La vuelta a la
fumigación que pretende Duque es una estrategia más para alcanzar
el objetivo de voltear el pacto con las FARC.
por Carlos Pagni
C3H8NO5P. Los químicos leen en esa fórmula la palabra glifosato. Es un ácido capaz de eliminar hierbas y arbustos. La empresa Monsanto, dedicada a biotecnología, descubrió esa capacidad en 1970. Muchos años más tarde, la misma multinacional patentó una variante de soja resistente al glifosato. Desde entonces ese agroquímico se destina a eliminar malezas en los cultivos de esa planta. También desde entonces su utilización está rodeada de un debate sobre sus efectos tóxicos para la salud y el medio ambiente. Esa controversia se ha vuelto en estos días más intensa en Colombia. Pero allí la discusión sólo en apariencia es sanitaria. El glifosato está en el centro de la disputa de poder que, desde el plebiscito por los acuerdos de paz entre el gobierno Juan Manuel Santos y la guerrilla de las FARC, divide al país. Y también está en el centro de un conflicto geopolítico en el que intervienen las principales potencias de la región.
El glifosato fue
el recurso principal del programa de combate al narcotráfico pactado
en 1999 por los presidentes Bill Clinton y Andrés Pastrana y
conocido como Plan Colombia. La estrategia principal consistía en
fumigar las plantaciones de coca con esa sustancia. Durante la
gestión de Santos, y sobre todo a partir de 2015, esa práctica se
interrumpió. El motivo principal, o por lo menos el motivo expreso,
es que la Corte Constitucional aceptó, en tres sentencias, que el
producto afectaba la salud de los humanos.
Desde que llegó
al poder, el presidente Iván Duque ha defendido la necesidad de
retomar con urgencia las aspersiones. Su argumento principal es que,
como consecuencia de su suspensión, los cultivos ilegales de
marihuana, amapola y, sobre todo, coca, registraron una expansión
alarmante. La querella llegó a ese alto tribunal, enfrentando a
Duque con su antecesor Santos.
El área sembrada
de coca tuvo un crecimiento pavoroso. Pasó de 50.000 hectáreas en
2015 a 206.000 a fines de 2018. Los ingresos por venta de cocaína
también se dispararon: en 2018 fueron 14.000 millones de dólares.
Un monto capaz de desequilibrar la economía del país. Y también de
corroer su democracia.
El fenómeno
tendría varias causas. Algunos lo atribuyen a que, como en los
acuerdos de paz con las FARC se prometieron subsidios para quienes
tuvieran plantaciones, muchos agricultores se lanzaron a sembrar
drogas ilegales. Otros agregan que la crisis de la minería, debida a
la caída del precio del oro, volcó a muchos terratenientes a la
producción de coca. Sin embargo Duque encuentra que la raíz del
problema está, antes que nada, en la decisión de no fumigar más.
El duelo es
sanitario sólo en la superficie. El presidente, igual que su
principal mentor, Álvaro Uribe, suponen que se dejó de atacar la
producción de coca para cumplir con una exigencia de las FARC en la
negociación de los Acuerdos de Paz, a los que ambos se opusieron.
Los guerrilleros habrían exigido, según esa versión, que se les
facilite la siembra ilegal. La vuelta a la fumigación que pretende
Duque es una estrategia más para alcanzar el objetivo de voltear el
pacto con las FARC. El glifosato se ha convertido en el nuevo eje de
la polarización colombiana.
También la
utilización o el abandono de ese herbicida determina la geopolítica.
Muchos ciudadanos creen, con Uribe y Duque a la cabeza, que la
comercialización de drogas producidas en Colombia es el principal
ingreso de los militares venezolanos que sostienen a Nicolás Maduro.
Esa mafia fue denunciada en los Estados Unidos por ex colaboradores
de Hugo Chávez como el Cártel de los Soles, al frente del cual
estaría Diosdado Cabello. Disminuir el área sembrada de coca sería,
entonces, debilitar más a Maduro.
El gobierno
colombiano pretende que esa dictadura termine cuanto antes. No sólo
en defensa de los venezolanos. También en defensa propia. La
migración masiva hacia Colombia ha ocasionado un colapso en el
sistema sanitario y educativo de las localidades cercanas a la
frontera con Venezuela. Es una región en la que, como ocurre en el
norte brasileño, se ha producido una crisis humanitaria.
Los expertos en
la dinámica judicial colombiana apuestan a que la Corte no revisará
las restricciones que ya estableció para la aspersión con
glifosato. De ser así, la Iglesia católica aplaudirá: su titular,
el obispo Óscar Urbina, acaba de advertir que la reducción de las
plantaciones ilegales hundiría en la miseria a las familias pobres
que viven de esa actividad. También el gobierno de Brasil está a
favor de la prohibición ordenada por los jueces, ya que teme que el
glifosato contamine las aguas del Amazonas.
El gobierno de
los Estados Unidos, en cambio, se verá frustrado en su política
colombiana que es, en varios aspectos, su política venezolana. Hace
ya casi dos años, el entonces canciller de Donald Trump, Rex
Tillerson, se mostró alarmado por el aumento de las hectáreas
dedicadas a la coca. Y pidió volver a las fumigaciones. Dijo que su
presidente se lo había dicho a Santos: “Tenemos que destrozar esos
campos” fue la expresión que utilizó. Duque se hizo cargo de esa
sugerencia. Pero le está costando cumplir.
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