Juan Manuel Blanes, "Ocupación militar del Río Negro en la expedición al mando del General Julio A. Roca", 1879 Óleo sobre tela Buenos Aires, 1889. |
La Constitución
del Estado Argentino y la anulación de la diversidad / Matanza de
los miembros del grupo, lesión grave a su integridad física o
mental, sometimiento a condiciones de existencia que acarreen su
destrucción física, medidas destinadas a impedir nacimientos,
traslado de niños por la fuerza. Cualquiera de estas acciones
cometida con la intención de eliminar total o parcialmente a un
grupo nacional, étnico, racial o religioso constituye lo que la ONU
definió en 1948 como genocidio. Todas fueron perpetradas contra las
poblaciones originarias y negadas por un relato que hegemonizó
durante más de un siglo la interpretación del paso del país a la
modernidad. Aquí, un análisis minucioso de los archivos, los
registros documentales y de la historia oral que dan cuenta de estos
actos criminales, con la mirada puesta en la urgencia de su
reconocimiento o, lo que es lo mismo, en el fin de su continuidad.
por Diana Lenton
Todos hemos
escuchado o leído alguna vez, en las aulas o en los medios, que el
Estado argentino se consolidó y comenzó a ser “civilizado” a
fines del siglo XIX, una vez derribadas las fronteras interiores, es
decir, una vez “resuelto” el llamado “problema indígena”.
Ese “problema” consistía en la persistencia de sociedades
culturalmente diversas y con relativa autonomía en territorios que
el Estado, aunque no controlaba, comenzaba a considerar como propios
(1). Este relato, que hegemonizó durante más de un siglo la
interpretación del paso del país a la modernidad, inclusive
atravesando diferentes posiciones ideológicas y partidarias, no sólo
no da cuenta del genocidio producido contra los pueblos indígenas,
sino que contribuye a la repetición y continuidad de las acciones y
relaciones genocidas, en lo que se denomina la realización simbólica
del genocidio (2).
La
caracterización del genocidio requiere ajustarse a una definición
técnica, que es provista en 1948 por la Convención para la
Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio de la ONU. Esta
definición, construida a partir de la experiencia del genocidio
perpetrado por los nazis, y anteriormente por el Imperio otomano
contra los armenios, abarca “cualquiera de los actos mencionados a
continuación, perpetrados con la intención de destruir, total o
parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso como
tal: a) Matanza de miembros del grupo; b) Lesión grave a la
integridad física o mental de los miembros del grupo; c)
Sometimiento intencional del grupo a condiciones de existencia que
hayan de acarrear su destrucción física, total o parcial; d)
Medidas destinadas a impedir nacimientos en el seno del grupo; e)
Traslado por la fuerza de niños del grupo a otro grupo” (3).
Las distintas
modalidades descritas en esta definición nos ayudarán a organizar
la diversidad de acciones que se han informado como parte de la
violencia contra los pueblos originarios, y que quedaron registradas
en distintos archivos y repositorios documentales, así como en la
historia oral, que persiste hasta hoy en la memoria de las víctimas
o sus descendientes.
Matanza de
miembros del grupo
Si bien la
violencia del Estado contra los pueblos originarios y la voluntad
centralista de anulación de la diversidad no empiezan ni finalizan
con ellas, las llamadas “Campañas del Desierto” (Pampa y
Patagonia, 1878-1884, y en menor medida Chaco, 1884-1950) quedaron en
la memoria popular como el epítome de la acción de “conquista”
de los territorios “salvajes”. La acción de propaganda fue muy
intensa en los mismos momentos en que se producían, en especial
porque dichas campañas contribuyeron en gran medida a forjar la
carrera política de muchos de los “próceres” de la llamada
Generación del 80, y en particular la de Julio A. Roca. Sin embargo,
la avalancha publicitaria de las campañas no debe confundirnos en
cuanto a ignorar la existencia de voces disidentes. Más aún, puede
decirse que, lejos de tratarse de una confrontación actual,
anacrónica y descontextualizada, la crítica en esos mismos momentos
de numerosos sectores de la prensa, de la Iglesia, de la oposición
política e inclusive del oficialismo a las formas -más que a los
fines- en que se realizaron las campañas fue lo suficientemente
potente como para obligar al roquismo y sus continuadores a una
permanente empresa de propaganda y legitimación de sus acciones, y
de glorificación de sus protagonistas.
Entre las medidas
tendientes a la glorificación se encuentra la equiparación de las
acciones contra los indígenas con las gestas libertadoras de la
nación (4). Dicha paridad se expresó tanto en discursos oficiales
como en obras de arte destinadas a consolidar la épica de la
conquista para la posteridad. Un ejemplo es el conocido cuadro
“Ocupación militar del Río Negro en la expedición al mando del
General Julio A. Roca”, pintado en 1889 por el artista uruguayo
Juan Manuel Blanes, por encargo del Poder Ejecutivo Nacional. La
pintura, reproducida en cientos de libros de texto y hasta en uno de
los billetes de mayor circulación, no es documental y no refiere a
un momento de la campaña que haya ocurrido en realidad, sino que
responde al objetivo de representar una galería de jefes militares
valientes y dignos, despegados de la masa de soldados, suboficiales y
civiles acompañantes, que aparecen en un lugar claramente
subordinado en el registro.
Al mismo objetivo
responde la serie de monumentos a Julio A. Roca que se extienden por
todas las provincias, en su mayoría generados en la década de 1930.
Aunque son obra de diferentes artistas, en todos los casos
representan a un militar a caballo, en sintonía con los monumentos
levantados en honor a los principales próceres de la Independencia.
En dirección
contraria, los críticos de la campaña -ya se trate del senador
Domingo F. Sarmiento al momento de producirse, o de revisionistas
como José María Rosa, más de medio siglo después- señalaron como
un demérito de la misma que se trató de “un paseo militar”, al
decir del primero, esto es, que la llamada “guerra al malón”
ocultaría fraudulentamente la real escasez de “batallas” y de
acciones de arrojo en territorio indígena.
Sin caer en la
banalización de la violencia, algo de razón tienen estos últimos.
La serie de campañas que lograron incorporar la Pampa y la Patagonia
documentan muy pocos encuentros que pudieran denominarse “batallas”;
y, cuando los hay, los partes oficiales refieren pocos contendientes,
especialmente del lado indígena. Las listas de soldados fallecidos
que se utilizaron para el cálculo de los premios en tierras (5)
refieren a una mayoría de muertes por ahogamiento durante el cruce
de los ríos, por accidentes de todo tipo y enfermedad, así como por
deserciones, en mayor medida que como consecuencia de acciones de
guerra.
Las pistas que
nos permitan comprender las características de la acción militar
genocida deben buscarse, entonces, por fuera de los discursos
hegemónicos.
Los gxam o
ngütram -género narrativo mapuche identificado con la historia-
conservados en la memoria de los ancianos describen entraderas
sorpresivas sobre las viviendas familiares que incluyen incendios y
degüello de adultos, niños y animales domésticos, así como
angustiosas huidas por tierras hostiles y áridas para evitar la
confrontación con las fuerzas militares distribuidas en forma de
pinzas en torno a poblaciones que claramente no conformaban ejércitos
que pudieran ofrecer una resistencia eficaz (6).
Entre la
documentación escrita, los registros de prensa sobre la llamada
“matanza de Pozo del Cuadril” son un ejemplo ilustrativo. En
noviembre de 1878, en los inicios de las campañas, un grupo de
familias ranqueles se aproximó a la ciudad de Villa Mercedes, en San
Luis, con la que tenía antiguos vínculos sociales y económicos,
para cobrar las raciones prometidas de un tratado de paz firmado
apenas tres meses antes con el gobierno federal. Estas raciones eran
la compensación ofrecida por el Estado a cambio de la reducción de
los espacios de cacería, pastoreo y/o siembra de las tribus. Sin
embargo, el teniente Rudecindo Roca, a cargo de esa sección de la
frontera, los atacó a traición, tomando numerosos prisioneros. De
ellos, las mujeres y niños fueron enviados a Tucumán como mano de
obra forzada, y los sesenta varones fueron fusilados en un corral.
Este hecho fue debatido y denunciado en la prensa de la época,
mereciendo espacio en los diarios El pueblo Libre de Córdoba y La
Nación de Buenos Aires, cuyos editorialistas no dudaron en
calificarlo, ya en ese momento, de “crimen de lesa humanidad”
(7).
El comandante
Manuel Prado, en sus memorias (8), describe el ataque a las
“tolderías” de Nahuel Payún y relata lo que reconoce como la
mecánica usual de la campaña: la entrada sorpresiva en las
viviendas, de madrugada, cuando sólo se encuentra la “chusma”,
es decir, mujeres, niños y ancianos, la destrucción total de la
aldea y el arreo de los prisioneros, retenidos como “anzuelo”
para lograr la rendición de los guerreros (9).
También el parte
del subjefe de brigada Miguel E. Vidal a su superior Conrado
Villegas, el 27 de marzo de 1881, expresa: “A las dos de la mañana
recibí orden del Gefe de la Brigada coronel Lorenzo Wintter, de
[...] buscar el paraje Quemequemetreo donde debía existir la
toldería del capitanejo Movfinqueo [...] en este orden ataqué las
tolderías haciéndoles una persecución a los que huían [...] donde
hice alto por serme imposible continuar más adelante por el mal
estado de la caballada [...] habiendo dado por resultado la toma de
veinte y ocho de chusma, diez y siete muertos, trescientas y tantas
cabezas de ganado vacuno, quinientos y pico entre caballos y yeguas y
[...] mil trescientas ovejas, que quedaron en mi poder [...] la
toldería se había concluido” (10).
Lesión grave a
la integridad física o mental de los miembros del grupo
Si no podemos
hallar escenarios de enfrentamientos masivos que den cuenta del
exterminio de los originarios, tenemos en cambio documentación
suficiente de los traslados, caminatas forzadas, concentraciones en
estado de hacinamiento y lugares de trabajos forzados, donde muchos
encontraron la muerte.
Los prisioneros
eran sometidos a interminables travesías a pie, desde sus
asentamientos hasta las ciudades o campos donde se producía su
concentración y distribución. Así, niños, adultos o ancianos,
heridos, parturientas y -cada vez más- enfermos y hambrientos
luchaban por sobrevivir y por permanecer juntos, soportando la
violencia incontrolada de los sicarios del Estado y con la
incertidumbre de lo que esperaba al final del camino.
Los documentos
oficiales, bastante abundantes en lo que respecta a los lugares de
destino, son en cambio casi inexistentes en cuanto a las condiciones
en que se trasladaban los vencidos. Las largas caminatas constituyen
un tópico fundamental en las contadas de los mapuche-tehuelche,
condensando un dolor que no cesa con el paso de las generaciones.
Malvestitti y Delrio recogen varios testimonios en ese sentido:
“Decían cómo los ataban, cuando los arreaban, dice que arreaban
las personas, las que iban así embarazadas cuando iban teniendo
familia le iban a cortar el cogote del chico y la mujer que tenía
familia iban quedando tirao, los mataban. Venían en pata así a
tamango de cuero de guanaco, así decía mi abuela. Los llevaban al
lugar donde los mataron a todos, de distintos lados, los que se
escaparon llegaron para acá. Dios quiera que nunca permita eso de
vuelta...” (11).
En el norte del
país, los traslados se convirtieron también en un lugar de muerte y
desaparición. “Cuando fue sometido y prisionero junto con los
leales de él, fue conducido por la orilla del río Teuco hasta el
puerto de Bermejo. Luego fue embarcado en un buque de guerra a través
del Paraná, hacia un rumbo desconocido. El barco hizo su primer
anclaje en Santa Fe e hicieron bajar a unas cuantas familias, desde
ese momento ellos notaron la ausencia de Meguesoxochi. Los compañeros
que estaban atados de pie o mano se dieron cuenta de que no se
encontraba con ellos. Sospecharon que durante el trayecto fue matado”
(12).
Un aspecto
complementario de los traslados compulsivos es el de las huidas. En
esos “largos peregrinajes” de las familias o personas solas que
lograban escapar del Ejército, en general hacia los territorios más
allá de la frontera, se repitieron las circunstancias de
extrañamiento, hambre, enfermedad y muerte. Su recuerdo hoy
reactualiza la memoria de lo sufrido, creando a la vez sentidos de
comunidad entre personas cuyos antepasados “caminaron juntos” y
que han reconstituido comunidades lejos de sus lugares de origen, con
los sobrevivientes de antiguas comunidades desmembradas, en un mundo
ajeno.
María Huilinao
cuenta así lo que le contó su abuela: “Ella me contaba... una
noche se puso a charlar sobre cómo llegó acá, a su lugar de aquí
de Vuelta del Río. Y dice: ‘yo sufrí mucho, me dice, porque
disparamos, con la mamá, y otra hermanita que llevaba pero que se
pasó a morir por el camino, murió de hambre’ dice. Así que ellos
dicen que iban acampando tres meses, por ahí, hacían tres meses de
campamento. Y comiendo lo que llevaban, por ejemplo, trigo... hacían
ñaco. Y eso usaban para comer. Pero dice que echaban ñaco en el
jarro, le echaban un poquito de azúcar, y dicen que se tomaban medio
jarrito de agua. Y ese ñaco dice que lo dejaba en el jarro para
tomar más adelante cuando ellos salían marchando [...] Ahí
descansaban... se acampaban para un mes, dos meses... para acercarse,
y llegar... y estar más tranquilos [...] Si traían algo para comer
dice que un cachito de pan comían... sólo para darle el sabor al
paladar. Carne dice que no conocían. Pero la más pena grande que a
mí me dio fue cuando contaron que traían un perro, lo carnearon y
comieron. Esa es la tristeza más grande que hoy en día uno...”
(13).
Sometimiento
intencional del grupo a condiciones de existencia que hayan de
acarrear su destrucción física, total o parcial
Los indígenas
que sobrevivían a los ataques militares y a los traslados eran
concentrados en lugares delimitados. Estos lugares son recordados en
los relatos de sus descendientes, y también mencionados en otro tipo
de fuentes, generadas por misioneros, pobladores vecinos, viajeros,
además de infinidad de registros administrativos de la agencia
militar o civil. Entre los campos más conocidos se encuentran Martín
García (Buenos Aires), Valcheta y Chichinales (Río Negro), Rodeo
del Medio (Mendoza), por los cuales circularon o se quedaron miles de
personas, además de los espacios contiguos a los principales fuertes
y regimientos en la frontera -donde los caciques se “presentaban”
con su gente al rendirse- y en las principales ciudades (Río Cuarto,
Santa Fe, Buenos Aires).
En el norte del
país, los campos militares cedieron paso a partir del siglo XX a
otros centros de concentración y redistribución, como las misiones
franciscanas (Tacaaglé y Laishí en Formosa, y Nueva Pompeya en
Chaco) o protestantes (Misión Chaqueña, o Misión San Patricio y
Misión La Paz en Salta), y al ensayo de reducciones estatales que se
produjo entre 1911 y 1950 aproximadamente (Napalpí en Chaco;
Bartolomé de las Casas, Florentino Ameghino y Francisco Muñiz en
Formosa). En todos los casos, los indígenas eran redistribuidos
desde estos centros a pedido de los empresarios de la región para el
trabajo en ingenios, obrajes, cultivos y obra pública, y vigilados
por el Ejército; y también constituyeron emprendimientos económicos
en sí mismos, donde la mano de obra indígena sufrió condiciones
evidentes de sobreexplotación que con el tiempo incidieron, por
ejemplo, en los tristemente conocidos episodios de Napalpí (Chaco,
1924) y La Bomba (Formosa, 1947) (14).
El trato
dispensado a los prisioneros, y especialmente la separación de las
familias, fue objeto de escándalo desde el primer momento. En el
Congreso nacional, el senador Aristóbulo del Valle afirmaba en 1884:
“Hemos tomado familias de los indios salvajes, las hemos traído a
este centro de civilización, donde todos los derechos parece que
debieran encontrar garantías, y no hemos respetado en estas familias
ninguno de los derechos que pertenecen, no ya al hombre civilizado,
sino al ser humano: al hombre lo hemos esclavizado, a la mujer la
hemos prostituido; al niño lo hemos arrancado del seno de la madre,
al anciano lo hemos llevado a servir como esclavo a cualquier parte;
en una palabra, hemos desconocido y hemos violado todas las leyes que
gobiernan las acciones morales del hombre” (15).
Las “lesiones
físicas y mentales y el sometimiento a condiciones de destrucción”
son claramente identificables en los documentos que revelan la alta
tasa de mortandad y enfermedades sufridas, por ejemplo, por los
indígenas trasladados a Martín García. Las actas bautismales
expresan que la mayor cantidad de bautismos eran efectuados in
articulo mortis. El libro de defunciones de la parroquia indica que
fallecieron en la isla 234 indígenas en menos de cinco meses, la
mayor parte a causa de viruela. El médico de la isla advertía que
“Indudablemente venían ya impregnados o contagiados [...] El
trabajo pesado y laborioso no podrá menos que ser nocivo a muchos de
ellos [...] en la debilidad en que se hallan los más, por su falta
de buena alimentación, en las penurias que viven padeciendo; el
abatimiento moral, pues sienten ellos la pérdida del desierto... y
además las enfermedades” (16).
En Tucumán, la
explotación desmedida de la mano de obra forzada compuesta por
indígenas capturados en la Pampa y el Chaco mereció la intervención
de los Defensores de Pobres y Menores. Mientras, la prensa registraba
esporádicamente fugas de los establecimientos azucareros. El diario
La Razón reflexionaba el 29 de octubre de 1885: “¿Cuántos indios
quedan en los ingenios de los que se repartieron en años anteriores?
Casi ninguno [...] Largas y dolorosas historias se han referido de la
permanencia de los salvajes entre nosotros, hasta que la desaparición
de todos ellos ha terminado su martirio” (17).
Si bien no
podemos calificar como un plan de eliminación física la deportación
hacia los ingenios de Tucumán o Misiones, las estancias cuyanas o la
isla Martín García, estos lugares crearon las condiciones de
destierro y hacinamiento en un territorio hostil y desconocido, bajo
nuevas prácticas impuestas y controladas por el Estado y en
circunstancias de indefensión y vulnerabilidad sanitaria. En suma,
un escenario de prácticas que lesionó gravemente la integridad
física y mental de los indígenas, sometiéndolos a condiciones
propicias para su destrucción.
Medidas
destinadas a impedir nacimientos en el seno del grupo
Es posible
deducir la intencionalidad genocida en variables menos explícitas,
como la de impedir su reproducción dentro de sus propias sociedades.
Podemos advertir que la intervención de la agencia militar condujo
por lo general a la separación de hombres, mujeres y niños como
medida de prevención, disuasión y represión bélica y moral. Por
eso, la primera disposición tomada por el Ejército sobre los
cuerpos reducidos es su clasificación. Los desmembramientos de las
diferentes familias y agrupaciones indígenas estaban determinados
también por la compulsiva incorporación de los hombres en edad
reproductiva a las filas del Ejército y la Marina. A veces esas
personas volvían a reunirse en los destinos que se les fijaban; por
lo general no se reencontraron nunca.
Aun concediendo
que la separación de los sexos obedeciera a las razones aludidas, es
difícil creer que la generación de gobernantes que llevó a cabo
las campañas contra los indios, en pleno auge del darwinismo social
y la eugenesia, no considerara también la posibilidad de la
extinción por estas vías. El diputado nacional Manuel Cabral
escandalizó a la sociedad en 1900 al sostener: “Lo que debemos es
llevar gente que establezca el cruzamiento con los indígenas para
que se pierda por completo la raza primitiva [...] El resultado que
nosotros queremos [es] suprimir la gente salvaje de una generación a
la otra” (18).
La receta de
Cabral nos remite a un factor asociado al mestizaje, que es el de la
violencia sexual en contexto de violencia política y militar (19).
Frente a la abundancia de lamentos por la situación de las cautivas
blancas en los “aduares indios”, la “toma” de mujeres
indígenas por parte de los soldados vencedores no suscitó muchos
comentarios. El comandante Prado, autor de profundas críticas a la
campaña, prefirió en esta cuestión disfrazar la violación
encubierta de libertad de elección: “Luego [de una acción de
guerra victoriosa], viniéndose a nuestras filas el coronel Villegas
nos dijo: -Así me gusta. Se han portado ustedes como soldados del
3º. Tendrán 48 horas de permiso y se les regalará a cada uno un
caballo de los tomados a los indios. Y en cuanto a las mujeres, a ver
si quieren vivir con los milicos.-... Ninguna rehusó” (20)
Traslado por la
fuerza de niños del grupo a otro grupo
El traslado por
la fuerza de niños indígenas para ser entregados a diversos
sectores de la sociedad argentina ha sido una constante. Ya fuera en
el momento del enfrentamiento militar, como práctica masiva hacia
los prisioneros, o hasta muy recientemente, en forma de extracción
paulatina y generalizada.
Son numerosos los
pedidos de niños y mujeres jóvenes por diferentes familias de
Buenos Aires y otras ciudades para el servicio doméstico. La captura
de niños era una práctica militar frecuente, tendiente al
debilitamiento de las estrategias enemigas. Pero también fue
orientada a satisfacer antojos aristocráticos de la población
civil, que presionaba a los militares para que la proveyeran de
criaditos. Esta práctica perduró en ciertos sectores sociales hasta
bien avanzado el siglo XX. Lo que se legitimaba en las ciudades como
obra de beneficencia en pro de la “salvación de los niños”
constituyó quizás el mayor de los dispositivos de terror que el
Estado aplicó sobre los pueblos originarios. Terror y sufrimiento
que alcanzó a registrar la prensa contemporánea. Por ejemplo:
“Llegan los indios prisioneros con sus familias a los cuales los
trajeron caminando en su mayor parte o en carros. La desesperación,
el llanto no cesa, se les quita a las madres sus hijos para en su
presencia regalarlos a pesar de los gritos, los alaridos y las
súplicas que con los brazos al cielo dirigen las mujeres indias. En
aquel marco humano los hombres indios se tapan la cara, otros miran
resignadamente al suelo, la madre aprieta contra el seno al hijo de
sus entrañas, el padre indio se cruza por delante para defender a su
familia de los avances de la civilización” (21).
Un paso previo al
desmembramiento de los grupos de indígenas fue el de borrar sus
nombres nativos e imponerles uno “cristiano”. Por ejemplo, las
actas de bautismo localizadas en las parroquias tucumanas abundan en
niños “pampas” bautizados entre 1878 y 1879. Sin embargo, en
ningún caso aparecen sus nombres originales, ni los de sus padres y
sus lugares de origen, sino tan sólo los de sus nuevos “padrinos”.
Sobre cientos de actas que relevamos en la provincia, ninguna dejó
escapar información que pudiera ayudar a reconstruir esta identidad
perdida (22).
En el extremo
norte del país pudo constatarse que la colonia Francisco Muñiz
funcionó hasta 1950 como centro de reducción de niños que eran
separados compulsivamente de sus padres wichi, qom o pilagá (23).
Detrás de una pantalla pedagógica -tal como sucedió con las
llamadas “generaciones perdidas” en Canadá y Australia- se
consumaba la destrucción de los lazos culturales y familiares de los
pueblos del Norte.
En efecto, el
último punto de la definición de genocidio provista por la ONU no
hace referencia a la extinción o el daño físico -aunque sabemos
que las colonias infantiles también fueron lugares de altas tasas de
enfermedad y muerte-, sino a la destrucción de la memoria, la
interrupción de la transmisión cultural y la desestructuración del
sistema de parentesco de sus sociedades de origen. El alejamiento
forzado de los niños -su secuestro, al igual que durante la última
dictadura cívico-militar-eclesiástica- tuvo por finalidad la
extinción de los lazos de los pueblos originarios con su pasado y su
futuro, y a la vez contribuye a la falta de conocimiento de una parte
importante de nuestra población sobre sus orígenes individuales y
colectivos. Por eso, la continuidad de los efectos de estos hechos en
el presente asegura la imprescriptibilidad de su carácter criminal.
Diana Lenton es
profesora titular de la carrera de Ciencias Antropológicas de la
UBA. Investigadora independiente del CONICET. Especialista en
genocidio y políticas indígenas.
Notas
- Los pueblos originarios comparten el lugar en este relato con la resistencia política representada por los llamados caudillos y otros líderes populares, y con los descendientes de los esclavos africanos. Sin embargo, la anulación de la resistencia de los grupos indígenas, asociada en el relato a su “inevitable extinción” física ante el “avance arrollador de la civilización”, se desarrolló en la forma de un paradigma más orgánicamente asociado a la constitución de la argentinidad.
- Véase Feierstein, Daniel (2007). El genocidio como práctica social. Entre el nazismo y la experiencia argentina. Buenos Aires: FCE.
- Artículo 2 de la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio. Si bien existen otras conceptualizaciones con respecto a la práctica genocida, esta es aceptada en el ámbito internacional y ha sido utilizada en diferentes instancias judiciales. Para mayor información sobre el concepto y sus variables, véase Brodsky, Patricio (2015). Genocidio. Un crimen moderno. Reflexiones sobre genocidio y modernidad. Buenos Aires: Tips.
- Uno de los mecanismos para ello fue la construcción, a partir de 1878, de una teoría de la extranjeridad de los indígenas, “a la medida” de los objetivos políticos del momento. Estas teorías, redactadas en particular por Estanislao Zeballos, aún perduran y son utilizadas para legitimar la represión y la exacción de derechos a los pueblos originarios.
- Archivo Histórico del Ejército, Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
- Véase Malvestitti, Marisa y Walter Delrio (2018). “Memorias del awkan”. En: Delrio W., D. Escolar, D. Lenton y M. Malvestitti (comp.), En el país de nomeacuerdo. Archivos y memorias del genocidio del Estado argentino sobre los pueblos originarios, 1870-1950. Viedma: Editorial de la UNRN. Disponible en: https://es.calameo.com/read/001222612e8b58fbbe9d7.
- La Nación, 16 y 17 de noviembre de 1878. Véase Lenton, Diana y Jorge Sosa (2018). “De la mapu a los ingenios. Derroteros de los prisioneros indígenas de la frontera sur”. En: Delrio W., D. Escolar, D. Lenton y M. Malvestitti (comp.), op. cit.
- Prado, Manuel (2005 [1935]). Conquista de la Pampa. Cuadros de la guerra de frontera. Buenos Aires: Taurus.
- Decía el ministro de Guerra Adolfo Alsina en 1877: “Pincén es un indio indómito y perverso, azote del oeste y norte de la provincia [de Buenos Aires, y] jamás se someterá, a no ser que, por un golpe de fortuna, nuestras fuerzas se apoderen de su chusma. Si esto último no sucede, Pincén se conservará rebelde”. Prado, Manuel (1979). La guerra al malón. Buenos Aires: Eudeba.
- Villegas, Conrado (1977 [1881]). Expedición al Gran Lago Nahuel Huapi en el año 1881. Buenos Aires: Eudeba.
- Malvestitti y Delrio (2018), op. cit.
- Véase Sánchez, Orlando (2009). Toba. Historia de los aborígenes qompi (tobas) contada por sus ancianos. Resistencia: Librería de la Paz.
- Esta y otras historias se cuentan en la ponencia de Ana Ramos, “‘Cuando la casa escondida apareció a la vista’. Memorias en y de desplazamiento”, presentada en las 4ª Jornadas de Historia de la Patagonia, Santa Rosa de La Pampa, 20-22 de septiembre de 2010.
- Véase Musante, Marcelo, Alexis Papazian y Pilar Pérez (2014). “Campos de concentración indígena y espacios de excepcionalidad en la matriz Estado-nación-territorio argentino”. En: J.L. Lanata (comp.), Prácticas genocidas y violencia estatal en perspectiva transdisciplinar. San Carlos de Bariloche: IIDYPCA-Conicet. También Mapelman, Valeria (2015). Octubre Pilagá. Memorias y archivos de la masacre de La Bomba. Buenos Aires: Tren en Movimiento.
- Congreso de la Nación Argentina, Diario de Sesiones del Senado, 19 de agosto de 1884. Véase también Lenton, Diana (2014). “De centauros a protegidos. La construcción del sujeto de la política indigenista argentina desde los debates parlamentarios (1880-1970)”. En Corpus-Archivos Virtuales de la Alteridad Americana, 4(2). Disponible en: https://corpusarchivos.revues.org/1290.
- Véase Papazian, Alexis y Mariano Nagy (1018). “De todos lados, en un solo lugar. La concentración de indígenas en la isla Martín García (1871-1886)”. En: Delrio, W., D. Escolar, D. Lenton y M. Malvestitti (comp.), op. cit.
- Véase Lenton y Sosa (2018), op. cit.
- Congreso de la Nación Argentina, Diario de Sesiones de la Cámara de Diputados de la Nación, 4 de enero de 1900.
- Véase un análisis más detallado en Lenton (2014), op. cit.
- Véase Prado (1979), op. cit.
- El Nacional, 21 de enero de 1879. Véase Bayer, Osvaldo (2010). “Prólogo. Comenzar el debate histórico sobre nuestra violencia”. En: Bayer, O. y otros, Historia de la crueldad argentina. Julio A. Roca y el genocidio de los pueblos originarios. Buenos Aires: El Tugurio.
- Véase Lenton y Sosa (2018), op. cit.
- Véase Mapelman (2015), op. cit.
Fuente:
Diana Lenton, ¿Por qué hablar de genocidio indígena?, Revista Maíz.
No hay comentarios:
Publicar un comentario