Mpho Matsemela y su nieta Nkoketso, que padece parálisis cerebral, en el asentamiento Snake Park, a las afueras de Johannesburgo. Foto: Guillem Sartorio. |
Miles de ciudadanos malviven junto a cientos de minas de oro abandonadas, altamente tóxicas.
por Alba Muñoz
“Esa montaña
es un monstruo. Se lleva a los niños y trae la muerte”. Tiny
Dlamini señala el mayor vertedero minero de Sudáfrica, una
elevación de tierra fina que en algunos puntos se vuelve roja, verde
y blanca debido a la presencia de plomo, azufre y arsénico. Dlamini
fue vecina de Snake Park, el asentamiento de casas y chabolas que se
extiende al pie de esta loma tóxica a las afueras de Soweto, al
norte de Johannesburgo, y en el que viven alrededor de 2.000
personas. Ráfagas constantes de viento levantan el polvo de las
dunas y lo barren hacia las casas, pero Dlamini ni siquiera aparta el
rostro: “No puedes huir de la montaña. El polvo está en el agua,
en las paredes, en tu plato”.
Científicos, ONG
e investigadores como David Van Wyk, de la fundación cristiana Bench Marks, se han aliado para documentar los efectos nocivos de los
residuos mineros sobre la población y exigir responsabilidades a las
compañías y al Gobierno. Se estima que el 25 % de los habitantes de
Johannesburgo viven en asentamientos y que una cuarta parte de estos
-unas 400.000 personas- residen en el cinturón minero. "Más de
la mitad de los residentes de Riverlea, a quince minutos de
Johannesburgo, tienen problemas respiratorios. También hay
muchísimos casos de eccema y otras enfermedades epidérmicas y
oculares”, dice Van Wyk.
Gran parte de los
residuos de las 600 minas abandonadas alrededor de Johannesburgo se
acumulan junto a comunidades residenciales negras y pobres como Snake
Park. Bench Marks está ultimando un estudio en el que alerta del
elevado índice de nacimientos de niños con parálisis cerebral.
Solo en Snake Park hay 40 casos como el de Nkoketso, una niña de 11
años con el tamaño de una de seis. Mpho Matsemela, su abuela, de 61
años, pasa todo el día masajeando sus articulaciones y dándole a
beber soluciones de hierbas que ella misma prepara: “Cuando llueve
o sopla el viento, no puede dormir porque le cuesta respirar. A veces
yo también tengo tos. Si vas al otro lado de la montaña, verás que
allí todos los niños hablan y andan”.
Como Matsemela,
muchos vecinos asocian sus problemas de salud a los metales pesados
que el viento del norte trae desde el vertedero y piden al Gobierno
ser realojados. En casa de Matsemela, los niveles de radiactividad
-registrados por un técnico de Bench Marks- alcanzan los 11.30 mSv:
“Eso es casi cinco veces más de lo permitido. Estamos a niveles de
Chernóbil”, dice Van Wyk.
Sudáfrica es una
de las reservas mundiales de platino y cromo, y la fuente de un
tercio de todo el oro que se extrae. Fue precisamente la fiebre por
este metal precioso lo que en 1886 atrajo a inversores de todo el
mundo hasta la cuenca de Witwatersrand y terminó generando la
riqueza suficiente para fundar Johannesburgo y convertirla en una de
las capitales económicas de África. Pero el famoso oro de la
provincia Gauteng ha terminado suponiendo un riesgo para la
población: según un estudio de la universidad de North West, hay
600.000 toneladas métricas de uranio enterradas en los 270
vertederos de residuos alrededor de Johannesburgo, la mayoría de
ellos al descubierto y sin delimitar.
“Si apiláramos
los informes académicos y gubernamentales que hablan de los peligros
de los relaves [desechos mineros] de uranio, el montón mediría más
de cinco metros”, dice Mariette Liefferink, investigadora y
presidenta de la Federación por un Ambiente Sostenible (FSE). Los
altos niveles de radiación están asociados, además de al cáncer,
a enfermedades como el párkinson, el alzheimer, los síndromes
neurotóxicos y las deficiencias en el crecimiento.
Pese a que
comisiones parlamentarias han declarado más de 30 áreas afectadas
por el drenaje radiactivo y recomendado el realojamiento de
asentamientos como el de Tudor Shaft, no parece ser suficiente: “Para
ganar a las compañías mineras en los juzgados es necesario un
estudio epidemiológico a gran escala que vincule la extracción de
oro a los problemas de salud de forma concluyente, y eso solo puede
hacerse con muchos recursos y voluntad política”, dice Liefferink.
Bajo las
múltiples denuncias de la población se esconde un problema de
dimensiones colosales. 130 años de actividad minera han dejado un
total de 6.000 minas abandonadas en todo el territorio sudafricano,
para cuya rehabilitación o cierre el Departamento de Recursos
Minerales admite no tener fondos suficientes. El Gobierno tampoco
consigue que las grandes compañías activas se responsabilicen de
sus desechos: Mintails, una de las grandes mineras de extracción de
oro, operó sin permiso desde 2016 hasta 2018, año en que fue
liquidada: “Ha dejado una responsabilidad medioambiental de 460
millones”, dice Liefferink, “esto significa que la comunidad
sufrirá la contaminación de las aguas superficiales y subterráneas,
del suelo y el polvo radiactivo, y que de la rehabilitación de los
pozos abiertos y sus vertederos se encargarán el Estado y las
generaciones futuras”.
Fondos sin
utilizar
Un portavoz del
Consejo Mineral Sudafricano, organismo que representa a las empresas
mineras, asegura que estos casos son anomalías. “La distancia de
seguridad está regulada. Las incidencias se producen porque la gente
invade los vertederos y los vertederos estaban ahí antes que la
gente”, declaró a la BBC Nikisi Lesufi, alto ejecutivo de la
organización. En Sudáfrica hay más de 1.700 minas operativas, de
las que se extraen 53 tipos de minerales.
Tras una
investigación en 2017 apoyada por el Centro Pulitzer, una
organización internacional de patrocinio periodístico, el reportero
Mark Olalde destapó la existencia de una fortuna en fondos de
rehabilitación de minas -6.000 millones de rands, unos 380 millones
de euros- que el Gobierno sudafricano no está utilizando. Fuentes
del Departamento de Recursos Minerales lo confirman: “Ese dinero es
una garantía para las empresas que no pueden afrontar los costes de
rehabilitación. Las minas abandonadas o sin dueño no pueden ser
rehabilitadas con este fondo”.
El problema es
que la mayoría de compañías no dan por cerradas las minas que ya
no les dan beneficios -eso supondría afrontar el coste
medioambiental-, sino que las revenden a empresas más pequeñas que
tratan de sacarles partido, y así sucesivamente, hasta que quedan
abandonadas. Al final, muchos yacimientos son explotados ilegalmente
por mineros en paro, conocidos como zama-zama. Estos hombres
descienden a cientos de metros bajo tierra y excavan por su cuenta
para subsistir. La mayoría vive con sus familias junto a los
vertederos tóxicos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario