por
María Santana Fernández
La
peligrosidad es indiscutible. Y la creencia según la cual bastaría
con apretar un poco la tuerca 3A, porque su absoluta seguridad está
ya garantizada, es tan estúpida como inconsciente. (Günther Anders
en 1986).
Durante
varias semanas, los medios de comunicación se han estado preguntando
cómo era posible el éxito de una serie centrada en un accidente
nuclear, sucedido hace varias décadas y donde no hay escenas de
sexo, ni de violencia, tampoco aparecen dragones ni psicópatas
asesinos. Pero, en realidad, no era tan difícil comprender el
segundo puesto alcanzado por Chernobyl en el ranking de la cadena de
pago HBO. En un primer momento, el espectador se queda atrapado con
la serie por la calidad de su factura técnica, el arranque soberbio
del primer episodio, el montaje cuidado o el trabajo coral de los
actores. Pero, muy poco después, descubre la fatídica atracción
que despierta la imagen del más grandioso accidente nuclear de la
historia. Los primeros capítulos resultan hipnóticos, girando en
torno a la imposibilidad monstruosa de la explosión del núcleo,
llegando a su cénit en el momento en que uno de los operarios
contempla el horror cara a cara. Entonces, frente al desgraciado
empleado se yergue una columna atómica aberrante, oscura, turbia,
como un ente abominable e informe, un asesino arbitrario y ciego,
pero infinitamente letal. La capacidad de destrucción de la energía,
que escapaba a borbotones por el techo reventado, excede la
imaginación humana. Se generó la contaminación equivalente a más
de 400 bombas de Hiroshima. La muerte se extendía como un manto
tragando bosques y ciudades. Sus consecuencias no se miden en tiempo
humano, su esencia pertenece a otra escala. Por lo tanto, como
anunció Günther Anders, ese desnivel prometeico nos convierte a
todos en inocentemente culpables, porque somos incapaces de
comprender las consecuencias últimas del uso de la energía atómica
y ni siquiera somos capaces de sentir todo el miedo que sería
necesario.
Chernobyl
es un ejemplo más del fin del mundo retrasmitido por televisión.
Frente a la pantalla, el espectador contempla horrorizado a los
vecinos que se acercaron al puente para ver el incendio, los técnicos
y burócratas que azuzaron el desastre o escurrieron el bulto, los
políticos que ocultaron información y mintieron, los heroicos
trabajadores que ofrecieron su vida y los abnegados científicos que
buscaban la verdad. La serie presenta personajes estereotipados,
escenas histriónicas de sacrificio humanista y diálogos naif o
ardorosos, que a pesar de todo llegan a ser creíbles, convirtiéndose
en la muestra de la banalidad con la que se gestionó el desastre
ecológico. Si los campos de exterminio marcaron la pauta de la
relación entre política y ética en la posmodernidad, Chernóbil
hace lo propio con respecto a la destrucción de la Tierra: un
accidente previsible, pero arteramente ignorado, cuyas consecuencias
son irremisibles. Ante el cierre del último capítulo, con ese sol
radiante de Chernóbil, el espectador debe hacer un esfuerzo titánico
para recordar que el desastre sigue ahí, latiendo bajo una cúpula
de hormigón. Nadie puede subsanarlo, la contaminación será letal
durante milenios, igual que Fukushima o los restos de las bombas que
los americanos explotaron en el desierto de Nevada. Porque esa es la
esencia de la energía nuclear. Y la peor trampa de la serie, el
truco de prestidigitador del último capítulo es enrocarse en la
responsabilidad política de quienes ocultaron la información,
eludiendo vergonzosamente la lista de accidentes nucleares que ha
sufrido la Tierra. Como si solo hubiese habido un Chernóbil, cuando
es inevitable que vuelva a ocurrir. Porque siempre está ocurriendo,
con cada bidón de desechos radiactivos que se ha enterrado o
arrojado al océano.
Con
el placer mórbido que despierta la serie podemos recordar el filón
del cine de catástrofes, que la industria cultural norteamericana
descubrió hace tiempo. De este modo, ya hemos podido degustar
numerosas entregas apocalípticas que van de la caída de meteoritos,
a las guerras nucleares, pasando por zombis, virus letales,
hecatombes medioambientales o ataques terroristas colosales. Poco
importa que se basen en hechos reales, conjeturas sobre el futuro o
delirantes distopías. Porque todas mezcladas consiguen el mismo
efecto: a fuerza de repetir la imagen del fin del mundo, el
espectador es narcotizado ante cualquier peligro, por inminente o
grave que éste sea. Con el consumo diario del apocalipsis, el
televidente acomoda la posibilidad del desastre entre uno de los
muchos finales posibles, mientras mantiene la esperanza en la llegada
del héroe salvador (encarnado por un fantoche de Marvel o por un
sesudo científico). Como siempre, el mundo será rescatado en el
último segundo. El totalitarismo del espectáculo, que invade las
conciencias a través de los productos culturales y los dispositivos
tecnológicos, acaba por borrar los límites entre ficción y
realidad. Como nos decía Jaime Semprún, refiriéndose al cine de
catástrofes y conspiraciones: “Ficciones tan siniestras sólo
pueden verse a la manera de documentales, porque la realidad entera
se percibe ya como una ficción siniestra [1]”. En la era de la
postverdad Chernóbil podría haber sucedido o no, tanto da. Al
final, nos encontramos ante una pesadilla con ropa y peinados retro,
la distopía de un mundo gris condenado al fracaso.
Como
hemos señalado, la serie abunda progresivamente en la labor de
ocultación del gobierno de la Unión Soviética a través de toda
una serie de mentiras, que sólo fueron cuestionadas por los
aguerridos y eficientes científicos. Ahora bien, mientras el
totalitarismo ocultaba la chapuza de sus centrales nucleares, el
resto de países creaba otro relato fundamentado en la mentira. El
mundo entero prefirió pensar que el escape de radioactividad era la
consecuencia de un problema tecnológico soviético; después, que
había posibilidad de control del desastre y, por último, que nunca
volvería a repetirse. Esos fueron los mensajes de los medios de
comunicación y ese es el cuento que la serie Chernobyl perpetua. Y,
si aún es creído por los televidentes, esto se debe a la anomia que
incapacita al ser humano para imaginar el peligro que verdaderamente
corremos. De hecho, los movimientos ecologistas de resistencia a la
energía nuclear fueron y siguen siendo minoritarios. Desde el
inicio, han sido objeto de represiones brutales en todo el mundo y de
la mofa o el desprecio de los políticos, los científicos y los
empresarios del sector. En el fondo, nunca ha habido verdadera
resistencia, porque no sentimos miedo. Como Anders nos repetía,
“somos analfabetos del miedo. Y si hay que aplicar un lema a
nuestra época, lo mejor sería llamarla la época de la incapacidad
para tener miedo [2]”. La sensación de irrealidad en la que
estamos sumergidos hace que no temamos la destrucción. Asistimos al
fin del mundo con el paquete de palomitas y “wasapeando”.
Es
posible que el desprecio por la verdad sea inevitable, que los seres
humanos tiendan a creer en la opinión de alguien que se presente con
la suficiente autoridad, en lugar de tratar de aprehender los hechos
por ellos mismos. Hoy en día, son los técnicos y científicos de
bata blanca quienes encarnan este papel de máxima autoridad,
convirtiéndose en los sacerdotes del culto positivista al progreso y
la tecnología. Confiamos y creemos ciegamente en lo que dicen,
porque son los únicos que entienden el galimatías del núcleo, el
boro, el vapor y las puntas de grafito. Investidos de un poder
incuestionable, los científicos atesoran sus conocimientos creando
un relato cerrado, que no puede ser cuestionado por ningún hecho
contradictorio o juicio crítico. El paradigma marca lo que debe ser
creído y poco importa si es verdadero. A este respecto, el filósofo
insomne Clément Rosset explicaba esta incompatibilidad entre verdad
y ser humano con las siguientes palabras:
Pues,
si hay una facultad humana que llame la atención y tenga algo de
prodigioso, es sin duda esta aptitud, particular del hombre, de
resistirse a toda información exterior en cuanto ésta no concuerde
con el orden impuesto por la previsión y el deseo, de ignorarla a su
manera si es preciso, aunque tenga que oponerle, si la realidad se
obstina, un rechazo de percepción que interrumpa toda controversia y
cierre el debate, naturalmente en detrimento de lo real [3].
Esta
incompetencia es reforzada por el consumo espectacular y la creencia
ciega en la veracidad de lo mostrado o, peor aún, en la indiferencia
ante su posible falsedad. Gracias a ello, las personas pueden ignorar
cualquier hecho o discurso que contradiga su creencia. Porque la
verdad se convierte en una opción. Además, Rosset indica que se
trata de una pre-caución, que se toma con anterioridad a la
experiencia y, por tanto, actúa al modo de muro protector: “Señalaré
también que ese cerrojo adopta siempre un carácter anticipado: es
una negación anterior a toda investigación crítica a todo ulterior
descubrimiento, una especie de conjuro alucinatorio del futuro [4]”.
Esto hace que, aunque el error sea evidente, las personas sean
capaces de seguir auto-ocultándose la verdad, poniendo en marcha un
auténtico ejercicio de represión. Es más, el resultado puede ser
justo el inverso, consiguiendo el atrincheramiento del ser humano en
sus creencias frente a cada evidencia mostrada. Todo esto permite que
la catástrofe sea completamente ignorada. El proceso es descrito por
Rosset de la siguiente forma: “(...) primero, que la catástrofe no
es objeto de temor, sino de deseo; a continuación, y sobre todo, que
no es temida por quien la anuncia como un hecho seguro, sino como una
de las realidades menos ciertas [5] ”. El problema está en que la
creencia se acaba fundamentando en la mera opinión, por lo que la
misma mentira carece de arraigo suficiente para que los hechos sean
capaces de ponerla en duda. La única forma de dejarla de lado es
sustituirla por otra creencia, que parezca más conveniente o cuya
autoridad merezca más crédito.
Debemos
recordar que las autoridades soviéticas reconocieron tan sólo la
muerte de una treintena de personas en Chernóbil y, de hecho, aún
no se tienen datos fidedignos de las patologías, enfermedades
mortales o mutaciones que sufrieron y continúa sufriendo la
población. En este sentido, la serie se limita recalcar y exhibir
impúdicamente el sufrimiento horrendo de los operarios y bomberos
que murieron en los hospitales a consecuencia de la exposición
directa a la radioactividad durante las primeras horas. Olvidando las
consecuencias a medio y largo plazo de la contaminación. Es más,
viendo las carnes quemadas y purulentas de las víctimas, resulta
irremediable establecer un paralelismo entre el maquillaje de la
serie y el de los zombis. Un parecido que se refuerza al conocer que
su director, Johan Renck, se ha hecho cargo también de algunos
capítulos de The Walking Dead. El resultado es sumamente creíble a
la hora de presentarnos la aberrante descomposición de las células
que sufrieron las víctimas. Asistimos durante un episodio completo a
desaparición de lo humano devorado desde el interior, convirtiéndose
en una carne sin órganos, en una persona sin rostro que hierve sin
fuego. Sin embargo, frente a ese dolor indecible nos colocan a la
abnegada y amante esposa, que a pesar de las advertencias no huye y
no aborta. De modo que de la infinidad de testimonios de sufrimiento,
incapacidad, cáncer o malformaciones que se dieron, la serie elige
fijar la mirada en esa historia de sacrificio y redención. Añadiendo
el timo de la esperanza, que atrapa al incauto que aguanta hasta la
moraleja final del último capítulo.
Aunque,
al fin y al cabo, no puede negarse que la serie da miedo. Su
visionado se asienta sobre el mismo miedo turbio que tantos
acontecimientos cotidianos nos generan. Ese temor informe al que
hacía referencia Zygmunt Bauman, que hoy se ha generalizado entre la
población por hechos como el cambio climático o las catástrofes;
el terrorismo o los asesinatos masivos; la deshumanización de la
sociedad o la marginación. De modo que, según él existe “(…)
una zona gris, insensibilizadora e irritante al mismo tiempo, para la
que todavía no tenemos nombre y de la que manan miedos cada vez más
densos y siniestros que amenazan con destruir nuestros hogares,
nuestros lugares de trabajo y nuestros cuerpos por medio de desastres
diversos [6]”. Pero ese miedo no es punzante y nítido, sino
ambiguo y vergonzoso. No empuja a defenderse, sino que se convierte
en una inquietud que nos vuelve dóciles. Porque lo único que
deseamos es que nada cambie, tan sólo seguir disfrutando del libre
consumo y el confort. Consecuentemente, se convierte en un temor
insidioso, que genera la inseguridad suficiente para aceptar el
control, poniéndonos en manos de estos técnicos y científicos, que
tienen como tarea gestionar limpia y correctamente nuestras centrales
nucleares.
Sólo
cuando el asunto llega a alguna de esas situaciones críticas, cuando
hay algún accidente, las personas sienten que ese miedo se condensa
y reaccionan en algún tipo de movilización. Pero, vistos los
resultados, no podemos dejar de ser pesimistas y volver referirnos a
Anders, cuando reflexiona así sobre el movimiento antinuclear: “Por
lo que concierne a los que están medio informados, cuando se reúnen
a miles, se olvidan de que se reúnen para poder tener miedo juntos y
para poder hacer algo contra aquellos que les dan miedo [7]”. Como
dicen los bobos, “siempre hay un hueco para la esperanza” y ya se
habrán enterado por los medios de comunicación de que las plantas y
los animales se han recuperado en las zonas de Ucrania donde
desapareció la presencia humana. La naturaleza ha resurgido
exuberante al retirarse la presión de las personas y las ciudades.
Los bosques van repoblando las calles, levantando el asfalto,
mientras los animales viven entre las ruinas de la civilización. De
hecho, cuentan que hay gorriones que han anidado en la cúpula que
cubre la central. Intentaremos creérnoslo.
Notas:
- SEMPRÚN, JAIME (2002), El abismo se repuebla. Madrid: Précipité Editorial, p.69.
- ANDERS, Günther (2011), La obsolescencia del hombre. VOL I. Op. Cit., p. 254.
- ROSSET, Clément (2008), op. Cit., p. 65.
- ROSSET, Clément (2008), op. Cit., p. 69.
- ROSSET, Clément (2008), op. Cit., p. 87.
- BAUMAN, ZYGMUNT (2013), Miedo líquido. La sociedad contemporánea y sus temores. Barcelona: Paidós, pp. 13-14.
- ANDERS, GÜNTHER (2008), Estado de necesidad y legítima defensa (violencia sí o no). Madrid: Centro de documentación crítica, p. 15.
Fuente:
María Santana Fernández, Chernóbil y la banalidad de la catástrofe, 14 junio 2019, Rebelión.
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