La acción se
dispara cuando el padre de la escritora descrubre que una empresa
petrolera instalaba una plataforma entre los árboles de su chacra de
Rio Negro. Una historia real que transcurre en 2011 en la Patagonia.
por Maristella
Svampa
Un hilo que lleva
hasta el origen. En abril de 2011 recibí un llamado telefónico de
mi hermana menor que, con voz grave, me dijo que una parte de la
chacra del abuelo había sido alquilada a una compañía petrolera.
La empresa norteamericana había firmado un convenio de servidumbre
con mi primo Marcelo Svampa. Por encima de los álamos asomaba la
torre de perforación que habían instalado en la chacra. Allá en
Allen, mi pueblo natal, su presencia descollante estaba en boca de
todos.
No lo sabía
entonces, pero la firma de ese convenio con una empresa multinacional
era algo más que el comienzo de una larga pesadilla, algo que iba
mucho más allá de las transformaciones que pudiera sufrir la
pequeña y casi olvidada propiedad familiar. La explotación
petrolera no era algo ajeno a la historia de la localidad, pero hasta
hacía poco tiempo había sido marginal, un salto de discontinuidad
apenas perceptible, una grieta poco significativa dentro de un
colorido paisaje de chacras. Aún hoy Allen continúa siendo la
localidad de mayor producción de peras y manzanas de todo el país.
Pero el nuevo
milenio marcó una inflexión. Poco después de aquel primer episodio
familiar, las plataformas multipozos comenzaron a avanzar al compás
del desmonte, exacerbando aún más la crónica crisis frutícola que
padece el valle. Aunque pronto toda la atención de los medios
estaría concentrada sobre la región de Vaca Muerta y sus promesas
eldoradistas, Allen, asentada en el corazón del Alto Valle de Río
Negro, se convertiría en la segunda cabecera de playa del fracking
en el país, transformando a la provincia en una de las más
importantes productoras de gas no convencional.
La sorpresiva
situación no dejaba de tener aristas paradójicas. Parecía una
ironía del destino que ni el más odioso de mis enemigos podría
haber imaginado. En términos profesionales, yo no era una recién
llegada al campo de las problemáticas socioambientales. En los
últimos años había recorrido diferentes provincias para investigar
sobre las consecuencias de la megaminería a cielo abierto y el
surgimiento de resistencias sociales. Más aún, fueron los
conflictos socioambientales y territoriales los que terminaron por
dar un sello característico a mis intervenciones públicas y
académicas. Para ese entonces había trabajado fuertemente en el
Senado en favor de la sanción de Ley Nacional de Glaciares, una
norma protectora que prohíbe la actividad petrolera y minera en
glaciares y áreas periglaciares. Había ampliado el horizonte sobre
los impactos del neoextractivismo hacia otros países de América
Latina, ingresando así en la arena de los debates más generales
sobre modelos de desarrollo, imaginarios sociales y crisis
socioecológica. Más simple, mi trabajo y mi compromiso social y
político fueron adoptando nuevas formas y expresiones al calor de
las luchas ecoterritoriales que se expandían por el continente.
Así que cuando
recibí aquel llamado telefónico anunciándome que había una torre
de petróleo avanzando sobre el subsuelo de la chacra de mi abuelo,
no podía creer que eso estuviera sucediendo. El retorno a los
orígenes fue para mí un golpe feroz, algo que empecé a leer como
una maldición. Era como si la historia de mi familia, y luego la
situación de la comunidad en la que me crié, se abalanzaran sobre
mí, atropelladamente, soltando codazos aquí y allá, colocándose
en un doloroso primer plano. En ese contexto, el regreso a mi pueblo
fue adoptando menos la forma de una reivindicación del arraigo y la
localía que la de un descenso infeliz, un retroceso no querido, la
vuelta al mundo de la infancia y la adolescencia, a los límites de
la socialización primaria.
Esa conjunción
desafortunada entre lo social y lo familiar interpeló también la
idea que yo misma me había construido sobre la Patagonia. Abandoné
mi pueblo natal a los 18 años, pero nunca rompí lazos con el lugar.
Con el tiempo y la distancia aprendí a amar el viento del sur,
incluso a venerarlo, y terminé por convertir esa tierra inmensa en
mi territorio literario. Comencé a escribir novelas que enlazaban
personajes e historias con desiertos y montañas. Poco a poco, a la
vista de lo sucedido, todo ello empezaba a perturbarme, a adquirir un
carácter llamativamente premonitorio.
Me costó mucho
decidirme a escribir sobre esta experiencia en primera persona,
incluso durante cierto tiempo me costó verbalizarla, contarla en voz
alta, no tanto por los contornos escabrosos del curioso incidente
familiar que le dio origen, sino más bien por la profundidad de los
cambios sociales y territoriales que la propia historia revela, por
la hondura que propone la reflexión sobre el pasado y su acción
sobre el presente. Con el tiempo, comprendí que para contar esa
historia que comenzaba a obsesionarme debía llegar hasta el origen,
hasta el carretel que contenía el resto de ese hilo del que había
comenzado a tirar sin saberlo, muchos años atrás, sin siquiera
sospechar el alcance de sus impactos ni el tamaño de su resistencia.
Capítulo 1
Cambio de lugar
El día que mi
padre por fin levantó los ojos y vio que una torre petrolera asomaba
por encima de los álamos, se preguntó con sorpresa: “¿Qué hace
eso tan cerca del pueblo?”. Como nadie se animaba a decírselo,
había sido el último en enterarse.
“Está en la
chacra de Basilio Svampa”, le contestó alguien.
Mi padre quedó
atónito: nunca imaginó que la familia no le hubiera consultado una
decisión tan importante.
Todavía confuso
por la noticia, decidió que lo mejor era poner rápidamente las
cosas en claro. Subió a su viejo automóvil rojo, un Gol modelo
1996, apretó el acelerador y fijó rumbo en dirección a la chacra
número 51, ubicada a unos tres kilómetros del Allen. Pero no pudo
encontrar a mi primo Marcelo, quien estaba a cargo de la chacra. Fue
varias veces, y al tercer intento, cuando ya estaba por dar la media
vuelta e irse, Marcelo apareció como de la nada, desde un costado
del tinglado, frotándose las manos, con su clásica semisonrisa y
sus ojos chispeantes. Comenzaron a hablar, fue subiendo la tensión,
las voces de ambos se fueron superponiendo de modo desordenado, casi
peligroso, hasta que Marcelo decidió cortar por lo sano y decirle lo
que pensaba. Mi padre se fue tan dolido aquella vez que durante días
no pudo reproducir ni contar a nadie lo que había sucedido en esa
tarde.
Marcelo Svampa, a
quien en el pueblo conocían como “El Carca”, estaba a cargo de
la chacra familiar desde la muerte de su padre, mi tío Carlos,
ocurrida unos años atrás. Con una de sus hermanas tenía un poder
legal —aunque limitado— para administrarla. La sucesión de la
propiedad boyaba en un limbo jurídico. Había poca tierra y
demasiada familia, y ninguno de los hermanos Svampa, a excepción de
mi padre, podía aparecer y plantear algún reclamo. Marcelo
inspiraba en la familia un temor mayúsculo. Solo enterarse de sus
últimas aventuras delincuenciales, de seguro magnificadas por los
coloridos relatos locales, hacía que tíos y tías se estremecieran
para resignar cualquier reclamo sucesorio. En cambio, mis padres, mis
hermanos y yo siempre habíamos tenido un buen vínculo con Marcelo,
aun cuando, en los últimos años, el humor de mi primo y el modo de
relacionarse con los otros se habían vuelto más hostiles, más
agresivos.
Mientras tanto,
la chacra del abuelo permanecía semiabandonada.
Mi primo nunca se
había ocupado demasiado de ella.
Sus negocios eran
otros. Desde la calle rural que conducía al río podían verse las
ramas de los perales que se iban retorciendo, y la enorme casa que
tanto habíamos amado, en la cual mis primos, mis hermanos y yo
habíamos pasado una parte importante de nuestra infancia, iba
descascarándose, empequeñeciéndose hasta perder parte de sus
misterios y sus colores.
Un mes después
de este primer episodio, cuando visité a mi familia allá en el
lejano sur, el tema principal de todas las conversaciones era “el
problema de la petrolera”. Mi padre seguía muy afectado por la
discusión que había tenido semanas atrás con mi primo, quien
incluso poco después se había acercado hasta él para intentar
sobornarlo. Al no obtener una respuesta satisfactoria, deslizó una
amenaza antes de irse.
- ¿Vas a
prenderme fuego la casa? - le retrucó mi padre.
La pregunta
estaba lejos de ser una exageración. Meses atrás, cuando se separó
de su segunda mujer, le mandó a incendiar la casa, aunque por suerte
el fuego fue controlado rápidamente.
Con su habitual
media sonrisa, Marcelo lo miró y le dijo que él no hacía esas
cosas, aunque había gente que bien podía hacerlas. La amenaza
conmocionó a mis padres y aumentó su sensación de fragilidad: por
las noches se levantaban a mirar desde la ventana y volvían a dar
vuelta una y otra vez a la llave de la puerta.
Marcelo estaba
perdido, comentábamos todos, había abandonado los códigos,
traspuesto cualquier límite.
Tiempo después,
la empresa Apache se acercó hasta mi padre para proponerle alquilar
una parte de su propia chacra, la número 28, en el límite entre las
localidades de Allen y Fernández Oro, por más dinero del que podía
esperar en un año de buena cosecha, en concepto de “servidumbre”.
Aunque al principio él se negó de modo rotundo, pronto la oferta
comenzó a hacerle un run run tentador. Empezó a dudar, pensó la
oferta de la petrolera como si se tratara de un premio, como si
alguien en una esquina cualquiera le hubiera tocado el hombro
ofreciéndole el billete ganador en la lotería.
Trabajaba la
chacra desde niño y no conocía otro horizonte que aquel que
trazaban acequias, bardas y álamos. Luego de sudar durante años en
la chacra paterna, bajo el tiránico mando de mi abuelo, seis décadas
atrás se había desplazado a otras tierras, distantes unos seis
kilómetros, que en ese entonces no eran más que monte, pedregullo y
laguna, también cerca del río Negro.
Mi abuelo había
comprado un lote de más de veinte hectáreas que entregó a tres de
sus hijos. Sumisos y laboriosos, los hermanos emparejaron
el terreno, disquearon la tierra, marcaron uno por uno los bordos, y
plantaron manzanos, peras y duraznos.Cada uno construyó su casa, en
lo que era todavía un suspiro débil en medio del monte autóctono.
Eso fue en 1961, el año de mi nacimiento. Fui la cuarta en llegar,
muy celebrada, luego de tres hijos varones. Mi padre plantó un nogal
y un castaño frente a la vivienda recién construida, que hasta el
día de hoy siguen estando, junto con otras plantas de cerezos,
damascos, guindas y duraznos que poblaron los años de mi niñez pero
que ya hace mucho tiempo no están. Luego de la temprana muerte de
sus hermanos, él continuó trabajando la segunda chacra en obstinada
soledad. Eso fue a principios de los noventa. Entonces no lo sabía,
pero eran tiempos de neoliberalismo y globalización asimétrica, lo
cual castigó a los pequeños chacareros y desembocó en una mayor
concentración de la producción en nombre de la reconversión
tecnológica y la competitividad.
A mi padre le
costó hacerse la idea de que estaba viviendo en carne propia el
ocaso del mundo de los pequeños chacareros.
Hacía tiempo que
ese pedazo de tierra consagrado a la fruticultura había dejado de
ser rentable, al menos en las dimensiones casi minimalistas que él
se proponía trabajar, luego de sucesivas pérdidas y mutilaciones.
Pedazos enteros de su mundo se fueron desmoronando ante sus ojos. Sin
embargo, él siempre se las apañaba para darle consistencia y
perdurabilidad, retomando un nuevo ciclo, con la idea de que quizás
el año que arrancaba todo iría mejor. Los hijos, que hacía rato
habíamos abandonado el hogar familiar, leíamos ese lento e
inevitable declive desde el pesimismo de la razón. Por su parte, él
era puro optimismo de la voluntad, salía todos los días con una
sonrisa, silbando algún tango, esperando que todo mejorara…
Antes de que
terminara 2011, descartó la propuesta de la empresa Apache. Menudo
conflicto teníamos ya con la chacra de mi abuelo alquilada de modo
irregular a la petrolera con un convenio de renovación automática
como para agregar un problema más. No fui ajena a la decisión que
tomó. Me había encargado de decirle, de machacarle una y otra vez,
que hay situaciones en las que no se puede fingir inocencia. La
petrolera no podría salvarlo. Él mismo me lo confirmaría en esos
términos, con la mirada perdida en el cielorraso, el día en que
afirmó en voz alta que no alquilaría parte de sus tierras. No solo
porque yo le había puesto un precio muy alto a la posibilidad de que
él aceptara aquella oferta, sino también porque al final había
entendido que no había vuelta atrás; que aceptar una torre de
petróleo en sus tierras significaba, sin más, el adiós a la
fruticultura.
En los meses
siguientes todo pareció calmarse. Yo volví a focalizar el problema
sobre la chacra del abuelo, pero sin avances.
Estaba tan
descolocada que no me animaba a hablarlo con mis amigos, compañeros
de militancia ni colegas, como si el silencio garantizara la
inexistencia del problema, su rotunda irrealidad. Había momentos en
los que la historia amenazaba con quemarme como si fuera un río de
lava. Solo lo hablé en profundidad con Enrique Viale, abogado
ambientalista y querellante contra las más variadas formas de
contaminación, desde la minería a cielo abierto y los agrotóxicos
hasta la causa del Riachuelo.
Con Quique
habíamos empezado a trabajar juntos en septiembre de 2010 a favor de
la Ley Nacional de Glaciares. Juntos publicaríamos artículos,
haríamos intervenciones públicas en Europa y América Latina e
incluso escribiríamos un libro sobre el extractivismo en nuestro
país. Desde las páginas de algún sitio pro minero nos bautizarían,
con tirria apenas contenida, como “el inefable dúo ambiental”.
Él me escuchó y
contuvo el aire: “Es la maldición del extractivismo”.
Sonreímos con
tristeza, ambos entendimos que era el comienzo de una larga historia.
Empezamos a explorar estrategias legales para ver qué podía
hacerse. El contrato que habían firmado mis primos mostraba el
reemplazo de la figura propietaria del “chacarero” por la del
“superficiario”. Ya desde la primera página, la chacra pasaba a
ser un “inmueble” y la empresa, de ahí en más, “la operadora
de la concesión de explotación sobre el área denominada Fernández
Oro”. A partir de la cláusula dos, mis primos eran llamados “los
superficiarios”.
La figura del
superficiario conlleva una división entre subsuelo y superficie.
Supone reconocer que hay alguien, el Estado o privados, que es
propietario del subsuelo o tiene derechos sobre éste. Pese al
carácter inequívoco que encierra el término, cuesta encontrar la
figura jurídica. La definición con la que terminé dando decía lo
siguiente: “es un derecho real temporario, que se constituye sobre
un inmueble ajeno, que otorga a su titular la facultad de uso, goce y
disposición material y jurídica del derecho de plantar, forestar o
construir, o sobre lo plantado, forestado o construido en el terreno
o el subsuelo, según las modalidades de su ejercicio y plazo de
duración establecidos en el título suficiente para su constitución
y dentro de lo previsto en este Título y las leyes especiales”. La
reforma del Código Civil suma una nueva división, haciéndola
tripartita, porque a la superficie rasante y el subsuelo agrega la
superficie aérea.
En un artículo
publicado en el diario La Nación se afirmaba que “es imposible
hablar de derechos de propiedad privada si no existe libre uso y
disposición de ésta. […] A pesar de su espíritu liberal, la
Constitución de 1853 no estableció expresamente la propiedad
privada de las riquezas del subsuelo y, mediante la ‘reglamentación
de los derechos’, dio paso a la vigencia de la propiedad estatal y
la regulación del subsuelo. En consecuencia, a lo largo de la
historia argentina la propiedad del subsuelo perteneció siempre al
Estado, oscilando entre la jurisdicción nacional y la provincial. En
los Estados Unidos, en cambio, el principio de accesión consagrado
en el derecho romano permitió el reconocimiento del suelo y el
subsuelo como una cosa única e indivisible. Por ende, desde entonces
hasta hoy se reconoce al dueño del suelo la propiedad del subsuelo.
[…] Según las
leyes mineras y petroleras, el superficiario está obligado a otorgar
servidumbres al concesionario minero.
Si no lo hiciera,
éste tendría derecho a solicitar la expropiación del terreno que
ocupa”.
El artículo
ponía el ojo crítico en la división entre la propiedad del suelo y
la propiedad del subsuelo, culpando al Estado, pues el goce “no era
pleno”. Pero era una verdad a medias. Por ejemplo, en relación con
la minería, el Estado argentino está lejos de erigirse en “enemigo
de la propiedad privada”. En los años noventa, cuando la normativa
jurídico-política sobre la minería dio un vuelco radical con el
objeto de hacer atractivos los territorios para el capital
extractivo, uno de los incentivos fue otorgar “seguridad jurídica”
sobre las concesiones (derechos de imprescriptibilidad y
transabilidad, preeminencia de la propiedad minera), por sobre los
derechos superficiarios de la tierra. En relación con el petróleo,
la privatización de los años noventa había configurado un panorama
similar, de completa transnacionalización. Más allá de quienes
usufructúen el subsuelo, tanto la actividad minera como la petrolera
aparecen asociadas al concepto de “utilidad pública”, lo cual
abre la posibilidad de la expropiación.
El concepto de
“utilidad pública” me hizo pensar en el increíble episodio de
Andagalá, sucedido en 2009. Un documento elaborado por la Dirección
Provincial de Minería y avalado por el secretario de Minería de
Catamarca confirmaba lo que hasta entonces era solo un rumor: el
gobierno provincial había adjudicado, entre tantos permisos de cateo
minero, uno que abarcaba a la ciudad misma. Es decir, se había
autorizado -a través del otorgamiento de la concesión- a la
empresa Billington Argentina a ejercer derechos de prospección,
exploración y futura explotación del subsuelo de la ciudad. El
informe consignaba el nombre del yacimiento, “Pilciao 16”, y
abría la posibilidad de expropiar viviendas para que avanzara la
actividad minera. Sin embargo, el informe omitía decir que el propio
Código de Minería prácticamente prohíbe realizar trabajos mineros
en áreas habitadas o construidas, sin formal consentimiento de los
propietarios superficiarios. El resultado de ello fue una de las
primeras puebladas contra la megaminería en el país.
Respecto de los
derechos de los superficiarios vinculados a la actividad petrolera
había todavía menos información. En realidad sucedía que desde la
privatización del petróleo, entre 1989 y 1992, los derechos del
subsuelo pasaron a ser pura ficción para el Estado. Mucho más para
aquellos habitantes que padecían el avance de la frontera petrolera,
casi todos humildes puesteros criollos o indígenas invisibilizados,
con nula o escasa capacidad de presión política. Muy
esporádicamente salía publicado algún artículo que hablaba de las
áreas contaminadas, producto de los impactos y residuos de la
actividad, que pesaban sobre “los superficiarios”, aunque no se
decía quiénes eran, como si se tratara de un sujeto abstracto.
También se aclaraba que las empresas transnacionales nunca se hacían
cargo de tales pasivos ambientales.
En aquella
búsqueda casi a ciegas encontré un artículo que mencionaba a una
misteriosa Asociación Argentina de Propietarios y Superficiarios
afectados por la actividad hidrocarburífera, minera y eléctrica,
que planteaba la necesidad de actualizar leyes, y que los Estados
intervinieran para la remediación del daño ambiental. Tiempo
después me enteré que en la Asociación de Superficiarios de la
Patagonia inició una demanda contra Repsol y otras petroleras ante
la Corte Suprema de Justicia de la Nación, tomando como base un
informe del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, que
cuantificaba el daño ambiental producido entre 1991 y 1997 en la
Cuenca Neuquina en 545 millones de dólares. Pero la causa se frenó
cuando se produjo la expropiación parcial de YPF, pese a que Repsol
ya había reconocido la contaminación y estaba pautando un plan de
remediación.
Todavía en 2011,
la legislación petrolera era comparable a la minera, ya que los
hidrocarburos habían sido privatizados durante la década menemista,
en un intercambio de favores entre el ejecutivo y los gobernadores,
que conllevó el traspaso del dominio originario de la Nación a las
provincias. Las consecuencias de la privatización de YPF fueron
desastrosas.
Vaciamiento de la
que había sido la mayor empresa productiva estatal, explotación
concentrada en grandes corporaciones trasnacionales, disminución de
las reservas, carencia de inversiones adecuadas y pérdida del
autoabastecimiento energético, entre otros. La gestión siguiente,
bajo el kirchnerismo, estuvo signada por la improvisación, la visión
de corto plazo; por el manejo de los operadores del sector mediante
una política de subsidios; por las concesiones arbitrarias; por las
licitaciones poco claras para favorecer a empresarios amigos y
afines; por el desaliento a la actividad hidrocarburífera local y la
discrecionalidad en la toma de decisiones. Pero lo más inquietante
era la pérdida de autoabastecimiento. En 2006, el país tenía un
saldo de balanza comercial energética positiva de 5600 millones de
dólares.
En 2011, ésta se
había vuelto negativa. Estaba en juego nada menos que el conjunto de
la actividad económica y la provisión energética a los hogares.
Fue así que, bajo el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner, la
Argentina salió de forma desordenada a importar gas. Finalmente, a
principios de 2012, se anunció la expropiación parcial de YPF, lo
cual reabrió la puerta a la intervención del Estado en la
administración de un sector estratégico como el de los
hidrocarburos. Sin embargo, el carácter de “sociedad mixta” con
el cual se dotó a la empresa nacional habilitó la asociación con
los capitales privados, consolidando por otra vía la
transnacionalización del subsuelo y su avance vertiginoso por la
superficie, ocupada por otras economías y otros habitantes.
La imagen de
aquella torre en medio de los álamos lastimaba mi visión. No
deseaba cruzarme con mi primo. Tenía que respirar hondo y
controlarme, apartar el enojo que por momentos me embargaba,
encontrar el tono adecuado para encarar la situación.
Marcelo no me dio
tiempo. En agosto de ese mismo año fue hospitalizado y falleció dos
semanas más tarde, a raíz de una complicación producida por una
sobredosis de heroína. Su muerte pareció cerrar un ciclo. En el
entorno familiar todo era silencio y sorpresa, pero también se
respiraba cierto alivio. La presencia de Marcelo, el Carca, sus
delitos y adicciones habían causado una incomodidad que en los
últimos años había ido en aumento hasta convertirse en abierto
malestar. Pocos en la familia le dirigían ya la palabra; no tanto
por desprecio como por temor, ante sus salidas cada vez más
violentas.
El Carca tenía
mi edad. Nos habíamos criado juntos, primos y primas, vaya a saber
cuántos veranos compartidos durante nuestra niñez y primera
adolescencia. Atrás habían quedado las largas tardes de verano en
las aguas del río Negro, donde cierta vez casi nos ahogamos con dos
de mis hermanos; las bulliciosas siestas en las que seguíamos la
huella del tractor, nos sentábamos en la chata y robábamos la fruta
de los cajones de madera, mirando de reojo a los peones que
cosechaban desde lo alto y movían metódicamente las escaleras; las
tardes de verano en que nos perdíamos entre las plantas de guindas
cuyas ramas caían cual larga cabellera y comíamos hasta reventar;
las corridas que nos dejaban sin aliento hasta el cuadro del bajo,
donde había estado la laguna e íbamos con Marcelo a juntar
frutillas silvestres; el porche de la casa de mis abuelos, frente al
gran jardín, donde los fines de semana bailábamos y cantábamos con
mi hermana y mis primas las canciones de moda... Ahora la chacra
estaba en retroceso, y allí donde con Marcelo habíamos sabido
juntar frutillas silvestres para comerlas a escondidas de los otros
primos, habían arrancado todas las plantas de peras y se erigía una
torre de perforación.
Tres meses
después de su muerte, hacia noviembre de 2011 hubo un nuevo giro en
la situación. Estaba en mi casa, siguiendo un programa político de
la televisión por cable. El entrevistado de la semana era Miguel
Ángel Pichetto, senador nacional por la provincia de Río Negro,
quien durante doce años fue el máximo operador del partido
oficialista en la Cámara Alta.
Dicen que
Pichetto es un parlamentario muy respetado por sus pares en la Cámara
Alta, gracias a su capacidad de cabildeo; sin embargo, en su
provincia de adopción, la provincia en la cual yo nací, no es tan
querido. Las razones no tienen que ver tanto con que Río Negro, de
prosapia radical, ha sido tradicionalmente esquiva con el peronismo.
Pichetto siempre fue un muy buen operador político, un buen capataz;
doce años de kirchnerismo están ahí para atestiguarlo, pero es
incapaz de construir un lugar diferente en el cara a cara con la
gente.
Lo que él dijo
en 2011 en ese programa de cable y que yo escuché esa noche con
atención tuvo un carácter inapelable para mí y me decidió a
romper de modo definitivo con cualquier intento de neutralidad frente
a la expansión del petróleo en las tierras valletanas. Pichetto le
contaba a un periodista que se había descubierto gran cantidad de
petróleo y gas en la Patagonia, aunque no solamente en la provincia
de Neuquén, donde desde hacía tiempo se extraían hidrocarburos,
sino también en el Alto Valle, en Río Negro, en su provincia, ahí
donde se cultivan peras y manzanas. Habló entonces de la existencia
de hidrocarburos no convencionales, “como los que ya se explotan en
Estados Unidos, país que -añadió haciendo un guiño al
periodista- sabemos que en muchas cosas está más adelantado que
nosotros”.
Quedé
boquiabierta, casi no pude pegar los ojos en toda la noche. Una idea
me carcomía la cabeza. Entonces lo que iban a sacar del subsuelo de
la chacra de mi abuelo no era lo que todos ya conocíamos. Ahí había
algo más. A las cuatro de la mañana me levanté. Empecé una
búsqueda frenética por internet sobre los llamados hidrocarburos no
convencionales. Primero entré al sitio web de la empresa Apache y vi
que ésta se presentaba como “pionera en la extracción de tight
gas en la región, con metodologías no convencionales”. Aunque yo
conocía los secretos de la megaminería y de otras formas de
extractivismo urbano, sojero, ligado a las megarrepresas, a las
forestales, poco y nada había escuchado sobre hidrocarburos no
convencionales.
Leí varias veces
la página, recorrí el sitio en inglés de derecha a izquierda,
aturdida por el insomnio, sin obtener respuestas claras acerca de
cuál era el alcance de esa “nueva” metodología. Shale gas,
tight gas, hydraulic fracturing, fracking… Todavía me costaba
distinguir y familiarizarme con esos términos.
Tenía tantas
dudas y angustias que, ante la insistencia de mis llamadas
telefónicas, Silvana, mi hermana menor que vive en Neuquén, se
apiadó de mí y propuso ponerme en contacto con una pareja de
amigos, ambos ingenieros, uno de los cuales había trabajado en el
campo del petróleo. Acordamos en vernos en el próximo viaje que yo
haría al sur, para las fiestas de fin de año.
¿Fracking en el
Alto Valle? ¿Estaba segura yo?, preguntaron con aire incrédulo.
Eso era
imposible, dado los costos de explotación. No se trataba solo una
cuestión de falta de tecnología; ninguna empresa estaba en
condiciones de hacer fractura hidráulica a causa del bajo precio del
gas a boca de pozo… Para eso había que aumentar el precio en boca
de pozo y abrir el juego a otras empresas. Además, todo el mundo
sabía que Repsol -que entonces controlaba YPF- era un desastre.
Apache, habiendo sucedido a grandes empresas como Panamerican Energy
y Pioneer Natural Resources, era apenas una empresa norteamericana de
talla mediana. Las petroleras que había en el país no contaban con
la tecnología adecuada.
“No hay de qué
preocuparse”, concluyeron con un tono alentador.
Tomando sus
propias respuestas, atiné a preguntar qué podía pasar si aumentaba
el gas en boca de pozo y si ingresaban otras empresas.
Imposible. Tenía
que sacármelo de la cabeza. No se haría fracking en la zona del
Alto Valle, mucho menos entre plantaciones de peras y manzanas. Había
una matriz productiva diferente, una economía regional ya
consolidada.
Esa fue, más o
menos, la conversación que mantuve a orillas del río Limay con la
pareja de ingenieros, los tres sentados en cómodas reposeras, en un
club neuquino, en aquella tarde de calor apacible del 25 de diciembre
de 2011, que yo pasaba en familia. Pero ese primer intercambio sobre
el tema estuvo lejos de tranquilizarme, ya que pese a los
conocimientos técnicos y las evidentes buenas intenciones, los
ingenieros parecían no estar muy informados sobre los hidrocarburos
no convencionales.
Esa misma
Navidad, estando en Allen aproveché la presencia de Aldo, uno de mis
hermanos varones que vive más al sur, en Dinahuapi, y le pedí que
me acompañara a hacer unas fotos a la planta de gas que YPF había
instalado a finales de los años sesenta, principios de los setenta,
cerca de la chacra de nuestros padres. Nos subimos a su auto e
hicimos los siete kilómetros que nos separan de Allen, en un corto
viaje de aventura que siempre termina siendo también un vertiginoso
regreso a la historia familiar. Hablamos entonces de cuando
construyeron el gasoducto que pasa al costado de la chacra y avanza
hasta la ruta nacional hasta perderse en el mapa del país, en
dirección a la capital. Ninguno de los dos podía recordar el año
exacto de su construcción, pero creíamos que debía haber sido
cuando nosotros ya no estábamos allí, cuando ambos habíamos tomado
otros rumbos y solo volvíamos a la casa natal como turistas de fin
de semana o para pasar las Fiestas. Pese a ello, nos acordábamos de
que ese gasoducto había sido uno de los motivos recurrentes de las
quejas de mi madre, ya que el gas natural pasaba nada menos que al
costado de la chacra, a unos metros de la casa, pero iba a calentar
el hogar de los porteños, mientras nosotros, los locales, cual
minusválidos habitantes rurales, teníamos que arreglárnoslos
cocinando y calentando agua con gas de garrafa.
Cuando finalmente
llegamos con mi hermano a las instalaciones de la planta de gas, que
entonces ocupaba la empresa Apache, nos quedamos perplejos. Lo que
teníamos delante de nosotros no era una planta sencillita, como
hacía diez años atrás; decididamente tenía otra escala, se había
extendido y ahora ocupaba varias hectáreas. Detrás de un alambrado
asomaban dos enormes piletones, y a un costado, junto a una planta de
gas, había varios tanques que -después nos enteraríamos- se
encargan de separar gasolina, butano y propano del gas natural.
También le
habían cambiado el nombre. Hacía tiempo que no era más “la
planta de gas”. Ahora se llamaba “Estación Fernández Oro”, o
simplemente EFO, por sus siglas.
Nos miramos
varias veces con mi hermano, sin lograr verbalizar del todo nuestro
asombro. No pudimos ingresar a la planta y tuvimos que conformarnos
con sacar unas fotos desde el exterior, como si estuviéramos
haciendo tareas de espionaje.
De regreso al
pueblo, entré a internet y di con un artículo del diario Río Negro
del año 2010 que decía cosas de este tenor: La apuesta es por
duplicar la producción de gas el año que viene, con los doce pozos
que se perforarán este año y una cifra similar en el 2011. […] Es
llamativo cómo convive ese ambiente petrolero, tan propio de la
estepa árida, con las chacras de esa zona productiva del Alto Valle
y con el río Negro de por medio, porque el yacimiento se extiende a
ambas orillas. De hecho, el ala sur de Estación Fernández Oro está
en producción, aunque modesta. Los hidrocarburos cruzan el río a
través de una pasarela que tiene no menos de cuarenta años. Por
allí se conducirá el gas del único pozo de gas de arenas compactas
que Apache perforará en esa orilla.
Leí también los
primeros artículos sobre hidrocarburos no convencionales en el sitio
de Observatorio Petrolero Sur, pionero en el tema, y pude enterarme
de que un año antes, en 30 diciembre de 2010, Repsol-YPF había
hecho público el “descubrimiento” en Neuquén de 4,5 millones de
metros cúbicos de gas “no convencional”, denominado así por
encontrarse en estructuras geológicas especiales, lo cual hace que
no pueda ser extraído mediante técnicas tradicionales. La
existencia de depósitos de gas en arenas compactas (tight gas) y gas
de esquisto (shale gas) comenzaron a alentar previsiones y propuestas
de todo tipo, desencadenando una nueva fiebre del petróleo.
También averigüé
que en abril de 2011 el Departamento de Energía de los Estados
Unidos dio a conocer un informe que establecía un ranking global,
colocando a la Argentina en el tercer puesto, detrás de China y
Estados Unidos, en “recursos potenciales” de gas no convencional.
Un poco por
cuestiones familiares, otro poco porque ya empezaba a obsesionarme
con el tema, en enero de 2012 regresé una vez más al sur. En una
reunión social, me encontré hablando nuevamente con el matrimonio
de ingenieros, al que se había sumado un tercero. No dudé en volver
a confiarles mis temores, hablando de la llegada al valle de los
hidrocarburos no convencionales. Los tres ingenieros repitieron que
en realidad se trataba de los llamados “precios plus”; una
denominación que, luego supe, era el modo como las compañías
petroleras, en su acuerdo con el gobierno, traducían el aumento del
precio sin blanquear el hecho de que estaban utilizando la costosa
metodología del fracking para llegar hasta el gas atrapado en arenas
compactas. El alegre trío de ingenieros se despidió levantando las
copas, con sonrisas generosas y gestos de buenos deseos.
En la familia,
algunos me escuchaban escudriñándome con la mirada, a veces
esbozaban una sonrisa de compromiso. ¿De qué estaba hablando
realmente? ¿Para qué oponerse a la ex31 plotación petrolera?,
parecían estar pensando, sin atreverse a manifestarlo de modo más
abierto. Tiempo después alguien diría que el problema quizá no era
la explotación petrolera, tal vez era yo, aludiendo de modo
sugestivo si no sería que “me habían hecho mal los piqueteros”,
a los que había acompañado por años… Por mi parte, continuaba
acicateada por los malos presentimientos.
Cada vez me
convencía más que aquello que estaba por llegar a Allen no era lo
que ya conocíamos.
Tres meses
después, en un nuevo golpe escénico, el 16 de abril de 2012 la
presidenta argentina anunció por Cadena Nacional la expropiación
del 51% de las acciones de YPF S.A. al grupo español Repsol por
parte del Estado Nacional. “Somos el único país de Latinoamérica
y casi del mundo que no maneja sus recursos naturales”, reconoció
Cristina Fernández de Kirchner, en medio de una ola de aplausos. El
oficialismo volvía a marcar la cancha, redefiniendo la agenda
política.
El anuncio de la
expropiación venía acompañado de un plus prometedor: se afirmaba
que el país contaba con millonarias reservas de gas y petróleo no
convencional, especialmente en el norte de la Patagonia argentina.
Estábamos ante las puertas del nuevo Eldorado. No había más que
hacer un paso para trasponerlas y experimentar su realidad.
En las vacaciones
de invierno de 2012, recibí en mi casa de Buenos Aires la visita de
una pareja de amigos cordobeses. En una de esas largas noches,
después de la cena, nos sentamos a ver el documental de Josh Fox,
titulado Gasland (tierra del gas), rodado apenas dos años atrás en
Estados Unidos.
El documental
comienza repasando la historia familiar de Fox: de padres hippies,
una granja idílica, en Milanville, Pennsylvania.
En mayo de 2008,
Josh Fox, ya siendo el propietario de esa granja, recibió la carta
de una compañía de gas natural que le proponía la suma de 100.000
dólares a cambio del permiso para explotar el campo familiar para la
extracción de gas natural.
Fox estaba
perplejo. Todo lo tentaba. Sin embargo, antes de decidir, pensó en
la historia familiar, sopesó cuestiones a favor y en contra, dudó
varias veces hasta que, finalmente, optó por decir que no. Había
reparado lo dificultoso que era acceder a información sobre la
explotación del gas de esquisto y no le había gustado nada. Pero
eso no fue todo, más bien la negativa fue el punto de partida.
Sospechando que había gato encerrado, decidió lanzarse, cámara en
mano, a recorrer los caminos por cuatro estados del país, donde ya
se explotaba el gas de esquisto o shale gas con la metodología -muy
poco conocida entonces- de la fractura hidráulica.
Las imágenes que
obtuvo en ese viaje son elocuentes. Muestran daños tales como la
contaminación del agua, el riesgo de explosión de casas por fugas
de gas, el impacto en la salud de las personas y los animales. El
documental también puso en evidencia el sentimiento de estafa que
recorre a mucha gente que aceptó esperanzada la oferta económica de
las compañías privadas de gas, y que se enfrentaba entonces a las
consecuencias no deseadas; muy especialmente, problemas de salud y
contaminación del agua. Dicho malestar incluía también un reproche
hacia el Estado, por omisión, por la falta de protección a sus
ciudadanos, en fin, por garantizar la impunidad de las empresas.
El documental
golpeó duramente la industria del fracking, de la cual se sabía
poco y se ocultaba mucho en aquellos no tan lejanos años. Hasta el
día de hoy, Fox debe de ser la persona más odiada por la industria
petrolera norteamericana.
Cuando el
documental finalizó ya era muy tarde y nos fuimos a dormir casi sin
hacer comentarios. Pero antes de despedirse, mi amigo cordobés
sonrió con picardía y, evocando el documental, exclamó: “Es tu
historia. ¡Esa sos vos!”.
Aquella frase
siguió rondando un tiempo en mi cabeza. Sin embargo, poco después
me di cuenta de hasta qué punto mi amigo se equivocaba. A Josh Fox
una empresa le propuso comprarle la granja, heredada de sus padres
hippies, para extraer gas no convencional (shale gas) mediante el
fracking. A partir de allí se interesó por el tema, lo cual lo
llevó a recorrer el país para filmar sus impactos. Fox fue de lo
particular a lo general, y seguramente sintió, al final de su viaje,
que la experiencia no solo lo había enriquecido y generado un
aprendizaje, sino que el suyo se había transformado en un proyecto
de contenidos fuertemente sociales y ecológicos, incluso políticos,
que desbordaban lo que al inicio no había sido más que una trama
individual, impulsada por una sana desconfianza.
Mi viaje al
corazón del fracking se situaba a la inversa del de Fox. Yo no era
una recién llegada al campo de las problemáticas ambientales.
Además sentía que, a diferencia de éste, en mi caso iba de lo
general a lo particular, casi sin escalas, sin elección posible,
obligada por las circunstancias. Y en ese tránsito no deseado ni
jamás pensado, se abría una puerta desconocida y, sobre todo, un
horizonte colectivo brumoso.
Fuente:
Maristella Svampa, Anticipo de “Chacra 51”, Maristella Svampa presenta una novela basada en “una pesadilla familiar”, 05/10/18, Clarín. Consultado 08/10/18.
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