Los dos reactores de la central nuclear de Ignalina aún tienen que ser desmantelados. El calendario estipula que esta zona estará libre de conaminación en 2038. Foto: Carlos Rosillo / El País. |
Lituania
desmantela una planta nuclear de la época soviética, mientras el
Kremlin financia en la vecina Bielorrusia la construcción de otra
que preocupa a la Unión Europea.
La alarma que genera la construcción de Astravets ha interrumpido la tranquila rutina de Zenobija Mikelevic, de 50 años, y su esposo, Antanas Mikelevicius, ingeniero hidráulico de 57. Viven en una casita de madera en Buivydziai, una localidad de 200 habitantes situada en medio de un bosque de pinos a un kilómetro de la frontera con Bielorrusia. Desde allí se ven las chimeneas con forma de diábolo de Astravets si el día en claro. Su jardín se encuentra en el bosque por donde pasa el río Neris, el mismo que a 42 kilómetros partirá Vilnius por la mitad. Y el mismo en el que la planta nuclear de Astravets vertirá los residuos tóxicos cuando encienda sus máquinas previsiblemente en 2020.
por
Belén Domínguez Cebrián
La
central nuclear de Ignalina, en el noreste de Lituania, es un túnel del tiempo con destino a la URSS de los ochenta. El alfabeto cirílico
pinta las señales de cada recoveco y los envejecidos trabajadores
solo hablan ruso. Del bolsillo a la altura del pecho de sus batas
blancas cuelga la misma fotografía que se hicieron cuando entraron a
trabajar aquí hace 30 años: menos arrugas, más pelo, más
sonrisas, son las imágenes que indican que todo tiempo pasado fue
mejor.
Esta
planta rebosaba vida hace cuatro décadas. Aquí trabajaban 5.000
físicos nucleares e ingenieros formados en las más prestigiosas
universidades de la URSS. Ahora el ambiente es menos prometedor. La
ilusión de aquellos años por construir esta infraestructura se ha
transformado en pura resignación. “Heredamos la central con sus
beneficios, pero también sus problemas”, señala Audrius Kamienas,
director general de la central, quien asegura que “en 2038 todo
esto será campo, sin contaminación”.
Lituania,
la primera república socialista soviética en recuperar su soberanía
de Moscú en 1991, entró en la UE en 2004 con una condición:
desmantelar Ignalina. Este paso significaba deshacerse no solo de su
fuente de energía más preciada, sino de su recién recuperada
independencia energética. El 80% de la electricidad del país se
generaba en esta inmensa mole de cemento gris, una central con dos
reactores unidos por un pasillo de casi un kilómetro que no
cumplían, sin embargo, con los estándares de seguridad de
Occidente.
El
desmantelamiento de la central -que comenzó en 2010 y está previsto
finalice totalmente en 2038- acarrea, paradójicamente, el riesgo de
una mayor dependencia del mercado ruso, más cercano y barato. “De
un día para otro pasamos de ser exportadores de energía a
importadores”, dice el ministro de Energía, Žygimantas Vaiciunas,
desde su despacho en el centro de Vilnius, la capital del país de
poco más de tres millones de habitantes. Dos tercios de la
electricidad que consumen la compran a los países nórdicos y el
tercio restante a Rusia y Bielorrusia. En cuanto al petróleo,
Lituania ya había conseguido la independencia de Rusia en los
noventa, y del gas en 2014. Desde hace años, y conforme a las
directrices de Bruselas, la república báltica está dedicando todos
los medios para desvincularse totalmente de Moscú en el campo
eléctrico para 2025.
Pero
mientras una planta nuclear muere (Ignalina), otra nace. Desde hace
unos seis años, el Gobierno ruso (vía la empresa pública Rosatom)
mueve ficha en una casilla del continente aún estratégica:
Bielorrusia. En Astravets, a apenas 20 kilómetros de la frontera con
Lituania, Minsk ha empezado a levantar una central nuclear con
financiación rusa -las autoridades lituanas lo cifran en 11.000
millones de dólares (9.700 millones de euros)- poniendo en jaque a
Lituania, que al fin y al cabo “es territorio comunitario”,
insisten fuentes del Gobierno en Vilnius. “[La construcción de
Astravets] es un claro ejemplo de guerra híbrida”, insistía en
marzo el ministro Vaiciunas, comparando la situación con la del Este
de Ucrania en 2014, que se materializó en la anexión de la
península de Crimea por parte de Rusia.
Darius
Degutis, asesor de energía nuclear en el Ministerio de Exteriores
lituano, enumera la gravedad de la puesta en marcha de la planta de
Astravets, como que no hay un estudio de impacto medioambiental, que
se trata de una zona con riesgo de actividad sísmica y que hay 1,3
millones de personas que habitan dentro del perímetro de seguridad
de 100 kilómetros. “Es la primera central nuclear que se construye
tan cerca de una ciudad después del desastre de Fukushima en 2011”,
ilustra. Además, la cubierta de los reactores no es lo
suficientemente resistentes a ataques. La lista de violaciones de
convenciones internacionales en materia de energía atómica es
larga. “Ellos primero nos lo ocultaron, después lo negaron y ahora
nos intentan manipular”, asegura Degutis visiblemente preocupado.
La alarma que genera la construcción de Astravets ha interrumpido la tranquila rutina de Zenobija Mikelevic, de 50 años, y su esposo, Antanas Mikelevicius, ingeniero hidráulico de 57. Viven en una casita de madera en Buivydziai, una localidad de 200 habitantes situada en medio de un bosque de pinos a un kilómetro de la frontera con Bielorrusia. Desde allí se ven las chimeneas con forma de diábolo de Astravets si el día en claro. Su jardín se encuentra en el bosque por donde pasa el río Neris, el mismo que a 42 kilómetros partirá Vilnius por la mitad. Y el mismo en el que la planta nuclear de Astravets vertirá los residuos tóxicos cuando encienda sus máquinas previsiblemente en 2020.
“Toda
la UE nos apoya y considera que esto representa una amenaza a nuestra
seguridad nacional. [Su construcción] no está en línea con las
convenciones internacionales claves, sobre todo en materia
medioambiental”, explica el ministro. “Hasta el momento el agua
está bien. No hay problema”, explica Mikelevicius desde una cabaña
donde el Gobierno ha instalado un sistema de alerta y comunicación
por si este experto, que analiza el agua dos veces al día, observa
anomalías en el medio ambiente. “Nos estamos preparando”,
cierra.
La
inquietud que despierta la amenaza nuclear no decae. Mirando hacia el
futuro, por el caso de la nueva central bielorrusa. Mirando atrás,
por el de la vieja central lituana, cuyos reactores están
considerados por la UE más peligrosos que el que estalló en
Chernóbil (Ucrania) en 1986. “Hasta ahora se han desmantelado las
turbinas y el sistema eléctrico”, explica Kamienas. El director de
la planta reconoce que lo más importante está aún por llegar:
precisamente, esos dos reactores.
El
metal que hay en Ignalina equivale a unas 16 torres Eiffel, de las
cuales 14,5 estarían completamente contaminadas. El trabajo es
mayúsculo, pero para ello, la UE financia el 85 % de la destrucción
de la planta nuclear y el resto lo paga la república báltica.
“Creemos que es un acuerdo justo”, sostiene el director quien,
pese a que estipula el coste total en 3.400 millones de euros,
asegura que faltan unos 1.331 millones más hasta 2027. Por eso
revenden el metal descontaminado y los dos millones anuales que sacan
de beneficio lo reinvierten en seguir desmontando el gigante nuclear.
El
último reducto soviético en territorio comunitario agoniza.
Alexander Jegorov, ingeniero físico nuclear de 60 años, lleva toda
su vida controlando la radiactividad de las turbinas de Ignalina.
Pero los botones y las pantallas que tapizan la sala de control
ovalada ya no parpadean. Duermen. Alexander resume a regañadientes
cómo se siente: “Triste”.
A
las 15.00 es el cambio de turno en la moribunda planta. Los 1.500
trabajadores que han quedado para desmontarla dejan los zapatos, el
casco y el doble uniforme blanco en el vestuario que cuida con mimo y
dedicación la rusa Grazhina, de unos 50 años, para vestirse y pasar
por la infinidad de controles que aseguran que nada ni nadie sale de
ahí con radiactividad. Poco a poco se reúnen en el patio, bajo unas
marquesinas de otra época donde esperan mientras fuman a que seis
autobuses los devuelvan a sus casas, en el pueblo de Visaginas, a 10
kilómetros. “¡Antes venían 69 autobuses!”, sostiene la
simpática Ina Dauksiene, que lleva 25 años realizando visitas por
la central a un precio actual de 57,92 euros.
Ignalina
se apaga y Visaginas se vacía. Tomas Liukaitis, director de recursos
humanos, asegura que hay un “serio problema” de envejecimiento de
los ingenieros y que la empresa intenta “retenerlos el mayor tiempo
posible” a base de subsidios y otros beneficios laborales. Aún
así, los directivos han identificado que entre 200 y 300 operarios
se querrían marchar. “El problema es que no tenemos demanda de
empleo y no sabemos cómo los ingenieros y físicos más mayores
pueden dar el relevo y traspasar el conocimiento [de una central
montada al estilo soviético] a gente más joven”, reconoce. La
edad media en Ignalina es de 52 años y el desmantelamiento de toda
la planta “ha afectado psicológicamente” a muchos trabajadores,
continúa.
Visaginas,
sembrada de bloques de cemento, está sufriendo también la muerte
lenta de la planta nuclear. En los años noventa, unas 33.000
personas ocupaban los bloques grises uno igual que el siguiente tan
característicos del lado oriental del Telón de Acero. Con el cambio
de siglo, la población de esta localidad bajó a 29.000. Y en 2016,
último año disponible en el registro oficial, solo 19.000 personas
habitaban esta inhóspita ciudad fronteriza con Letonia, al norte, y
Bielorrusia, al este.
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Fuentes:
Belén Domínguez Cebrián, La sombra de Chernóbil resurge en el Este, 6 mayo 2019, El País. Consultado 7 mayo 2019.
La muerte lenta de Ignalina, 6 mayo 2019, El País. Consultado 7 mayo 2019.
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