sábado, 6 de julio de 2019

Chernóbil y la banalidad de la catástrofe


Por qué no sentimos más miedo.

por María Santana Fernández

La peligrosidad es indiscutible. Y la creencia según la cual bastaría con apretar un poco la tuerca 3A, porque su absoluta seguridad está ya garantizada, es tan estúpida como inconsciente. (Günther Anders en 1986).

Durante varias semanas, los medios de comunicación se han estado preguntando cómo era posible el éxito de una serie centrada en un accidente nuclear, sucedido hace varias décadas y donde no hay escenas de sexo, ni de violencia, tampoco aparecen dragones ni psicópatas asesinos. Pero, en realidad, no era tan difícil comprender el segundo puesto alcanzado por Chernobyl en el ranking de la cadena de pago HBO. En un primer momento, el espectador se queda atrapado con la serie por la calidad de su factura técnica, el arranque soberbio del primer episodio, el montaje cuidado o el trabajo coral de los actores. Pero, muy poco después, descubre la fatídica atracción que despierta la imagen del más grandioso accidente nuclear de la historia. Los primeros capítulos resultan hipnóticos, girando en torno a la imposibilidad monstruosa de la explosión del núcleo, llegando a su cénit en el momento en que uno de los operarios contempla el horror cara a cara. Entonces, frente al desgraciado empleado se yergue una columna atómica aberrante, oscura, turbia, como un ente abominable e informe, un asesino arbitrario y ciego, pero infinitamente letal. La capacidad de destrucción de la energía, que escapaba a borbotones por el techo reventado, excede la imaginación humana. Se generó la contaminación equivalente a más de 400 bombas de Hiroshima. La muerte se extendía como un manto tragando bosques y ciudades. Sus consecuencias no se miden en tiempo humano, su esencia pertenece a otra escala. Por lo tanto, como anunció Günther Anders, ese desnivel prometeico nos convierte a todos en inocentemente culpables, porque somos incapaces de comprender las consecuencias últimas del uso de la energía atómica y ni siquiera somos capaces de sentir todo el miedo que sería necesario.

Chernobyl es un ejemplo más del fin del mundo retrasmitido por televisión. Frente a la pantalla, el espectador contempla horrorizado a los vecinos que se acercaron al puente para ver el incendio, los técnicos y burócratas que azuzaron el desastre o escurrieron el bulto, los políticos que ocultaron información y mintieron, los heroicos trabajadores que ofrecieron su vida y los abnegados científicos que buscaban la verdad. La serie presenta personajes estereotipados, escenas histriónicas de sacrificio humanista y diálogos naif o ardorosos, que a pesar de todo llegan a ser creíbles, convirtiéndose en la muestra de la banalidad con la que se gestionó el desastre ecológico. Si los campos de exterminio marcaron la pauta de la relación entre política y ética en la posmodernidad, Chernóbil hace lo propio con respecto a la destrucción de la Tierra: un accidente previsible, pero arteramente ignorado, cuyas consecuencias son irremisibles. Ante el cierre del último capítulo, con ese sol radiante de Chernóbil, el espectador debe hacer un esfuerzo titánico para recordar que el desastre sigue ahí, latiendo bajo una cúpula de hormigón. Nadie puede subsanarlo, la contaminación será letal durante milenios, igual que Fukushima o los restos de las bombas que los americanos explotaron en el desierto de Nevada. Porque esa es la esencia de la energía nuclear. Y la peor trampa de la serie, el truco de prestidigitador del último capítulo es enrocarse en la responsabilidad política de quienes ocultaron la información, eludiendo vergonzosamente la lista de accidentes nucleares que ha sufrido la Tierra. Como si solo hubiese habido un Chernóbil, cuando es inevitable que vuelva a ocurrir. Porque siempre está ocurriendo, con cada bidón de desechos radiactivos que se ha enterrado o arrojado al océano.

Con el placer mórbido que despierta la serie podemos recordar el filón del cine de catástrofes, que la industria cultural norteamericana descubrió hace tiempo. De este modo, ya hemos podido degustar numerosas entregas apocalípticas que van de la caída de meteoritos, a las guerras nucleares, pasando por zombis, virus letales, hecatombes medioambientales o ataques terroristas colosales. Poco importa que se basen en hechos reales, conjeturas sobre el futuro o delirantes distopías. Porque todas mezcladas consiguen el mismo efecto: a fuerza de repetir la imagen del fin del mundo, el espectador es narcotizado ante cualquier peligro, por inminente o grave que éste sea. Con el consumo diario del apocalipsis, el televidente acomoda la posibilidad del desastre entre uno de los muchos finales posibles, mientras mantiene la esperanza en la llegada del héroe salvador (encarnado por un fantoche de Marvel o por un sesudo científico). Como siempre, el mundo será rescatado en el último segundo. El totalitarismo del espectáculo, que invade las conciencias a través de los productos culturales y los dispositivos tecnológicos, acaba por borrar los límites entre ficción y realidad. Como nos decía Jaime Semprún, refiriéndose al cine de catástrofes y conspiraciones: “Ficciones tan siniestras sólo pueden verse a la manera de documentales, porque la realidad entera se percibe ya como una ficción siniestra [1]”. En la era de la postverdad Chernóbil podría haber sucedido o no, tanto da. Al final, nos encontramos ante una pesadilla con ropa y peinados retro, la distopía de un mundo gris condenado al fracaso.

Como hemos señalado, la serie abunda progresivamente en la labor de ocultación del gobierno de la Unión Soviética a través de toda una serie de mentiras, que sólo fueron cuestionadas por los aguerridos y eficientes científicos. Ahora bien, mientras el totalitarismo ocultaba la chapuza de sus centrales nucleares, el resto de países creaba otro relato fundamentado en la mentira. El mundo entero prefirió pensar que el escape de radioactividad era la consecuencia de un problema tecnológico soviético; después, que había posibilidad de control del desastre y, por último, que nunca volvería a repetirse. Esos fueron los mensajes de los medios de comunicación y ese es el cuento que la serie Chernobyl perpetua. Y, si aún es creído por los televidentes, esto se debe a la anomia que incapacita al ser humano para imaginar el peligro que verdaderamente corremos. De hecho, los movimientos ecologistas de resistencia a la energía nuclear fueron y siguen siendo minoritarios. Desde el inicio, han sido objeto de represiones brutales en todo el mundo y de la mofa o el desprecio de los políticos, los científicos y los empresarios del sector. En el fondo, nunca ha habido verdadera resistencia, porque no sentimos miedo. Como Anders nos repetía, “somos analfabetos del miedo. Y si hay que aplicar un lema a nuestra época, lo mejor sería llamarla la época de la incapacidad para tener miedo [2]”. La sensación de irrealidad en la que estamos sumergidos hace que no temamos la destrucción. Asistimos al fin del mundo con el paquete de palomitas y “wasapeando”.

Es posible que el desprecio por la verdad sea inevitable, que los seres humanos tiendan a creer en la opinión de alguien que se presente con la suficiente autoridad, en lugar de tratar de aprehender los hechos por ellos mismos. Hoy en día, son los técnicos y científicos de bata blanca quienes encarnan este papel de máxima autoridad, convirtiéndose en los sacerdotes del culto positivista al progreso y la tecnología. Confiamos y creemos ciegamente en lo que dicen, porque son los únicos que entienden el galimatías del núcleo, el boro, el vapor y las puntas de grafito. Investidos de un poder incuestionable, los científicos atesoran sus conocimientos creando un relato cerrado, que no puede ser cuestionado por ningún hecho contradictorio o juicio crítico. El paradigma marca lo que debe ser creído y poco importa si es verdadero. A este respecto, el filósofo insomne Clément Rosset explicaba esta incompatibilidad entre verdad y ser humano con las siguientes palabras:

Pues, si hay una facultad humana que llame la atención y tenga algo de prodigioso, es sin duda esta aptitud, particular del hombre, de resistirse a toda información exterior en cuanto ésta no concuerde con el orden impuesto por la previsión y el deseo, de ignorarla a su manera si es preciso, aunque tenga que oponerle, si la realidad se obstina, un rechazo de percepción que interrumpa toda controversia y cierre el debate, naturalmente en detrimento de lo real [3].

Esta incompetencia es reforzada por el consumo espectacular y la creencia ciega en la veracidad de lo mostrado o, peor aún, en la indiferencia ante su posible falsedad. Gracias a ello, las personas pueden ignorar cualquier hecho o discurso que contradiga su creencia. Porque la verdad se convierte en una opción. Además, Rosset indica que se trata de una pre-caución, que se toma con anterioridad a la experiencia y, por tanto, actúa al modo de muro protector: “Señalaré también que ese cerrojo adopta siempre un carácter anticipado: es una negación anterior a toda investigación crítica a todo ulterior descubrimiento, una especie de conjuro alucinatorio del futuro [4]”. Esto hace que, aunque el error sea evidente, las personas sean capaces de seguir auto-ocultándose la verdad, poniendo en marcha un auténtico ejercicio de represión. Es más, el resultado puede ser justo el inverso, consiguiendo el atrincheramiento del ser humano en sus creencias frente a cada evidencia mostrada. Todo esto permite que la catástrofe sea completamente ignorada. El proceso es descrito por Rosset de la siguiente forma: “(...) primero, que la catástrofe no es objeto de temor, sino de deseo; a continuación, y sobre todo, que no es temida por quien la anuncia como un hecho seguro, sino como una de las realidades menos ciertas [5] ”. El problema está en que la creencia se acaba fundamentando en la mera opinión, por lo que la misma mentira carece de arraigo suficiente para que los hechos sean capaces de ponerla en duda. La única forma de dejarla de lado es sustituirla por otra creencia, que parezca más conveniente o cuya autoridad merezca más crédito.

Debemos recordar que las autoridades soviéticas reconocieron tan sólo la muerte de una treintena de personas en Chernóbil y, de hecho, aún no se tienen datos fidedignos de las patologías, enfermedades mortales o mutaciones que sufrieron y continúa sufriendo la población. En este sentido, la serie se limita recalcar y exhibir impúdicamente el sufrimiento horrendo de los operarios y bomberos que murieron en los hospitales a consecuencia de la exposición directa a la radioactividad durante las primeras horas. Olvidando las consecuencias a medio y largo plazo de la contaminación. Es más, viendo las carnes quemadas y purulentas de las víctimas, resulta irremediable establecer un paralelismo entre el maquillaje de la serie y el de los zombis. Un parecido que se refuerza al conocer que su director, Johan Renck, se ha hecho cargo también de algunos capítulos de The Walking Dead. El resultado es sumamente creíble a la hora de presentarnos la aberrante descomposición de las células que sufrieron las víctimas. Asistimos durante un episodio completo a desaparición de lo humano devorado desde el interior, convirtiéndose en una carne sin órganos, en una persona sin rostro que hierve sin fuego. Sin embargo, frente a ese dolor indecible nos colocan a la abnegada y amante esposa, que a pesar de las advertencias no huye y no aborta. De modo que de la infinidad de testimonios de sufrimiento, incapacidad, cáncer o malformaciones que se dieron, la serie elige fijar la mirada en esa historia de sacrificio y redención. Añadiendo el timo de la esperanza, que atrapa al incauto que aguanta hasta la moraleja final del último capítulo.

Aunque, al fin y al cabo, no puede negarse que la serie da miedo. Su visionado se asienta sobre el mismo miedo turbio que tantos acontecimientos cotidianos nos generan. Ese temor informe al que hacía referencia Zygmunt Bauman, que hoy se ha generalizado entre la población por hechos como el cambio climático o las catástrofes; el terrorismo o los asesinatos masivos; la deshumanización de la sociedad o la marginación. De modo que, según él existe “(…) una zona gris, insensibilizadora e irritante al mismo tiempo, para la que todavía no tenemos nombre y de la que manan miedos cada vez más densos y siniestros que amenazan con destruir nuestros hogares, nuestros lugares de trabajo y nuestros cuerpos por medio de desastres diversos [6]”. Pero ese miedo no es punzante y nítido, sino ambiguo y vergonzoso. No empuja a defenderse, sino que se convierte en una inquietud que nos vuelve dóciles. Porque lo único que deseamos es que nada cambie, tan sólo seguir disfrutando del libre consumo y el confort. Consecuentemente, se convierte en un temor insidioso, que genera la inseguridad suficiente para aceptar el control, poniéndonos en manos de estos técnicos y científicos, que tienen como tarea gestionar limpia y correctamente nuestras centrales nucleares.

Sólo cuando el asunto llega a alguna de esas situaciones críticas, cuando hay algún accidente, las personas sienten que ese miedo se condensa y reaccionan en algún tipo de movilización. Pero, vistos los resultados, no podemos dejar de ser pesimistas y volver referirnos a Anders, cuando reflexiona así sobre el movimiento antinuclear: “Por lo que concierne a los que están medio informados, cuando se reúnen a miles, se olvidan de que se reúnen para poder tener miedo juntos y para poder hacer algo contra aquellos que les dan miedo [7]”. Como dicen los bobos, “siempre hay un hueco para la esperanza” y ya se habrán enterado por los medios de comunicación de que las plantas y los animales se han recuperado en las zonas de Ucrania donde desapareció la presencia humana. La naturaleza ha resurgido exuberante al retirarse la presión de las personas y las ciudades. Los bosques van repoblando las calles, levantando el asfalto, mientras los animales viven entre las ruinas de la civilización. De hecho, cuentan que hay gorriones que han anidado en la cúpula que cubre la central. Intentaremos creérnoslo.

Notas:
  1. SEMPRÚN, JAIME (2002), El abismo se repuebla. Madrid: Précipité Editorial, p.69. 
  2. ANDERS, Günther (2011), La obsolescencia del hombre. VOL I. Op. Cit., p. 254. 
  3. ROSSET, Clément (2008), op. Cit., p. 65. 
  4. ROSSET, Clément (2008), op. Cit., p. 69. 
  5. ROSSET, Clément (2008), op. Cit., p. 87. 
  6. BAUMAN, ZYGMUNT (2013), Miedo líquido. La sociedad contemporánea y sus temores. Barcelona: Paidós, pp. 13-14. 
  7. ANDERS, GÜNTHER (2008), Estado de necesidad y legítima defensa (violencia sí o no). Madrid: Centro de documentación crítica, p. 15.
Fuente:
María Santana Fernández, Chernóbil y la banalidad de la catástrofe, 14 junio 2019, Rebelión.

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