sábado, 2 de marzo de 2019

El derecho a la energía como derecho fundamental I

Primer artículo de dos en el que repasamos el derecho a la energía como un derecho humano, uno de los principales focos del reciente informe De la vulnerabilidad energética al derecho a la energía, de Ecologistas en Acción.

por Cecilia Sánchez

La idea de consagrar el derecho a la energía como un derecho fundamental es una manera de reforzar un derecho humano y básico al que tenemos derecho simplemente por el hecho de tener tal condición de seres humanos y de, consecuentemente, tener derecho a una vida digna independientemente de cualquier otra consideración relativa a la capacidad económica, condición social, raza, sexo, etc. Sobre todo si se tiene en cuenta que se trata de un derecho instrumental para el ejercicio de otros derechos fundamentales (como el derecho a la salud, a la educación, a la alimentación…) irrenunciables para nuestro desarrollo.

Cada día se alzan más voces que lo señalan como un derecho humano al que hay que consagrar en los textos de rango constitucional como derecho fundamental, lo que implica dotarlo de mayores garantías jurídicas para hacer efectivo su ejercicio.

Un ejemplo de ello tuvo lugar el 19 de abril de 2016 en México, cuando el Sindicato Mexicano de Electricistas (SME) y la Asamblea Nacional de Usuarios de la Energía Eléctrica (ANUEE) llevaron ante la Cámara de Diputados la propuesta de elevar a rango constitucional el derecho a la electricidad como un derecho humano. Se trataba de defender la prestación del servicio eléctrico no como una simple mercancía sino como un derecho social basándose en los numerosos tratados internacionales firmados por dicho Estado.

De acuerdo con García y Mundó (2014), existen diferentes instrumentos internacionales que hacen referencia de forma explícita o implícita al derecho humano a la energía.

Entre los instrumentos más destacados, las autoras señalan los siguientes:
  • La Declaración Universal de los Derechos Humanos (DUDH) de 1945 alude al nivel de vida adecuado que asegure a las personas la salud, la alimentación y la vivienda, entre otros elementos. 
  • La Declaración Universal de los Derechos Humanos Emergentes (DUDHE), instrumento programático de la sociedad civil, surgido de la celebración del Foro Universal de las Culturas en Barcelona (2004) donde se destaca expresamente “el derecho de todo ser humano de disponer de agua potable, saneamiento y energía”. 
  • El Pacto Internacional de los Derechos Económicos, Sociales y Culturales (PIDESC) de 1966, que reconoce en su artículo 11 el derecho a una vivienda adecuada, lo que incluye los aspectos relativos al acceso a la energía para la cocina, iluminación y calefacción. 
  • La Convención sobre la Eliminación de todas las formas de Discriminación contra la Mujer (CEDEM) de 1979, en cuyo artículo 14, punto h. insta a los Estados parte a adoptar medidas para eliminar la discriminación contra la mujer, señalando entre ellas la de “Gozar de condiciones de vida adecuadas, particularmente en las esferas de la vivienda, los servicios sanitarios, la electricidad y el abastecimiento de agua, transporte y las comunicaciones”.
Además, el derecho a la energía forma parte de los elementos tipificados como condiciones del derecho a una vivienda adecuada, establecidos en la Observación General nº 4 de Naciones Unidas de 1991. En particular, respecto a la disponibilidad de servicios, materiales, instalaciones e infraestructura, asequibilidad y habitabilidad.

Los derechos humanos son garantías jurídicas universales que protegen a los individuos y a los grupos no solo de las acciones sino también de las omisiones que interfieren con sus libertades y derechos fundamentales, concepto que ha ido y va evolucionando según lo que cada época la sociedad considera “dignidad humana”.

Analizar la pobreza energética desde un enfoque de derechos humanos permite poner el foco no en las carencias y necesidades de las personas que la padecen para que el Estado las satisfaga, sino en los resultados de las medidas adoptadas por los titulares de las obligaciones de respetar, proteger y garantizar los derechos esenciales de las personas. Se trata de garantizar tales derechos de tal forma que en caso de no cumplir con el mandato puedan ser reclamados jurídicamente por sus titulares.

1. Las generaciones de derechos humanos

Una de las clasificaciones más utilizada para sistematizar la evolución de los derechos humanos ha sido la generacional. Pero la literatura no es pacífica en este ámbito, ya que se apuntan a tres, cuatro y hasta cinco generaciones de derechos humanos. Según la primera clasificación, las características los derechos humanos serían las siguientes:
  • Derechos de primera generación: Fueron los primeros en ser reconocidos. Esencialmente son los derechos civiles y políticos, tales como el derecho al sufragio universal, a la libertad de expresión, a la vida, a la integridad o a la libertad. Están vinculados al principio de libertad y su característica fundamental viene determinada porque exigen de los poderes públicos su inhibición y no injerencia en la esfera privada. 
  • Derechos de segunda generación: Incluyen los llamados derechos económicos, sociales y culturales (derecho a la propiedad, a una vivienda digna, a un sistema de seguridad social…), están vinculados con el principio de igualdad y, a diferencia de los anteriores, exigen para su realización una efectiva intervención de los poderes públicos, a través de prestaciones y servicios públicos. 
  • Derechos de tercera generación: Contemplan derechos heterogéneos, como el derecho a la paz, al medio ambiente, los derechos de los pueblos al desarrollo sostenible, el derecho a la libertad informática o los defendidos por el feminismo, entre otros. Estos derechos se vinculan con los valores relativos a la solidaridad e inciden en la vida de todos los seres humanos, por lo que precisan de la cooperación a escala universal para su realización.
2. La protección de los derechos sociales por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos

Por lo que se refiere a la primera generación de derechos, son los más antiguos y tutelados por todos los ordenamientos jurídicos democráticos, ya que su pretensión de fondo es que el Estado sea lo menos intervencionista posible, lo que conocemos como Estado mínimo. No suponen grandes inversiones del Estado, de modo que son los ciudadanos principalmente quienes procuran su bienestar.

Esto no ocurre con la segunda generación, en la que es necesaria la efectiva intervención de los poderes públicos. Por ello, los Estados han sido reticentes a recoger en sus ordenamientos jurídicos unos derechos que implican obligaciones exigibles por la ciudadanía. Esta falta de consagración normativa, al menos de forma vinculante, ha hecho que sea difícil la tarea de garantizarlos judicialmente. Por otra parte, es conocida la discusión sobre si la instrumentalidad de los derechos de segunda generación para la consecución de los derechos de primera generación. Para algunos autores ya no se sostiene esta artificiosa separación, pues sin derecho a una vivienda digna, difícilmente se puede lograr las libertades que propugna la primera generación de derechos, por ejemplo, el derecho a la intimidad.

Los Derechos Humanos son interdependientes. Y en cuanto a su justiciabilidad, para Courtis y Abramovich (2002), todos los derechos generan obligaciones positivas y negativas para el Estado y todos los derechos tienen algún aspecto exigible judicialmente.

En este sentido, el Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y Libertades Fundamentales, más conocido como la Convención Europea de Derechos Humanos (en adelante CEDH o Convenio), fue creado para garantizar a través de su Tribunal Europeo de Derechos Humanos (en adelante TEDH o Tribunal) sobre todo derechos civiles y políticos. En las últimas décadas, ha mostrado una evolución y sensibilidad hacia justiciabilidad o tutela judicial de los derechos sociales al sentar reiterada jurisprudencia sobre la protección de estos con base en la infracción de determinados derechos civiles. En su jurisprudencia se ven cada vez más consideraciones sobre la situación de la pobreza y su estrecha vinculación con diversos preceptos del Convenio, especialmente con la conculcación de los artículos 3 (prohibición de tratos degradantes) y 8 (derecho al domicilio y a la vida privada y familiar). Ello ha supuesto la reconstrucción una teoría unitaria de los derechos a través de una interpretación creativa del CEDH más acorde con los nuevos tiempos.

Entre los casos sobre la pobreza sobre los que el TEDH se ha pronunciado podemos destacar las siguientes:
  • Caso Larioshina contra Rusia (2002): estableció que en determinadas circunstancias la insuficiencia de medios económicos para una vida digna (derivada de una pensión insignificante) podía constituir un trato degradante prohibido por el artículo 3 del Convenio. 
  • Caso Wallowa y Walla contra la República Checa (2007): los servicios sociales, en el año 2000, mediante una orden judicial retiraron a los demandantes la custodia de sus cinco hijos, porque desde 1997 no disponían de una vivienda adecuada para la familia. El TEDH declaró que la capacidad de los padres y sus esfuerzos por mejorar su situación jamás habían sido puestos en cuestión. Tratándose estrictamente de un problema de carencia de recursos materiales, las autoridades nacionales podían haberlo resuelto mediante ayudas sociales, sin recurrir a la solución extrema de separar a los niños de sus progenitores, lo que fue una medida desproporcionada constitutiva de la violación del artículo 8 del CEDH. 
  • Caso McCann contra Reino Unido (2009): El Tribunal, en el caso de un desahucio de una vivienda social, señaló que, puesto que la “pérdida de la propia vivienda es una de las formas más violentas de injerencia en la vida privada y el domicilio (artículo 8.1), la persona afectada debía poder cuestionar la proporcionalidad de la medida (…)” considerando que en el caso concreto se había vulnerado el artículo 8.
Como vemos, la tutela judicial de los derechos sociales es ya una realidad. Las tesis que niegan tanto su desconexión como su justiciabilidad ya no se sostienen.

En este sentido, no sería de extrañar que pudiera aparezca alguna nueva sentencia del TEDH donde se considere que la falta de servicios energéticos, es decir la privación del derecho a la energía, constituya un trato degradante (prohibido por el artículo 3 de l CEDH) o prive del derecho a la vida privada y familiar (recogido en su artículo 8).

3. El derecho humano a la energía

En la Unión Europea (en adelante UE), el Comité Económico y Social Europeo en su Dictamen Por una acción europea coordinada para prevenir y combatir la pobreza energética de 2013 se estimó que la pobreza energética afectaba en esta parte del mundo a más de 50 millones de personas que tenían dificultades para abonar las facturas de la energía o veían limitado su acceso a la energía por bajos ingresos, viviendas con un pésimo aislamiento térmico, equipamientos con escaso rendimiento (calefacción, cocina o agua caliente) o elevados costes de la energía. Otras fuentes estiman que entre 50 y 125 millones de personas, o el 11 % de la población de la UE, se encuentran en situación de pobreza energética.

Según el estudio Pobreza Energética en España publicado por la Asociación de Ciencias Ambientales, en 2018 en España 6,8 millones de personas (el 15 % de la población) declararon tener dificultad para mantener su vivienda a una temperatura adecuada o retrasos en el pago de las facturas de energía y 900.000 personas (el 2 % de la población) dejaron de disponer de sus fuentes habituales de energía doméstica por dificultades económicas, tanto por no poder pagar dicha energía (autodesconexión) como por haber tenido algún tipo de corte en el suministro energético.

Además, se calcula que, para 8 millones de personas residentes (el 17 % de la población), los gastos en energía doméstica eran desproporcionadamente altos en relación a sus ingresos y que 5,4 millones (el 12 % de la población) declaraban gastos energéticos inusualmente bajos, lo que se conoce como pobreza energética escondida, o hidden energy poverty, porque no podrían afrontar unos gastos superiores.

Ante estos datos crecientes y alarmantes sobre la pobreza energética, reclamar el derecho a la energía como un derecho humano y fundamental es urgente.

Tal derecho parte de la consideración de la energía como un bien común y no una mercancía, cuyos titulares son los individuos y los grupos. Se trata de un derecho que, como los de última generación, giran en torno a la solidaridad, que puede ser sincrónica, puesto que nuestras decisiones pueden afectar a otros y otras en el presente, y diacrónica, puesto que sin duda también afectarán a las generaciones futuras. Dicho derecho humano es compatible con un sistema político en el que los poderes públicos den cabida y se nutran de la participación de una sociedad informada y organizada como verdadera protagonista del cambio.

En cuanto a sus características, podemos decir que el agotamiento de los recursos fósiles, el escenario de crecimiento de consumo energético, la alta dependencia del exterior, el cambio climático y el gran aumento de la pobreza energética en los últimos años, nos hace configurarlo necesariamente como un derecho humano a una energía asequible, renovable o sostenible, fiable y moderna para todas y todos.

Estas características relacionan el derecho humano a la energía con otros derechos de última generación, a saber:
  • Asequible porque se ha de poder adquirir a un precio razonable por razones de justicia social. 
  • Renovable o sostenible porque nos encontramos a nivel medioambiental en un punto sin retorno donde no podemos seguir quemando más combustibles fósiles sin poner en peligro el derecho al medio ambiente y el desarrollo sostenible de los pueblos. 
  • Fiable o segura no solo en cuanto a que se pueda garantizar el abastecimiento de energía a la sociedad (dado que el sistema se ha de concebir prácticamente en su totalidad como renovable y, por tanto, con recurso local y abundante) sino que, que no ponga en peligro otro derecho humano como es el derecho a la paz puesto en peligro por el uso de la energía nuclear. 
  • Moderna porque ha de asegurarse que las tecnologías utilizadas no pongan en peligro el derecho a la intimidad (uno de los aspectos protegidos por el derecho a la libertad informática).
Se trata de una pieza clave para la transformación del modelo energético actual junto con la necesidad de la reforma en profundidad de nuestro sistema energético (especialmente el eléctrico), la intervención efectiva en materia de eficiencia energética en el parque de viviendas más vulnerables y el impulso emancipador del autoconsumo.

La próxima semana continuaremos desarrollando la urgencia de reconocer este derecho.

Fuente:
Cecilia Sánchez, El derecho a la energía como derecho fundamental I, 25/02/19, El Salto Diario. Consultado 02/03/19.

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