Svetlana Alexiévich, en el despacho de su dacha en Silichy (Bielorrusia). Foto: Pilar Bonet. |
Dos días en Bielorrusia con Svetlana Alexiévich, premio Nobel de Literatura, que recuerda el reto que supuso escribir el libro que ha inspirado la exitosa serie de televisión sobre la central nuclear.
por
Pilar Bonet
Chernóbil
ha irrumpido de nuevo en la vida de Svetlana Alexiévich, la
escritora bielorrusa que plasmó el drama del accidente ocurrido en
la central nuclear ucraniana en abril de 1986 (Voces de Chernóbil.
Crónica del futuro, publicada por primera vez, en ruso, en 1997).
Más de 33 años después de la catástrofe, la miniserie de la productora HBO Chernobyl ha acercado el suceso y su contexto
sociopolítico a millones de espectadores. Para la mayoría,
especialmente para los jóvenes, Chernóbil forma parte de la
historia; pero para Alexiévich y los exciudadanos de la URSS
residentes por entonces en Ucrania, Bielorrusia y Rusia, es aún
vida.
El
recuerdo, las lecciones y la actualización de Chernóbil son tema
recurrente en las dos citas de esta corresponsal con Alexiévich esta
semana en Bielorrusia. La primera, el martes, en su apartamento de
Minsk, y la segunda, al día siguiente, en una excursión a la dacha
(casa de campo) de Alexiévich en Silichy, una localidad a 40
kilómetros de la capital bielorrusa. Entre un viaje y otro, la vida
cotidiana de Alexiévich discurre en estos dos ambientes adquiridos
después de que recibiera el Nobel en 2015. Su piso de Minsk tiene
una espléndida vista sobre el lago del centro de la ciudad. La
dacha, construida con sólidos troncos aún aromáticos, está en los
límites del pueblo, separada por unos trigales de las suaves colinas
que en invierno son las pistas de una estación de esquí. En este
refugio, donde Svetlana planea encerrarse este verano a escribir,
reside de forma permanente María Vaitziashonak, escritora en lengua
bielorrusa y artífice del jardín, lleno de caprichosos y recónditos
espacios entre matorrales, árboles y macizos de flores. En Minsk y
en Silichy, el móvil de Alexiévich suena una y otra vez: de nuevo,
Chernóbil.
“El
miedo ecológico se ha apoderado de la gente. Se ha hecho evidente
que la naturaleza escapa de nuestro control y que hemos cruzado una
frontera”, dice. “La filosofía de ‘vivir en la naturaleza’
se ha transformado en la filosofía de ‘vivir a costa de la
naturaleza’, y la naturaleza se venga”, agrega.
“La
gente está hoy más dispuesta a asimilar la información y entiende
mejor que en el conocimiento hay agujeros negros y también que el
ser humano no es tan poderoso como se creía”, señala la
escritora, para explicar la masiva acogida de la serie
norteamericana.
Hasta
nuestra entrevista, Alexiévich solo había podido ver fragmentos de
Chernobyl. Pese a basarse en gran parte en su libro, la serie no la
menciona en los títulos de crédito y eso sorprende y desconcierta a
la Nobel. “Firmamos un contrato con los productores que les
permitía usar entre seis y ocho historias del libro. Pero, además
del libro, utilizan también su filosofía, aunque mi nombre no
figura. Es muy extraño”, afirma. Los representantes de la serie no
han contestado a las interpelaciones sobre la omisión de su nombre
en los créditos.
Sorprendentes
han sido las belicosas reacciones que Chernobyl ha provocado en los
medios de información rusos, oficiales y próximos al Kremlin. Las
críticas se centran sobre todo en una denuncia puntillosa y
extremada de inexactitudes técnicas, narrativas o de ambientación,
pero hay también quien ve la serie como el producto de retorcidas
conspiraciones extranjeras contra la Rusia actual. Un comentarista en
el diario Komsomólskaya Pravda considera Chernobyl como un intento
de desacreditar a Rosatom (la entidad gubernamental responsable de la
energía atómica en Rusia), en beneficio de sus competidores
tecnológicos occidentales. En el canal de televisión NTV han
anunciado el rodaje de la primera serie rusa sobre el suceso. Sus
protagonistas serán un espía norteamericano infiltrado en la zona
de la central y un funcionario de los servicios secretos soviéticos
que intenta desenmascararlo.
La
intensidad de las reacciones rusas ha dejado a Alexiévich
estupefacta, sobre todo por su empecinada defensa de la Unión
Soviética, aquel Estado desaparecido en 1991 al que, como repúblicas
federadas, pertenecían Rusia, Bielorrusia y Ucrania, esta última el
foco de la catástrofe. “No creía que los procesos se hubieran
congelado de tal modo en Rusia; las reacciones muestran la misma
forma de pensar, la misma agresividad de la Guerra Fría”, opina la
escritora. El “coro agresivo” que Chernobyl ha provocado en Rusia
muestra, según Alexiévich, que “están en la cuneta, que no se
han conectado con el mundo”. El fenómeno es más amplio y
profundo. “Puse la tele y vi que Rusia anunciaba el estreno de un
nuevo bombardero que Estados Unidos aparentemente no tiene y me dije
que el tiempo se congeló”, exclama.
Dos
sorprendentes éxitos de público relacionados con la recuperación
de sucesos históricos -uno, el de Chernobyl, y el otro, de un
documental ruso sobre el campo de concentración de Kolimá (en el
Lejano Oriente ruso)- parecen indicar la necesidad de nuevas formas
narrativas para que las jóvenes generaciones penetren en la historia
y la capten también emocionalmente. Kolimá, la patria de nuestro
temor (abril de 2019) fue rodado por Yuri Dud, un popular periodista
ruso, tras sondeos según los cuales casi la mitad de sus
compatriotas de entre 18 y 24 años no habían oído hablar de la
represión estalinista.
“Vi
el documental sobre Kolimá”, cuenta la escritora, “y, desde el
punto de vista de mi generación, no había nada nuevo en él e
incluso diría que la realidad se había simplificado, pero tuvo un
gran éxito entre los jóvenes, que se rebelan contra la imposición
de viejas ideas. Les imponen monumentos, museos y una ley que prohíbe
interpretaciones de la Segunda Guerra Mundial distintas a la oficial.
Les hablan de una gran victoria, de una gran época, pero los jóvenes
quieren saber qué clase de época fue aquella”.
Dada
la situación política actual en Bielorrusia y en Rusia, Alexiévich
cree que hoy le sería más difícil escribir La guerra no tiene
rostro de mujer que en 1985, cuando la publicó. “Pienso que no
podría escribir ese libro hoy porque las mujeres que estuvieron en
el frente se cerrarían y tendrían miedo a contar su verdad de la
guerra, que podría entrar en conflicto con la versión oficial, en
la que solo existe la Gran Victoria. En lo que se refiere a la figura
de Stalin, la Gran Victoria eclipsó al Gulag en la narrativa
oficial”.
En
el interés actual por Chernóbil, Alexiévich ve varios factores,
además de una mayor comprensión de que existe un mundo desconocido,
letal y global. Los jóvenes tienen una conciencia ecológica muy
fuerte y sienten el peligro. Comprenden el tema de los recursos
limitados -su nieta, dice, la recrimina por encender demasiadas
luces- y el calentamiento global, aunque están más lejos de
entender la amenaza de la carrera de armamento y del desmontaje de
los tratados de desarme que pusieron fin a la Guerra Fría. Este
fenómeno preocupa más a la gente madura, reconoce.
Por
su naturaleza, el accidente de Chernóbil planteó desafíos al
lenguaje literario. “Existe una cultura y una tradición para la
narrativa de la guerra, lo que permite al creador moverse dentro de
unos márgenes, tal vez explorarlos y ampliarlos en el marco de esas
tradiciones. Sin embargo, cuando yo escribí mi libro sobre
Chernóbil, no había un registro cultural para la narración sobre
algo tan desconocido”, afirma. Existían no obstante obras
premonitorias como Picnic al borde del camino (publicado en 1972), de
los hermanos Arkadi y Boris Strugalski, un relato sobre seres que se
ganan la vida saqueando en una zona prohibida, que viola las leyes de
la física, tras una gran tragedia. El cineasta ruso Andréi
Tarkovski llevó aquel relato a la pantalla con el título de Stalker
(1979). “Los Strugalski y Tarkovski tuvieron la genialidad de
adivinar lo desconocido e hicieron una incursión en otra época,
exploraron una amenaza antes de que ésta se abatiera sobre
nosotros”, señala.
Svetlana
fue por primera vez a Chernóbil cuatro meses después de la
catástrofe: “Allí entendí enseguida que estábamos en otro
mundo. Todo parece lo mismo -las manzanas, los pepinos, la leche-,
pero sobre ellos planea ya la sombra de la muerte y las personas
están desorientadas, perdidas, y no en un plano anticomunista o
antisoviético, sino como algo superior, algo distinto. Porque no se
trata del ser humano en la historia, sino del ser humano en el
cosmos. Volví a ver lo mismo muchos años después en Fukushima [la
central nuclear japonesa afectada por un accidente en 2011], también
allí había la misma desorientación en la gente, en los científicos
y en los políticos, la misma sensación de impotencia”.
Recuerda
especialmente Alexiévich a un piloto que quería llevarla a la zona
desalojada en torno a la central. “Era piel y huesos. Me llamaba y
yo no podía ir porque estaba ocupada. Entonces me dijo: ‘Dese
prisa porque me queda poco. Puede que usted no entienda nada, pero
sea testigo y tal vez otros sí lo entenderán”. Aquel piloto, que
le ordenaba grabar los testimonios, miraba el micrófono de Svetlana
e inquiría ansioso: “¿Graba? ¿Graba?”.
“Murió”,
sentencia Alexiévich, contestando a una pregunta apenas esbozada.
Alexiévich
mantuvo el contacto y también “la amistad” con los
supervivientes de Chernóbil protagonistas de su libro. Con el
tiempo, su agenda va menguando. “Hace un par de años querían
filmar una película sobre el exterminio de animales en las zonas
contaminadas. Fue idea mía. Por lo menos hice una decena de llamadas
buscando a los cazadores enviados a ejecutar la tarea y entendí que
ya no estaban vivos”. La escritora se sigue relacionando con Lucia,
la madre de Vasili Ignatenko, uno de los bomberos fallecidos. Lucia
vive en Bielorrusia y ha perdido el rastro de su nuera, Liudmila,
residente en Kiev. Liudmila y Vasili Ignatenko, representados por
actores, son dos de los personajes más conmovedores de la serie. “De
Liudmila no sabemos nada y es muy extraño que no felicitara a su
suegra con motivo de su 80º cumpleaños. La hermana de Vasili,
Liuda, que se prestó a un trasplante de médula espinal para
salvarlo, también ha fallecido”, relata la escritora. Durante
varios años, la familia Ignatenko viajó clandestinamente a su
domicilio en la zona prohibida en torno a Chernóbil y, con más
nostalgia que miedo, sacó de su antiguo hogar los pepinos en
salmuera que no pudieron cargar durante la evacuación forzosa.
“Hasta que todo fue saqueado y dejaron de ir”, exclama
Alexiévich. Recuerda también la escritora que durante largo tiempo
tras el accidente resultaba arriesgado hacer compras en las tiendas
de “segunda mano” de Minsk, porque muchas mercancías eran
producto del saqueo en la zona contaminada.
Chernóbil
fue una tragedia común de Rusia, Ucrania y Bielorrusia, pero cada
uno de estos países ha privatizado y reinterpretado su porción de
horror. En los últimos años las cosas se han complicado aún más.
“Ucrania considera ‘país agresor’ a Rusia y en Rusia hay un
tremendo sentimiento antiucraniano; en cuanto a los bielorrusos, yo
diría que la dictadura se ha cobrado lo suyo y se han subordinado
todas las instituciones relacionadas con Chernóbil. Aquí las
autoridades temen el espíritu libre de Ucrania”, dice la
escritora. “En la zona de exclusión bielorrusa los ancianos han
muerto, pero hay otras gentes que acuden a esos parajes a los que
llaman materik (‘continente’ en ruso), decepcionados de la vida
en otros lugares, y queda una pareja entrada en años que tiene la
casa llena de iconos”. “No es un espacio de libertad, es más
bien un espacio salvaje”, puntualiza Alexiévich.
La
escritora da forma a sus obras lentamente y a menudo tarda años en
acabarlas. El libro sobre el amor en el que está trabajando “avanza
lentamente, pero avanza”, dice, y explica que se limitará a
recoger el testimonio de mujeres. Ha renunciado a entrevistar hombres
para ese libro. “Tienen una sensibilidad diferente. No consigo
penetrar en ella. No los entiendo. Es como si fueran de otro mundo”,
exclama. Alexiévich escribe sus relatos a mano. En un rincón de su
despacho en la dacha, cuidadosamente amontonados en varias
voluminosas pilas en el suelo, están los borradores de su nueva
obra. Ya escribió impresionantes historias de amor en sus anteriores
libros, le digo. Lo admite, pero ahora, puntualiza, la tarea es
diferente: “Lo que yo quiero no son ideas, no son las superideas
que siempre existen en Rusia, como ganar la guerra o construir el
comunismo. Lo que quiero es escribir sobre los intentos de ser feliz,
sobre las personas que quieren vivir su propia vida escondiéndose de
las ideas”.
La
situación política en los tres países eslavos que sufrieron
Chernóbil varía. Opina Alexiévich que, en Bielorrusia, la
principal preocupación del presidente, Alexandr Lukashenko -en su
cargo desde 1994-, es “conservar el poder”; en Rusia impera una
“política militarista” y en Ucrania se abre paso una “nueva
conciencia”, aunque la tarea del nuevo presidente, Volodimir
Zelenski, se ve dificultada por los nacionalistas radicales. A la
Nobel le gusta Zelenski. “También me gustaba Petró Poroshenko,
pero me decepcioné cuando supe de su apego por el dinero. No creo
que Zelenski esté en la presidencia para enriquecerse, creo que
quiere sinceramente hacer algo. Es un personaje moderno y no necesita
que la gente cuelgue sus retratos en el despacho”.
Vladímir
Putin ha indicado su deseo de una integración más estrecha con
Bielorrusia, lo que muchos ven como una futura anexión y una
estratagema para poder seguir en el poder cuando acabe su mandato en
2024. La actitud del Kremlin no ha llevado a Lukashenko a reforzar
los vínculos de unidad con sus conciudadanos, afirma Alexiévich.
“No tiene antenas ni receptores para captar esa dimensión. Él
solo entiende el peligro que existe para él y su poder. La sociedad
en cambio sí lo entiende. Sobre todo, la juventud”.
Alexiévich
no cree que el estancamiento o el retroceso político en Rusia o
Bielorrusia sean un fenómeno atribuible solo a la personalidad de
sus líderes. “No es Putin el que manda abrir museos, monumentos y
bajorrelieves dedicados a Stalin. No son sus órdenes. Son
iniciativas privadas. El Kremlin y el pueblo se unen”, afirma.
En
Bielorrusia, han sido retiradas las cruces de madera de Kuropaty, el
bosque cercano a Minsk, donde los verdugos del NKVD (la policía
política de Stalin) organizaron fusilamientos masivos en los años
treinta y principios de los cuarenta. Unas excavadoras llegaron y se
las llevaron y “la gente calló ante la destrucción de aquel
panteón popular, aquel espacio de libertad donde se reunían los
jóvenes y había pequeñas manifestaciones”. “Se convocó una
plegaria colectiva con velas para protestar contra la retirada de las
cruces. Solo acudieron 100 personas. Fue muy decepcionante”, dice
la escritora, convencida de que las cruces han sido retiradas por
iniciativa de Lukashenko. “Vio una isla de libertad, un espacio
fuera de su control, y ordenó que quitaran las cruces”, dice.
Alexiévich
no solo denuncia el “militarismo” ruso. Esta primavera, invitó
al club de discusión que organiza en Minsk a la escritora lituana
Ruta Vanagaite, autora del libro Los nuestros. Viaje con el enemigo
(2016), sobre la colaboración de los lituanos con los nazis en el
exterminio de los judíos: “Le están haciendo el vacío en
Lituania por denunciar la colaboración de sus propios parientes con
el nazismo. En Minsk vino mucha gente a oírla, pero yo esperaba más.
Aquí en Bielorrusia, exterminaron también a los judíos, no supimos
defenderlos, y el resultado es que nos encontramos solos con los
comandantes partisanos”.
El
último viaje a Rusia de Alexiévich data de hace dos años, cuando
intervino en el Centro Gógol de Moscú y en San Petersburgo, donde
el cineasta Alexandr Sokúrov consiguió que le facilitaran una sala
en el Ermitage. Después, el director de este museo, Mijaíl
Piotrovski, recibió “una reprimenda” por ello. Svetlana no ha
vuelto a Rusia desde entonces, aunque ha sido invitada varias veces,
la última por una editorial para intervenir en una feria del libro
recién celebrada en la Plaza Roja. “Algo está pasando”, dice.
“Por una parte me tratan como enemiga y de repente me invitan a la
Plaza Roja”.
la idiotez de reemplazar a un grupo de 20 o más expertos rusos que dieron la alarma en Chernobyl por una mujer, Ulana Khomyuk, que nunca existió, e inventarse accidentes como el del helicóptero con boro que se cayó dentro de las ruinas del edificio del reactor después de "haberle fallado los instrumentos".
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