La serie sobre la catástrofe de Chernobil subraya los peligros de la guerra contra la verdad, hoy vigente. En torno al accidente se levantó un sarcófago informativo, hasta que se quebró por presiones externas.
por
Marta Rebón
No
sé ustedes, pero yo necesito como el aire el silencio de las
bibliotecas. Su silencio adensado, lleno de palabras escritas, es
singular. Los libros apostados en los anaqueles como muros defensivos
parecen aislarnos de la realidad, pero nos devuelven a ella en cuanto
abrimos sus páginas. Aprecio, también, el anonimato que ofrecen a
los usuarios. En estos días, la Biblioteca Nacional de Portugal se
ha convertido en el lugar donde el mundo desaparece en un ángulo
ciego para mí, y viceversa.
En
nuestra cultura de la hipervisibilidad, el deseo de desaparecer se
revela cada vez más apremiante. No es tanto la avidez de un
aislamiento hedonista, sino de poner a resguardo la propia voz. Sobre
esto se explaya Akiko Busch en How to Disappear (Penguin Press,
2019), un homenaje a la vida discreta y al valor de pasar
inadvertidos. Al sobreexponernos, pasa lo mismo que cuando una
fotografía se toma con demasiada luz: el resultado es una mancha
blanca sin atributos.
Además,
si hasta hace unas décadas las noticias ocupaban un espacio y un
tiempo limitados, hoy, alojadas en todas partes, compiten entre sí
por nuestra atención, hasta el punto de que esta se ha convertido ya
en la mercancía más valiosa de la nueva economía. Ya sea en la
cola de la tienda o incluso andando por la calle, nuestro dedo no
deja de deslizarse por la pantalla.
Después
de un rato de lectura, levanto la mirada. La interrupción, achacable
a la necesidad de airear la mente, me devuelve a este edificio de
Lisboa. Cada vez que bajo a la cantina cruzo una sala de
exposiciones, actualmente dedicada a la propaganda visual durante el
Estado Novo (1933-1974). Presiden la pared unas palabras del dictador
Salazar: “Políticamente, solo existe lo que el público sabe que
existe”. La máxima resume el criterio informativo de los regímenes
autoritarios, pero también la de los grupos de poder que desvirtúan
las democracias. En la distancia entre saber y no permitir que se
sepa se concentra el grueso de las maniobras que buscan perpetuar el
statu quo. Hace cuatro años, Svetlana Alexiévich, en su discurso de
aceptación del Nobel de Literatura, citó el comentario que le hizo
un taxista en relación con el accidente de Chernóbil: “Cada día,
dos o tres palomas chocan contra mi coche, pero los periódicos dicen
que la situación está controlada”.
Y,
de repente, lo ocurrido el 26 de abril de 1986 vuelve a estar de
actualidad. El motivo no es la cifra redonda de un aniversario, sino
la miniserie de HBO. Como si hubiera tocado y despertado una fibra
adormecida, se debate el alto precio de la opacidad, la arrogancia de
los apparátchiki, la confianza desmedida en la tecnología o la
rapidez con la que se olvidan los errores. Con su ambientación
ochentera y su regusto a Guerra Fría, la serie no se limita a
reconstruir un tiempo pasado, sino que, en sus mejores escenas,
subraya los peligros de la guerra contra la verdad, hoy vigente. Sus
cinco episodios se desarrollan entre el momento de la explosión y el
juicio espectáculo contra los responsables de la central. Y no solo
es actual por la crítica a la desinformación premeditada, sino
también porque la catástrofe sigue desarrollándose en los
territorios contaminados. Los radionúclidos, desde el punto de vista
de la vida humana, subraya Alexiévich, son eternos.
“No
cojas flores, no te sientes en la hierba, no bebas agua del pozo, no
tomes leche, no comas setas, no acaricies animales…”. Los
mandamientos de Chernóbil, aunque a simple vista allí todo parezca
inofensivo -ruinas contemporáneas entre naturaleza salvaje que se ha
abierto paso en un territorio abandonado-, alertan sobre la
radiación, escondida en cualquier parte.
La
radiación es imperceptible a los sentidos y, excepto que sea en
dosis muy elevadas, no causa daños inmediatos en el organismo: actúa
en diferido. Solo el chisporroteo de los medidores avisa a quienes se
ven expuestos a ella. Nuestra experiencia de las amenazas invisibles,
explica Olga Kuchinskaya (The Politics of Invisibility, The MIT
Press, 2014), está mediada necesariamente por dispositivos
tecnológicos, mapas y otras formas de visualización, pero también
por narrativas. Así, según cómo se represente Chernóbil, se puede
hacer que la radiación y sus efectos sean visibles públicamente, o
bien minimizarlos o volverlos invisibles y, por ende, políticamente
inexistentes.
El
negacionismo de las autoridades soviéticas no se limitó a los
primeros días, cuando se permitió la celebración del
multitudinario desfile del Primero de Mayo en Kiev, a pesar de
conocer los graves riesgos que entrañaba para la salud. Conforme a
la versión oficial, respaldada por Gorbachov, el de Chernóbil había
sido el primer accidente nuclear, manteniendo así el silencio sobre
el de 1957 en Kishtim, al igual que sobre el historial de problemas
técnicos, de terrenos contaminados y de emisiones radiactivas a la
atmósfera. De acuerdo con la consigna “lo ocurrido en Prípiat se
queda en Prípiat”, en torno al accidente se levantó un sarcófago
informativo hasta que este también saltó por los aires debido a las
presiones externas.
En
330 minutos es difícil dar cabida a la cadena de decisiones que
desembocó en la explosión del reactor número 4, desde el programa
armamentístico en virtud del cual se construyó la primera bomba
atómica soviética hasta el XXVII Congreso del PCUS, presidido por
Gorbachov meses antes de la trágica fecha, en el que se jugó el
todo por el todo a favor de la energía nuclear. El “átomo
pacífico” parecía la única salida para sacar a la Unión
Soviética del estancamiento económico. Más seguros que un samovar,
se afirmaba alegremente, los reactores soviéticos se habrían podido
instalar incluso en la Plaza Roja. La serie televisiva, como ha
reconocido el historiador Serhii Plokhy, autor de Chernobyl: History
of a Tragedy (Penguin, 2019), ha sabido transmitir la “verdad
emocional” del accidente, aunque las exigencias del género, la
oposición entre buenos y malos, lastren un tanto el conjunto. Como
en todo sistema complejo, añade Plokhy, en algún momento una cadena
de variables aparentemente alejadas entre sí se sincronizarán para
ocasionar una catástrofe. Pasó en Chernóbil, pasó en Fukushima.
El
sociólogo Ulrich Beck desarrolló el concepto de sociedad del riesgo
para referirse a la democratización de las calamidades globales.
Pensemos en el mencionado accidente nuclear, los microplásticos o el
cambio climático, que nos afectan a todos, sin distinción de clase
social. En la actual inflación de noticias, unas catástrofes
vuelven invisibles a otras: la financiera a la climática, la
terrorista a la humanitaria, etcétera. En 2013, año del caso
Snowden, Beck añadió la catástrofe de la libertad. El control de
datos digitales, como la radiación, también es invisible. No se
nota, no duele, no se experimenta como una enfermedad.
De
camino a la sala de lectura, en el vestíbulo, contemplo dos murales
que evocan el pasado explorador de Portugal, con carabelas,
astrolabios y planisferios. Después de la utopía nuclear, aún
legos en sus consecuencias, nos hemos metido de lleno en otra utopía,
la digital, un Nuevo Mundo para el cual, como alertaba el sociólogo
alemán, “carecemos aún de categorías, mapas y brújulas”.
Marta
Rebón es escritora y traductora.
Fuentes:
Marta Rebón, Lo invisible, 28 junio 2019, El País.
La obra de arte que ilustra esta entrada es "Chernobyl Still Life" de Valeriy Zhivulin.
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