El martes falleció el ex general Luciano Benjamín Menéndez, sentenciado 13 veces a cadena perpetua. Hizo desaparecer a miles de argentinos. Tenía nexos con el actual ministro de Defensa del gobierno Macri. En los 70, diezmó a la familia de la ex embajadora argentina en México. Un texto de Miguel Bonasso.
Los periódicos
argentinos atribuyen la muerte del ex general (destituido) Luciano
Benjamín Menéndez, a distintas causas: unos a su corazón (o lo que
tuviera en la cavidad torácica); otros a un cáncer de hígado. Lo
único cierto es que murió a los 90 años y no fue en una batalla
(jamás participó en ninguna) sino en el Hospital Militar de
Córdoba, adonde se trasladó hace unos días desde su cómoda
prisión domiciliaria, en un country cordobés. No es el único
genocida al que por razones de edad y por una política del
derechista presidente Mauricio Macri se le permitió cumplir la
reclusión en el calor del hogar. Un privilegio excesivo para el
genocida que batió un récord mundial de sentencias con 13 condenas
a reclusión perpetua y dos más suaves de “solo” veinte años.
Entre sus varios
pseudónimos (Cachorro, El Chacal, la Hiena) sobresalía el de “La
Muerte”, lo que permitió a los militantes de HIJOS publicar su
necrológica con el título que copiamos para esta nota. Pero también
era conocido como “La Hiena” y parece que a él le gustaba ese
nom de guerre, hasta que la testigo de cargo Ana María Vaca Narvaja
le recordó ante el Tribunal Oral Federal N° 1 de Córdoba, lo que
decía el diccionario: “animal cobarde que se alimenta de carroña”.
Allí saltó de su asiento y aparente calma para insultar, a los
gritos, a esa mujer a la que le había asesinado el padre y uno de
sus hermanos. Y la hubiera estrangulado, posiblemente, de no haber
intervenido el juez con la amenaza de echarlo de la audiencia.
Dicen algunos
cronistas políticos que hasta el dictador Jorge Rafael Videla le
temía más que a otros “halcones” de la dictadura militar. Sin
embargo, en setiembre de 1979, se alzó en armas contra sus pares
Videla y Roberto Viola, al considerar que se habían “ablandado”
y la Hiena se rindió en una mañana sin mediar ningún combate.
Acusado por
primera vez en 1984, su imagen recorrió el mundo, cuando se bajó de
un auto frente a un grupo de manifestantes que le gritaban “asesino”,
amenazándolos con un cuchillo de bayoneta. Una de sus clásicas
matoneadas, que no le impidieron al presidente peronista Carlos
Menem, indultarlo en diciembre de 1989, sin que hubiera todavía
sentencia.
Valiente frente a
hombres, mujeres y niños desarmados, la Hiena Menéndez fue un
partidario desbocado de la guerra contra Chile en el conflicto del
Canal de Beagle: “Si nos dejan atacar a los chilotes (decía con
notorio chovinismo), los corremos hasta la Isla de Pascua, el brindis
de fin de año lo haremos en el Palacio de la Moneda y después
iremos a mear el champagne en el Pacífico”. Lo salvó de un nuevo
papelón -esta vez frente al ejército del dictador Augusto
Pinochet- la exitosa mediación del Papa Juan Pablo II.
Amante de los
gestos desmesurados, cuando comandaba el Tercer Cuerpo de Ejército,
el segundo más poderoso del país en los años setenta, ordenó una
gigantesca quema de libros “subversivos”, sin preocuparse por las
inmediatas reminiscencias del nazismo que semejante barbaridad
provocaría en la memoria de muchos ciudadanos. Rendía tal vez
homenaje a su tío, también llamado Luciano Benjamín Menéndez que,
en setiembre de 1951, se alzó en armas contra el presidente
constitucional Juan Domingo Perón y participó de una conspiración
para asesinarlo.
Pero esa audacia
verbal y simbólica, que escamoteaba la cobardía física de “la
Hiena” no debe llamar a engaño: su récord de condenas está más
que merecida, es uno de los mayores genocidas de la historia
argentina y su formación y trayectoria condenan tanto a la Francia
colonialista, que fue su inspiración con la doctrina de la guerre
sale (la guerra sucia), como a los organismos de contrainsurgencia de
los Estados Unidos, que lo formaron para el terrorismo de Estado en
Fort Lee, en el estado de Virginia. Y, también, como se verá más
adelante, a los dirigentes políticos de los dos partidos
principales, que lo trataron, lo perdonaron y lo cortejaron sin
pudor.
Las cifras del
terror
Menéndez fue el
general más joven en la historia del ejército argentino moderno.
Tenía apenas 45 años cuando recibió las palmas del generalato. Y
su carrera represiva empezó en el gobierno constitucional de María
Estela Martínez de Perón, alias Isabelita, cuando condujo la guerra
sucia contra la guerrilla del Ejército Revolucionario del Pueblo
(ERP), en la provincia montañosa y boscosa de Tucumán. El
tristemente célebre Operativo Independencia. Allí comenzó a
desplegar las tácticas contrainsurgentes inculcadas por sus maestros
internacionales: las desapariciones forzadas, la tortura, la
violación de prisioneras, el robo de niños, el magnicidio contra
figuras públicas etiquetadas como terroristas, las aldeas
estratégicas y el fusilamiento sin juicio de los prisioneros
desarmados. Tarea esta última en la que le gustaba participar
personalmente como para decirles a sus subordinados: “ven, aquí
nos jugamos todos, desde el último soldado hasta el Comandante del
Tercer Cuerpo”. Una forma de tenebroso juramento tácito: estamos
todos unidos en el crimen, nadie puede denunciar nada.
Su debut en un
gobierno formalmente constitucional lo impulsaría a decir después,
ante sus jueces, que había cumplido órdenes legales de un gobierno
legal, omitiendo agregar que él y sus pares derribarían a ese
gobierno constitucional muy pocos meses después de iniciar el
Operativo Independencia. También aprovechó la orden de Isabelita
para deslizar otra mentira, repetida hasta hoy por los políticos que
enarbolan la teoría de los dos demonios: que había sido el
“demonio” de izquierda el que había comenzado la violencia en la
Argentina.
Como comandante
del Tercer Cuerpo de Ejército, con sede en Córdoba, Menéndez
controlaba las provincias de Córdoba, Mendoza, San Juan, San Luis,
La Rioja, Catamarca, Santiago del Estero, Salta, Jujuy y, ya se ha
dicho, Tucumán. Casi la mitad del territorio argentino que totaliza
unos 3 mill0nes de kilómetros cuadrados. En los dominios de este
“señor de la guerra” funcionaban 240 centros clandestinos de
detención por los que pasaron hacia una muerte ignota cerca de cinco
mil ciudadanos. Entre ellos se destacaron los campos de concentración
de La Perla, Malagueño, La Ribera y La Escuelita.
Por la cadena de
atrocidades perpetradas en esos vastos dominios, el ex general
Menéndez fue imputado en 800 causas causas por crímenes de lesa
humanidad. El 24 de julio de 2008, en la primera de esas causas que
llegó a juicio, el Tribunal Oral Federal No 1 de la Ciudad de
Córdoba lo condenó a prisión perpetua por el secuestro, tortura y
desaparición de cuatro militantes del Partido Revolucionario de los
Trabajadores (PRT) en el campo de La Perla. El tribunal, decente,
revocó su prisión domiciliaria y ordenó su traslado a una cárcel
común.
Alguien vio como
La Hiena ordenaba fusilar
Hasta que regresó
la democracia (diciembre de 1983) y, paulatinamente y a los
tropezones, se iniciaron los juicios por los crímenes de lesa
humanidad, Luciano Menéndez ignoró que había un testigo directo de
su macabra sensualidad para hacer formar a los prisioneros frente a
una fosa común y ordenar su fusilamiento sin juicio. Por pura
casualidad, José Solanille, un humilde peón rural, observó detrás
de unas matas la terrible escena que se producía a pocos metros de
su escondite y se dijo que si lo descubrían no tardaría en ir a
parar con sus huesos a la misma fosa. Durante años esperó temblando
el momento en que caerían sobre él para secuestrarlo. Solanille no
era un héroe de película pero, como diría Rodolfo Walsh era un
hombre que se atrevió y, en el momento oportuno, rindió su
decisivo testimonio ante la justicia.
Instruido
gozosamente en la didáctica del terror que se enseña en academias
europeas y norteamericanas, Menéndez borró o intentó borrar del
mapa a familias enteras. Fue sin duda el caso de los Vaca Narvaja,
bien conocido en México por varias razones. La madrugada del 10 de
marzo de 1976, los horribles de Menéndez, conducidos por el capitán
Héctor Pedro Vergez (alias Vargas), cayeron sobre la casa solariega
de Villa Warcalde y se llevaron al “Viejo” Miguel Hugo Vaca
Narvaja, que estaba acompañado por su esposa Susana Yofre y el menor
de sus hijos, Gonzalo, de 16 años. El “Viejo” era una figura
pública: a fines de los años 50 había sido ministro del Interior
de Arturo Frondizi. Unos meses antes de secuestrar al “Viejo”,
habían arrasado la casa de su primogénito Miguel Hugo Vaca narvaja
(h.) un abogado de 35 años, al que atormentaron durante meses, al
estilo nazi, hasta que lo fusilaron, ley de fugas mediante, cuando
pesaba poco más de 30 kilos.
Sabia, oportuna,
esa increíble matrona que fue Susana Yofre de Vaca Narvaja, se metió
a la brava en la residencia del embajador mexicano en la porteña
calle Arcos, junto con otros 25 miembros de la familia Vaca Narvaja,
entre los que había 13 chicos, el menor de los cuales tenía 9 años.
Entre los mayores se encontraba Patricia, que años más tarde sería
embajadora argentina en México.
Ya se encontraban
a salvo en el refugio mexicano, cuando se enteraron del fusilamiento
de Huguito. Tardarían algo más en saber que su padre, el “Viejo”
había sido decapitado y su cabeza, un trofeo para Vergez y Menéndez,
había sido conservada en formol.
Insaciables en el
impulso exterminador de las familias integradas por revolucionarios,
los hombres de Menéndez y Vergez, cayeron sobre los familiares
directos de Mariano Pujadas, uno de los guerrilleros que en 1972 fue
fusilado por un supuesto intento de fuga en Trelew, y los
secuestraron, torturaron y asesinaron. No satisfechos con la ordalía
de sangre, los arrojaron a un pozo y los volaron con dinamita.
La complicidad de
la clase política
Además del
indulto de Menem a Menéndez en 1989, es decisivo rescatar otras
complicidades más recientes. Las imágenes de mediados de los 90 son
elocuentes: abrigados con sendos “sobretodos”, las manos cruzadas
a la altura del vientre, codo con codo, comparten el palco de honor,
tendido por el gobernador radical Ramón Bautista Mestre, el genocida
Menéndez y el entonces ministro de Asuntos Institucionales de la
provincia de Córdoba, Oscar “El Milico” Aguad. Ex presidente de
la bancada de la Unión Cívica Radical en Diputados, Aguad es
actualmente ministro de Defensa en el gobierno conservador de
Mauricio Macri.
“El Milico”,
como le pusieron por su formación en el Liceo Militar, no solo se
codeaba con el genocida en los palcos de honor, también defendía a
capa y espada a su amigo Carlos Alfredo “El Tucán” Minicelli,
por entonces Director de Inteligencia Criminal en la policía de la
provincia de Córdoba y actualmente condenado por delitos de lesa
humanidad perpetrados en la D2.
Y, tal vez esto
es lo más importante de esta nota: lo que Cortázar llamaría “la
continuidad de los parques”. El poder detrás del trono ya no
necesita bestias vociferantes como Menéndez, sino a “demócratas”
pulcros y elocuentes, como Aguad, que no grita, pero con buenos
modos, acaba de poner fin al programa de Derechos Humanos en la
formación de los militares. Al cabo, a quién benefician los
militares que respetan los derechos humanos...
Fuente:
Miguel Bonasso @bonassomiguel, Argentina. Curiosa noticia: “Se murió La Muerte” (Artículo), 02/03/18, Aristegui Noticias.
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