote corto, sin exigirse. Pedro, con
las riendas del carro en sus manos, sentado, vuelve a su Rancho
Alegre. En el año 2014, la Municipalidad le dio en reconocimiento a
su esfuerzo una placa en donde la comunidad le reconoce su oficio de
lechero.
"Hasta
que el cuerpo diga basta, voy a seguir repartiendo. Me hace bien",
confiesa Pedro. Vive con su esposa y uno de sus hijos, Lisandro, que
lo ayuda en las tareas. "Oye poco, pero está muy bien el
viejo", cuenta. A los 81 años, no tiene muchos secretos para
explicar su vitalidad. "Como mucha carne", dice. Su
recorrido termina antes del mediodía y luego pasa toda la jornada
haciendo tareas de la casa. Por la tarde, toma mate con Elena,
aquella clienta que sedujo con sifones de soda.
Fuente:
Leandro Vesco, Cómo vive el último repartidor de leche en carro de la provincia de Buenos Aires, 13 noviembre 2019, La Nación.
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