Historias de la catástrofe. Estuvieron cerca de la central antes y después del accidente nuclear. Sufrieron directa o indirectamente las consecuencias de la radiación. Vivieron para contarlo.
A
la 01:23 del 26 de de abril de 1986, una serie de fallas y errores
humanos en la Unidad 4 de la central nuclear de Chernobyl provocan la
explosión del núcleo del reactor.
Las
causas del accidente radioactivo más grande de la historia, sus
consecuencias y la mitigación del impacto son el foco de atención
de los especialistas soviéticos en ingeniería nuclear y medicina
radiológica. El mundo se conmueve.
En
ese momento y lugar de la historia, también va a aparecer un
argentino.
Juan
Carlos Giménez, de 55 años, es el único médico que el Organismo
Internacional de Energía Atómica (IAEA, por sus siglas en inglés)
envía desde Argentina a Chernobyl pocos meses después del
estallido. Pero el gobierno soviético no lo deja entrar a Ucrania.
Ni a él ni al médico francés discípulo de Marie Curie que lo
había llevado. Hoy, a los 88, habla con Clarín en el Instituto de
Medicina y Radiomedicina del barrio porteño de Nuñez.
”Fuimos
a Kiev y no pasamos. ‘Con todo el dolor nuestro, no nos permiten
que ingrese nadie, ni siquiera por excepción, nos dijeron. No
querían que habláramos con los equipos que atendieron a los que
estuvieron expuestos a la radiación", recuerda. Lo subieron a
un avión. De vuelta a Buenos Aires.
Giménez
habla de A.V. Barabanova y A.E. Baranov. Los dos médicos rusos que,
ante la imposibilidad de llegar hasta Prypiat, terminaría conociendo
en París, en 1988.
En
ese momento, los tres tienen algo en común. Estar entre el brillante
puñado de doctores de todo el planeta que trataron con pacientes de
accidentes nucleares épicos. Por eso este argentino, miembro
fundador de la International Association in Radiopathology, puede
-como nadie- decir qué es ficción y qué realidad en la historia
clínica de los protagonistas de “Chernobyl”, la aclamada serie
de HBO.
"Los
síntomas están bien reflejados." La primera etapa del Síndrome
Agudo por Radiación (SAR) son las náuseas, el vómito y las
lesiones en piel. La parte tardía de los efectos tendrá que
aparecer en la segunda temporada. Cánceres y efectos genéticos.
Eso
sí, lo del bombero que toca el grafito y a los minutos se le empieza
a abrir la piel, es un fake de los guionistas. “Cuando la dosis es
más alta, el efecto es más temprano. Nunca es inmediato",
aclara el doctor. Es que Giménez lo había visto en vivo. Tres años
antes que los rusos.
Fue
cuando atendió a Osvaldo Rogulich, el técnico electromecánico que
el viernes 23 de septiembre de 1983, pasadas las 16, protagonizó el
único accidente nuclear de la Argentina. Y el único de Sudamérica.
“Rogulich
recibió una dosis ionizante letal en el accidente de la ‘excursión
de potencia’ del reactor nuclear RA-2 del Centro Atómico
Constituyentes. Murió a las 48 horas”, describe. Recibió 2000 rad
de radiación y de 1.700 rad de neutrones. Todo en esa planta de
Villa Maipú, partido bonaerense de San Martín. El evento fue
catalogado como de Grado 4 en la Escala Internacional de Accidentes
Nucleares, por lo que la radiactividad liberada del uranio
enriquecido no habría contaminado el medio ambiente ni a la
población civil cercana.
Era
la persona con la dosis más alta que Giménez hubiese imaginado
poder conocer jamás. Y en ningún momento las lesiones en su piel
fueron inmediatas. “Aparecieron a las pocas horas.”
Oficialmente
se reconocieron 28 víctimas fatales por exposición directa a la
radiación y 2 por la explosión de la central. Según dice el
doctor, que en ese momento era profesor de Biofísica de la UBA, la
comunidad médica aprendió casi todo lo que se sabe hoy, después de
Chernobyl.
"El
trasplante de médula ósea fue el antes y el después. El SAR, que
puede llevar a la muerte, en su menor dosis produce un daño en la
médula. Si la dosis es mayor, el daño se produce en el aparato
gastrointestinal. Si la dosis es aún mayor, es en el sistema
nervioso y vascular. Para los efectos de estas últimas dos (como
pasó esa madrugada de 1986) aún no podemos hacer nada",
cierra.
La
reacción incontrolada durante la fallida prueba en Chernobyl había
volado el techo de la central y liberado una nube de material
radioactivo que el viento esparciría, en rigor, desde
Checoslovaquia hasta Japón. Pero en Smila, a 300 kilómetros de la
planta, estaba Tatiana Atamas, de 32 años, madre de dos nenas. Esa
madrugada ella sintió un temblor. Le dijeron que venía de los
Cárpatos rumanos.
"Nadie
decía nada. Sólo que había sido un incendio y que estaba
controlado. Años después, cuando me enteré de nenes a los que les
salía sangre de la nariz, empecé a planear irnos. Argentina era lo
mejor. No quería que les pasara a mis hijas. Pero a ellas les
pasaron otras cosas", dice a Clarín "Tania", como la
llaman desde 1998, cuando se instaló en Caballito.
A
33 años de la catástrofe nuclear que, por miedo, la trajo a nuestro
país, volvió de vacaciones a Ucrania. Con su marido, Stanislav. En
esta nota llora por los años que vivió sin saber la verdad.
"Smila
tenía la naturaleza más linda del mundo. Pero después de
Chernobyl, esa primavera, el pasto era más alto, más verde. Las
flores eran gigantes. Los hongos, inmensos. Después nos enteramos de
que eso puede ser un efecto radioactivo", detalla.
Ludmila
Atamas, su hija mayor -en Ucrania se puede eligir el apellido de
cualquiera de los padres- tenía 9 años cuando fue la explosión. La
menor, 3.
"Ludmila
perdió la vista de un ojo. Nos decían que era genético. Nadie en
nuestra familia había tenido problemas de visión. La operamos dos
veces en Ucrania, no me podía ir antes a la Argentina porque no
hubiésemos tenido cobertura médica y queríamos hacer todo bien",
cuenta.
Mariana
tenía problemas de tiroides. "Los pediatras, que eran
estatales, claro, insistían con que era algo del crecimiento. No nos
hablaban de la radioactividad." Pero sí le decían que le diera
pastillas de yodo, para evitar que la tiroides de la nena
absorbviera la radiación. Esas pastillas no las recibían todos.
"Me
acuerdo de que cuando llovía y despúes salía el sol, los charcos
quedaban marcados en el cemento como con resaltador verde. Flúo.
Éramos chicos y metíamos el dedo ahí, nos llamaba la atención. No
había pánico. Ni nos enteramos del peligro de adolescentes. Recién
hace unos años, cuando se liberó parte de la información. Tuvimos
suerte en Smila de que la nube no nos cayó encima", dice a
Clarín.
Ludmila
agrega que ella después de terminar el conservatorio de piano en
Kiev vino a Argentina porque estaba segura de que no quería tener
hijos en Ucrania.
"Escuché
sobre lo que nacía. Es terrible decir 'lo que nacía' (en relación
a las malformaciones de los fetos). Pero es lo que pasaba",
cuenta. Hoy es madre de "dos hijos argentinos sanos". No va
a ver la serie. "Me parece banal, es como el turismo en
Chernobyl. No se dan cuenta de que ahí hay un cementerio, de
cadáveres y de esperanzas. No un tour".
En
1993, Sebastián Sosa está en la misma etapa de la adolescencia que
Ludmila. Con 16 años camina por Bielorrusia, a 350 kilómetros de la
central de Chernobyl. Su papá, Eduardo, y su mamá, Edith, dejaron
Córdoba para mudarse con él y sus dos hermanos menores a la ex
república de la Unión Soviética, que había sufrido las mayores
consecuencias de la explosión. Él gastroenterólogo y ella
nutricionista. Pero, primero, padres misioneros.
Antes
de viajar les preguntan a sus tres hijos si aceptan el cambio de vida
para ayudar especialmente a los miles de niños afectados por la nube
radioactiva.
"En
cartas, les decimos que sí. porque habíamos heredado esa vocación",
dice Sebastián a Clarín. Tiene 41 años y es el presidente de la
marca de inmobiliarias RE/Max. Después de estudiar en Estados Unidos
volvió al país para "ayudar donde se necesita". Hoy su
cadena es la principal del rubro en el mercado local.
Lo
que vivió en su adolescencia marcada por Chernobyl podría ser una
película. "Mis amigos de allá no tocaban el tema. Nadie sabía
nada. lo que yo sabía era por mi papá, que estaba un poco
obsesionado con lo que comíamos: nada que sea producto de la
tierra", cuenta. Y la leche tenía que ser "sí o sí"
extranjera.
"Bielorrusia
es la capital de la papa, y le teníamos miedo a la papa. imaginate,
no comer Kartoshka (papa)", recuerda. Le explicaba que venía de
la tierra, quizás de la zona del sur, y que podía estar irradiada.
"Pero también nos enseñó que en los hogares se comía lo que
gentilmente te ponían en el plato".
En
esos hogares, con muchos niños con cáncer de tiroides, Sebastián y
su familia aparecían con micros con donaciones. "Llegábamos a
Bielorusia con 300 kilos de ropa buena desde Suiza para los niños de
Chernobyl. A los pocos meses, por el aumento de nuestro trabajo,
cuando uno entraba al Ministerio de la Catástrofe de Chernobyl,
estaba la bandera de Argentina. Porque estábamos entro los seis
países que más colaboraban. Dios es bueno... poder honrar a nuestro
país así", dice su padre desde España.
Los
nenes que conoció -según la prensa estadounidense, "niños
radioactivos"- venían de todas las zonas irradiadas. Otros,
privilegiados, eran enviados a Suecia.
"Los
demás terminaban en regiones supuestamente no contaminadas, cerca de
Minsk (capital de Bielorrusia), y al Norte (el Sur fue la región más
afectada por la nube)", detalla Sebastián. Él era el encargado
de repartir las golosinas y los juguetes.
También
se acuerda de que la traductora que tenían no quería transmitirles
a los niños lo que decían sobre los cuidados contra la radiación.
"A ella no le parecía real. Decía que era todo una mentira de
EE.UU. Como vimos que a varios les molestaba, no podíamos hablar
mucho. Hasta que los chicos nuestros, a los pocos meses empezaron a
traducir ellos. Cuando lo contábamos, no nos creían ni los
argentinos (por teléfono). Tampoco queríamos ser 'mártires ni
mucho menos 'héroes", agrega Eduardo. Pero insistían.
Él
sólo fue varias veces a ver niños a Brahin, una ciudad a solo 5,5
kilómetros de la zona de exclusión. Todos juntos, fueron a
Moguilov. La otra zona más contaminada. Sabían lo que pasaba.
Tenían miedo. Se quedaban. Todo por ayudar.
Todos
los Sosa padecieron o padecen enfermedades gastrointestinales, pero
Sebastián no busca asociarlas a los 5 años de exposición de esa
familia en Bielorrusia. "No lo investigamos mucho", se
planta.
Su
hermano Federico falleció hace unos años de una enfermedad llamada
poliposis múltiple, que es hereditaria. Eduardo no sabe si se desató
por Chernobyl. Sebastián, el único de los Sosa que volvió a
Argentina, prefiere recordar que allá viajaron a ayudar. "Y lo
haría de nuevo." Como lo héroes de la serie de HBO. Pero con
tonada cordobesa.
GS
Fuentes:
Argentinos en Chernobyl: el médico “prohibido”, el amigo de los “niños radioactivos” y la ucraniana que vino al país para salvar a sus hijas, 22 junio 2019, Clarín.
La obra de arte que ilustra esta entrada es “Chernobyl. Last day of Pripyat” del artista Alexey Akimov.
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