Indignado por la
degradación de las montañas y glaciares en Huaraz, Saúl Luciano
Lliuya decidió llevar la pelea directamente a una empresa alemana de
servicios eléctricos a la que acusó de causar el 0,5 por ciento de
las emisiones globales. ¿Servirá su denuncia para combatir el
calentamiento global?
por Brooke Jarvis
En las montañas,
muy por encima de la ciudad de ladrillos rojos y detrás de un portón
cerrado, hay un gran valle verde. Las cascadas bañan sus muros de
piedra y las flores adornan el suelo; vacas y caballos pastan. A diez
kilómetros del portón, el valle termina de manera abrupta frente a
una enorme pared de roca y hielo. Ahí hay un espejo de agua
tranquila, turquesa y de tonalidad lechosa: es la laguna Palcacocha.
Aunque muy pocos de sus residentes la han visto, la ciudad le teme.
El 13 de
diciembre de 1941 un fragmento de hielo se desprendió de un glaciar
y cayó en Palcacocha, lo que creó una ola inmensa cuya agua rebasó
un dique natural e inundó Huaraz, capital provincial en los Andes
peruanos que está a unos 22 kilómetros. Una tercera parte de la
ciudad quedó destruida y murieron al menos 1800 personas. El
gobierno reforzó la presa natural e instaló tubería de drenaje en
el nivel bajo de la laguna. En ese tiempo, la población de Huaraz
creció de 20.000 a 130.000 habitantes. Había sustos ocasionales -en
2003, una roca se deslizó a la laguna y un poco de agua sobrepasó
el borde- pero para muchas personas en Huaraz el peligro empezó a
parecer algo lejano. Eso pensaban hasta que quedó claro que la
laguna estaba creciendo.
En 2009 los
glaciólogos encontraron que, como parte del deshielo generalizado de
los Andes, en apenas un par de décadas la cantidad de agua en
Palcacocha había aumentado en 3400 por ciento. Lo más preocupante
era que el deshielo asociado con el cambio climático estaba
desestabilizando los glaciares ubicados cuesta arriba del cuerpo de
agua, lo que aumentaba la probabilidad de avalanchas. El gobierno
regional declaró un estado de emergencia y empezó a apostar
guardianes para que vigilaran la laguna día y noche.
Los tres
guardianes de la laguna viven encima de Palcacocha, en una casita de
piedra con techo de latón. La construyeron a mano con rocas de las
inmediaciones y al estar situada a 4566 metros sobre el nivel del mar
el aire es ligero y el frío suele ser brutal hasta en verano. No hay
calor más allá del fogón de la cocina y muy pocos implementos:
impermeables, frazadas tibias, linternas para el trabajo nocturno y
zapatos de nieve para el invierno.
Los guardianes
revisan una gran regla que atraviesa la superficie de la laguna para
reportar el estatus de los niveles de agua cada dos horas, de día y
de noche. En un frío día de verano, en febrero, vi a Víctor
Morales, uno de los guardianes, y lo seguí hasta la casa. Se
escuchaba el rugido del hielo que caía desde las paredes alrededor
de la laguna. Al ver mi sobresalto cuando otra cascada distante de
blanco cayó al vacío, Morales se rio y dijo: “¡Chica! Nomás una
avalancha chica”. Agregó que la anotaría en su siguiente reporte
como “mínima”, mucho menor que el desprendimiento que dos
semanas antes levantó olas de tres metros y medio en la plácida
laguna. Morales describió ese desprendimiento como “regularcito”.
Si hubiera una
avalancha más significativa, algo que los investigadores
calificarían como un riesgo considerable, la inundación resultante
bajaría por el valle, arrasando las casas y las granjas hasta llegar
a Huaraz. Según las mejores estimaciones disponibles, aun sin un
colapso del dique morrénico (una pared de roca que funciona como
represa natural de la laguna), lo cual se considera muy poco
probable, una gran avalancha inundaría 154 manzanas de la ciudad y
causaría más de 6000 muertes. El gobierno regional ha contemplado
varias soluciones: disminuir el nivel de la laguna por entre 18 y 30
metros más; crear un sistema de alerta temprana más avanzado con
sensores y sirenas; tapizar la ciudad con mapas de evacuación.
“Queremos que haya un mapa en los cuadernos de todos los
escolares”, dijo César Portocarrero Rodríguez, ingeniero y
glaciólogo de Huaraz.
Uno de los
primeros vecindarios que se inundarían es Nueva Florida, repleto de
casas de adobe y ladrillo que lindan con el arroyo del cañón. Ahí
vive Saúl Luciano Lliuya, un campesino de 39 años y voz suave que
tiene dos hijos y trabaja como guía de montaña en la temporada
turística.
Lliuya vive
frente a la casa de los padres de Morales, el vigilante, y sus
familias se conocen desde hace años. Muchas personas en Huaraz, me
dijo Lliuya, no aprecian realmente los sacrificios que los guardianes
hacen en su trabajo, en parte porque no tienen conciencia real de los
peligros de la desglaciación. Durante años, con cada escalada,
Lliuya ha visto que las lagunas crecen, las avalanchas se incrementan
y el hielo retrocede. Ha visto a los campesinos empezar a discutir a
causa de la escasez de agua limpia. Le queda claro que la pérdida de
hielo significa un futuro más incierto de muchas maneras. “En todo
sentido, yo dependo de la montaña”, me dijo. “Lo es todo”.
Hace cinco años,
Lliuya estaba conversando con un amigo sobre los muchos cambios y
costos del cambio climático en los Andes, cuyos residentes, en
comparación con el estándar global, han contribuido muy poco al
problema. “Nos preguntamos si podíamos encontrar a los
responsables”, dijo, y de algún modo persuadirlos para que cambien
su comportamiento. Quería, fervientemente, encontrar un modo de
detener que el hielo siguiera derritiéndose.
Los amigos de
Lliuya le presentaron a un contacto de una organización no
gubernamental llamada Germanwatch, ubicada en Bonn, que trabaja para
promover la igualdad entre los países más y menos desarrollados.
Con apoyo del grupo, Lliuya, quien jamás había salido de su país,
viajó 10.500 kilómetros en 2015 para presentar una demanda contra
RWE, la empresa de energía más grande de Alemania. La demanda
argumentaba que la compañía, aunque no opera en Perú, había
contribuido al 0,5 por ciento de las emisiones que causan el cambio
climático global y que por eso debería hacerse responsable por la
mitad del 1 por ciento del costo para contener aquella laguna cuyo
desborde podría destruir la casa de Lliuya. Su reclamo ingresó a
las cortes en la forma de una demanda por $19.000 dólares.
“No había
grandes esperanzas”, dijo Lliuya. Ni de que una demanda tendría un
efecto real sobre el rápido derretimiento de los glaciales ni de que
prosperaría el caso para demostrar que el infortunio de Huaraz era
culpa de una compañía del otro lado del océano. Pero no sabía qué
más hacer y sintió que debía hacer algo.
Hace mucho que
los sistemas legales batallan para encontrar el mejor modo de
responder al daño que los individuos sufren a manos de otros. ¿Quién
califica como víctima y qué cuenta como fechoría? ¿Cómo puede
rastrearse y medirse el daño? Si el daño no puede deshacerse, ¿cómo
puede resarcirse? Hace casi cuatro mil años, el Código de Hammurabi
decretaba restituciones para decenas de situaciones. Si, por ejemplo,
alguien no le daba mantenimiento a su represa y esta fallaba e
inundaba los campos del vecino, el dueño negligente de la presa
debía “reintegrar al vecino” un monto de dinero y remplazar el
maíz arruinado.
En la era
moderna, los países con derecho consuetudinario, como Estados
Unidos, han recurrido a los tribunales para desentrañar las
complejidades de los daños, las posibles causas y las
compensaciones. A diferencia del derecho positivo, el derecho
consuetudinario aplica en situaciones para las que no existen guías
legislativas y las cortes responden a los casos conforme suceden,
apoyándose y contribuyendo a siglos de decisiones e interpretaciones
de la idea básica legal de que los individuos tienen derechos
inquebrantables.
Para demandar,
los querellantes en casos de daños deben demostrar que tienen
suficiente conexión con un daño específico; que los acusados
tenían una obligación de cuidado y la rompieron; que el daño había
sido particular al querellante y que la acción del acusado fue causa
directa de dicho daño, así como que ellos, los querellantes,
sufrieron un daño o agravio real incluyendo, tal vez, uno a futuro.
Las cortes
estatales estadounidenses, en particular, tienen un historial de
ofrecer soluciones a reclamos complejos y cambiantes. Los pacientes
de mesotelioma -un tipo de tumor canceroso- y sus familias buscan con
frecuencia un desagravio monetario aunque no se pueda determinar con
precisión qué producto fue la fuente de la exposición prolongada
al asbesto que contribuyó al cáncer. Las empresas petroleras han
pagado cientos de millones de dólares desde inicios de la década de
2000 a gobiernos estatales y locales en Estados Unidos por haber
usado un aditivo que fue empleado para cumplir con las regulaciones
ambientales pero que contaminaba las aguas subterráneas (un hecho
que las empresas no divulgaron).
A partir de los
años noventa, las cortes empezaron a encontrar responsables a las
empresas tabacaleras por los efectos a la salud del consumo de
cigarrillos, aunque los fumadores usaban sus productos
voluntariamente y aunque las primeras 800 demandas contra las
empresas fracasaron. En años recientes, más de mil demandas han
buscado que las empresas farmacéuticas paguen los costos de la
crisis de la adicción a los opioides, entre los que se incluyen las
visitas hospitalarias al igual que los sistemas de acogida de menores
y las morgues colapsadas por las muertes ocasionadas por esas drogas.
Ahora una nueva
ola de demandas intenta que las compañías de combustibles fósiles
paguen por los costos del cambio climático. Desde 2017, ocho
ciudades de Estados Unidos -entre ellas Nueva York y San Francisco-,
seis condados, un estado y la asociación de pescadores más grande
de la Costa Oeste, han demandado a un grupo de corporaciones -Exxon
Mobil, Royal Dutch Shell, BP, Chevron, Peabody Energy, entre otras-
por vender productos que causaron daño al mundo y por engañar al
público sobre el daño que sabían que esos productos provocarían.
Las demandas exigen compensación por distintos gastos: en California
por los muros marinos e infraestructura para lidiar con las mareas
crecientes; en Colorado por los costos de combatir los incendios
forestales, las inundaciones, las plagas de escarabajos de pinos,
pérdidas agrícolas y olas de calor.
Ann Carlson,
codirectora del Instituto Emmet sobre el Cambio Climático y el
Medioambiente, parte de la facultad de Derecho de la Universidad de
California campus Los Ángeles (UCLA), comentó que las demandas que
vinculan a las empresas de combustibles fósiles a los impactos
climáticos de sus productos podrían sentar precedentes legales. “Si
uno de estos casos prospera, incluso si todos los demás son
desestimados, eso ya es algo importante. Por eso las empresas van a
pelear con uñas y dientes”, dijo Carlson.
Pero mientras la
demanda de Lliuya fue aceptada por un una corte de apelaciones
regionales en Alemania a fines de 2017 y está en la fase de averiguaciones e instrucción -cuando cada parte se prepara para la
presentación de todas las pruebas en un tribunal-, ninguna de las
demandas recientes en Estados Unidos ha pasado de la consideración
preliminar y mucho menos ha llegado a juicio.
Todavía estamos
descubriendo los peligros que surgirán de las alteraciones a nuestra
atmósfera. Algunos cambios, como el calentamiento de las aguas
oceánicas -con lo cual ocupan más espacio y avanzan sobre las
ciudades-, tienen causas directas y calculables. Otras, como los
poderosos ciclones tropicales o las lluvias intensas que producen
inundaciones, son consecuencia más indirecta de los modos en que los
humanos afectan el clima. El mayor desafío para adjudicar
responsabilidad por estos daños es comprobar la atribución: de
daños específicos o de desastres al cambio climático, del cambio
climático a ciertas emisiones, de dichas emisiones a aquellos
responsables por ellas.
Los científicos
han hecho mejoras para cuantificar los vínculos entre las emisiones
y los impactos. Cuando los vínculos son indirectos, calculan lo que
en epidemiología se conoce como la “fracción de riesgo
atribuible”: cuán probable es que un evento extremo ocurra debido
a un clima alterado. Los denunciantes también argumentan que no
necesitan probar que ciertos desastres en específico fueron causados
directamente por el cambio climático, porque esas alteraciones hacen
más probables los desastres futuros y ahora los gobiernos deben
tomar medidas costosas para adaptarse. También sabemos más sobre
los modos en que las compañías de combustibles fósiles informaron
mal al público acerca de los riesgos asociados a sus productos y
también sabemos más sobre las verdaderas emisiones de las empresas.
Hace ocho años,
el profesor de Derecho en Yale Douglas A. Kysar me comentó que el
cambio climático era un ejemplo paradigmático de un caso imposible
de argumentar como agravio. Ahora dice: “Lo que veo son reclamos
bien interpuestos que superarían las peticiones de sobreseimiento y
deberían proceder a la fase de averiguaciones”.
Para actuar
legalmente contra compañías específicas, las nuevas demandas han
recurrido a los datos recolectados por Richard Heede, director del
Climate Accountability Institute en Colorado, quien ha pasado buena
parte de los últimos dieciséis años investigando entre archivos
para encontrar reportes sobre cuánto extrajeron las compañías que
usaron combustibles fósiles en sus largas trayectorias. Después
estimó cuánto de ese combustible fósil se usó para la operación
de cada compañía, cuánto se desvió a cosas como asfalto o
producción petroquímica y cuánto fue emitido a la atmósfera. El
trabajo es tedioso e involucra cientos de miles de datos y un sótano
lleno de reportes polvorientos, pero Heede destacó lo necesario del
esfuerzo “para poder hablar en serio con las empresas petroleras y
de gas”.
Su trabajo revela
que, si se incluye todo el carbón que se extrajo y fue suministrado,
solo noventa empresas son responsables por dos tercios de todos los
gases de efecto invernadero emitidos entre 1751 y 2016. Más de la
mitad de dichas emisiones han ocurrido tan solo desde 1988.
Estos datos
respaldan muchas de las nuevas demandas en Estados Unidos, así como
la de Saúl Luciano Lliuya sobre la responsabilidad de RWE respecto a
las emisiones climáticas. Los demandantes creen que pueden demostrar
culpabilidad a un nivel que cumpla con el estándar requerido para la
demanda por daños al combinar los estimados de Heede con
revelaciones recientes de que varias petroleras sabían de los
peligros climáticos de los combustibles fósiles desde los años
sesenta, pero que trabajaron activamente para socavar la confianza
del público en la ciencia del cambio climático.
“Ansío
presentar a Heede como testigo en la corte”, dijo Roda Verheyen, la
abogada que representa al peruano Lliuya. “Solo porque se trata de
un asunto complejo no significa que no pueda comprobarse la
responsabilidad”.
El término
técnico para el desastre que amenaza a Huaraz es aluvión por
desborde violento de una laguna glaciar, o GLOF por su sigla en
inglés, una situación relativamente desconocida en medio del vasto
abanico de impactos climáticos que incluye las sequías que inducen a la hambruna, la acidificación y desoxigenación de los océanos y
la inundación de ciudades cercanas a la costa. En la región de la
Cordillera Blanca en la que se encuentra Huaraz, cientos de
kilómetros cuadrados de glaciares se han derretido en décadas recientes, con al menos cien nuevas lagunas y más riesgo de
inundación en los existentes. Pero los GLOF no son solo una
preocupación creciente en esa zona, sino también en los Alpes y la
cordillera de los Himalaya.
Conforme el caso
de Lliuya avanza en el sistema de las cortes alemanas, expertos
designados por el tribunal investigan sus reclamos contra RWE.
Primero, hidrólogos y otros científicos investigarán cuánto
peligro enfrenta la casa en Nueva Florida. Si confirman que el
peligro existe, la corte considerará cuánta de la responsabilidad
le corresponde a RWE, si es que le corresponde responsabilidad. La
compañía, por su parte, ha objetado la premisa central del caso.
“Simplemente no está permitido tomar a uno de un millón y decir:
‘Eres culpable, yo te echo la culpa’”, dijo Guido Steffen, un
vocero de RWE. Agregó que si estas demandas se permiten, una persona
podría ser demandada por viajar en un avión o por conducir un auto.
“Significaría la guerra de todos contra todos”, afirmó.
Las empresas
demandadas en Estados Unidos también han presentado defensas
similares a la de la RWE: el cambio climático simplemente es
demasiado vasto para que las cortes puedan responder de manera
adecuada en reacción a los daños que causa. Hay muchos
contribuyentes, demasiadas cadenas enredadas que vinculan a los
emisores con los daños, demasiados beneficios que deben evaluarse
contra demasiados costos y demasiadas consecuencias de política
nacional e internacional si las exigencias de indemnización se
cumplen.
Estos argumentos
han ayudado a persuadir a los jueces en otros lugares de desestimar
las demandas climáticas antes de que avancen a la fase de
averiguación documental o al testimonio de expertos. “Los peligros
presentados en las querellas son muy reales”, escribió el juez
estadounidense William Alsup cuando desestimó las demandas contra
cinco petroleras en Oakland y San Francisco, California, en 2018.
“Pero dichos peligros son globales. Sus causas son globales. Los
beneficios de usar los combustibles fósiles son globales. El
problema merece una solución a una escala mayor de la que puede
ofrecer un juez de distrito o un jurado en un caso de perjuicio
público”. La vastedad del problema del clima ha sido una ventaja
para los demandados.
Para los
demandantes en la nueva ola de casos, dichas defensas representan un
malentendido fundamental no solo de sus demandas, sino también de lo
que la ley es capaz de manejar. En Estados Unidos, San Francisco,
Nueva York y Oakland están apelando el sobreseimiento federal de sus
casos, y ambas partes continúan batallando sobre la jurisdicción a
la que corresponden las demandas. En un informe de apoyo en el caso
de Nueva York, ocho estados y el Distrito de Columbia argumentaron
que el rechazo a admitir la demanda en una corte estatal
estadounidense “llevaría a la conclusión extraordinaria de que
ninguna ley aplica a los daños ambientales causados por las
actividades supuestamente agraviantes de los acusados”.
Hasta que los
tribunales sean persuadidos para avanzar más casos similares al de
Lluiya en Estados Unidos, para que pasen a la fase de presentación
de evidencia o la etapa de audiencias, tendrán que encontrar
respuestas satisfactorias para una larga lista de preguntas
difíciles. ¿Dónde en la cadena de causalidad –desde la
extracción del carbón hasta la generación de electricidad, por
ejemplo– recae la responsabilidad? ¿Cómo asignamos un valor
monetario al grado de responsabilidad? ¿Cómo deberían considerarse
otros contribuyentes al cambio climático, desde la deforestación al
crecimiento demográfico?
Las compañías
saben que les conviene complicar el tema de la culpabilidad. Podrían
teóricamente buscar nombrar a otros coacusados -la industria
automotriz, tal vez, o las refinerías químicas o los fabricantes de
cemento- para argumentar que deberían compartir la culpa. Eso hizo
Chevron en los casos presentados en cortes californianas: presentó
un reclamo de terceros para incluir a Equinor, la empresa petrolera
estatal noruega. Cuando Nueva York demandó a BP y a otras
petroleras, estas respondieron que como la ciudad usaba productos
derivados del petróleo en sus patrullas de policía y camiones de
basura, no debería demandar porque “no tenía las manos limpias”.
Si todos son culpables, dice el argumento, nadie puede ser
responsable.
Excepto que si
“las empresas están argumentando que de manera individual son
demasiado pequeñas para ser responsables legales, sería absurdo
pensar también que un ser humano individual es suficientemente
responsable para llevarlo a la corte”, como ya sucede, recalcó
Michael Burger, director ejecutivo del Centro Sabin de Derecho para
Cambio Climático de la Universidad de Columbia.
Quienes promueven
las demandas contra las empresas de combustibles fósiles han
estudiado con cuidado los casos contra las tabacaleras, que
argumentaron por mucho tiempo que la responsabilidad recaía en
quienes consumían los productos y no en ellas por fabricarlos. Pero
la situación cambió cuando comenzó a comprobarse que muchos
fabricantes tabacaleros sabían desde hace tiempo los daños
ocasionados por sus productos, pero no los divulgaban.
Las empresas
energéticas argumentan, a diferencia de las del tabaco, que la
existencia de la economía de combustibles fósiles le ha
proporcionado ventajas considerables a la sociedad. Si hubiéramos
entendido antes los peligros del cambio climático ¿habríamos
dejado de conducir autos o de usar electricidad de fuentes
contaminantes? Lo más seguro es que no, al menos no a nivel
individual. Así que quienes quieren demandar a estas compañías
ofrecen una narrativa distinta: que las empresas activamente
impidieron el desarrollo de fuentes alternas de energía y que se
regularan las fuentes energéticas con mucho uso de carbono, con lo
que mantuvieron de manera política y económica un sistema
contaminante.
“Es incorrecto
decir que existe una fuerte demanda pública de combustibles
fósiles”, dijo Vic Sher, abogado para los casos por daños locales
en Estados Unidos. “Lo que tenemos es un deseo de energía”.
Algunos
observadores imaginan un futuro en el que las empresas de
combustibles fósiles apoyan gracias a las demandas en su contra que
haya regulación al carbono, si es que eso incluye una provisión que
los protege de un laberinto de imputabilidad. Otros apuntan a la
restitución, un remedio legal que se asocial al fraude bursátil que
llama a entregar las ganancias obtenidas con actos ilícitos.
O el derecho
podría llegar a ver las cosas de manera tan simple como hace Lliuya.
“Han contaminado y ahora hay consecuencias”, comentó. “Tienen
que ser responsables”.
Fuente:
Brooke Jarvis, El peruano que demandó por los efectos del cambio climático en su comunidad, 16/04/19, The New York Times.
No hay comentarios:
Publicar un comentario