por Juliette
Michel
Little Rock,
Estados Unidos. ¿El herbicida dicamba? “Los agricultores lo piden
desesperadamente”, afirma Perry Galloway. “Si lo tengo en mis
productos, no podré venderlos”, replica Shawn Peebles.
Los dos hombres
se conocen bien, pues viven a pocos kilómetros uno del otro, en
Gregory y Augusta, en una zona del estado estadounidense de Arkansas
donde los campos se pierden de vista y las casas a menudo están
aisladas.
Pero este año
sus posiciones sobre el uso de dicamba los han separado
profundamente.
El gigante
agroquímico Monsanto comenzó a vender el año pasado semillas de
algodón y soja genéticamente modificadas para poder tolerar ese
herbicida. El producto químico es particularmente eficaz contra una
mala hierba que prolifera en la región, el amaranto de Palmer o
“hierba de cerdos”, que ya se hizo resistente a otro herbicida,
el famoso glifosato que tanta polémica ha creado en Europa.
El problema: el
dicamba no se queda en los campos sobre los que es aplicado, sino que
se extiende y afecta el entorno de distintas maneras.
Autoridades de
Arkansas (sur), en medio de las quejas suspendieron su
comercialización a comienzos del verano boreal. Ahora el estado se
apresta a prohibir su uso entre el 16 de abril y el 31 de octubre,
cuando las plantas germinan y las condiciones climáticas favorecen
su dispersión.
“El dicamba ha
afectado a toda mi familia”, dice con voz temblorosa Kerin Hawkins.
Su hermano, Mike Wallace, murió en 2016 en medio de una disputa con
un vecino por el dicamba. La salud de sus padres se deterioró luego.
Y este año el
dicamba afectó unas cuatro hectáreas de verduras y una treintena de
hectáreas de cacahuetes en la plantación familiar, reduciendo sus
ganancias.
Para protegerse
del impacto eventual del producto, decidieron plantar semillas de
algodón genéticamente modificadas.
“No es
solamente una historia de dicamba, de Monsanto, se trata también de
cómo seres humanos tratan a otros seres humanos”, aseguró.
Ella dio su
testimonio la semana pasada en una reunión organizada en Little
Rock, capital del estado, por la agencia a cargo de la reglamentación
de pesticidas en Arkansas.
El panel se
pronunció por la restricción del dicamba, una decisión que ahora
debe ser adoptada por los legisladores.
Una treintena de
personas hablaron en la reunión, a veces invadidos por la emoción,
para pronunciarse a favor o en contra del producto.
“Utilizamos
dicamba y hemos tenido un año fantástico”, dijo Harry Stephens,
quien cultiva soja con su hijo en el condado de Phillips. Retirar el
producto “podría llevar a los jóvenes agricultores a partir”,
advirtió.
El apicultor
Richard Coy ha visto, de su lado, un impacto negativo en las colmenas
cercanas a terrenos donde se ha usado dicamba.
“He perdido
500.000 dólares en producción de miel y 200.000 dólares en
contratos para la instalación en empresas californianas de colmenas
destinadas a la polinización, debido a la mala salud de mis abejas”,
afirmó.
Al borde de un
campo frente a su plantación, Perry Galloway muestra las famosas
malas hierbas, muertas pero aún en pie, que han estropeado muchos de
sus veranos. Las más altas le sobrepasan.
Ha esparcido
dicamba dos veces en unas 1.600 hectáreas. “Hacía mucho tiempo
que no teníamos los campos así de bien”, dijo. Estaría de
acuerdo con un pacto, que no autorice, por ejemplo, la aplicación
del herbicida una vez que las plantas crezcan.
Al frente de una
explotación de verduras orgánicas, Shawn Peebles emplea numerosas
personas para arrancar a mano el amaranto de Palmer.
“El dicamba se
propaga, eso es un hecho”, afirma. Si se expande por sus terrenos,
deberá “destruir la cosecha”, explica.
“La agricultura
hoy es diversa”, remarca. “No hay solo soja tolerante al dicamba,
también hay explotaciones orgánicas como la mía, viñas, y es
necesario que trabajemos todos juntos”, reclama.
Fuente:
Juliette Michel, Un herbicida primo del glifosato genera polémica en EEUU, 13/11/17, El Nuevo Herald. Consultado 18/11/17.
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